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La noticia del comienzo de la guerra constituyó una enorme sorpresa, porque nadie creía posible semejante acontecimiento ni tan siquiera había aventurado suposiciones. Cierto es, sin embargo, que cosa de diez días antes del suceso la vieja Dunia anduvo explicando a todo el que quiso escucharla un sueño suyo, según el cual su gallina Klashka habría parido cabritos que mostraban cuatro cuernos en la cabeza. Los expertos, sin embargo, habían calificado el sueño de inofensivo, no viendo en él, a lo sumo, más que una predicción de lluvias. Ahora la visión adquiría bien distinto significado.

Chonkin no se enteró inmediatamente de lo sucedido porque estaba sentado en el retrete, sin diligencias que lo apremiasen, y dejaba pasar el tiempo sin sentir. El tiempo de Chonkin no estaba estipulado. Se le había hecho esa gracia no para que llevase a cabo ninguna acción de orden supremo, sino, meramente, para que contemplara la vida con pasividad, sin sacar de ella conclusiones, y para que comiera, bebiera, durmiera y diera satisfacción a sus necesidades fisiológicas, no sólo a las horas a ello asignadas por el reglamento del servicio de guardias y retenes, sino conforme tales deseos se manifestaban.

El retrete que se utilizaba en verano estaba instalado en el huerto. En su interior, donde los rayos de sol se filtraban a través de la precaria construcción, zumbaban moscas verdes y había arañas que, en las esquinas, se dejaban caer sobre sus telas como si llevasen paracaídas.

En la pared de la derecha, espetados en un clavo, pendían rectángulos de papel de diario. Desprendiéndolos por orden, obtenía Chonkin de su lectura no poca información acerca de los más variados asuntos. Primero se puso al corriente de algunos titulares:

MIENZA LA ESTACIÓN EN LOS BALNEARIOS DEL

PERACIONES MILITARES EN SIRIA

PERACIONES MILITARES EN CHINA

LÍCULA LENIN Y STALIN EN OCTUB

El artículo titulado «Protesta alemana ante los EE. UU.» lo leyó íntegramente:

Berlín, 18 de junio (TASS). Según un comunicado

gabinete alemán de información, en nota fechada el

seis de los corrientes, el Gobierno estadounidense

ha exigido al encargado alemán de negocios en

shington que la agencia de la Compañía de Ferro

rriles Transoceánicos, colaboradora de la Biblioteca

Informativa Alemana de Nueva York, abandonase el

rritorio estadounidense. Tal exigencia, al parecer,

obedece al hecho de que la citada agencia viene

dedicándose a actividades ilegales. El Gobierno alem

ha declinado dar a las pretensiones americanas la

satisfacción solicitada, alegando que carecían de

todo fundamento, pero ha procedido a presentar u

nota de protesta en la que acusa a los EE.UU. de

incumplir los tratados vigentes.

Chonkin no había tenido tiempo de someter a reflexión las acciones de los EE. UU. cuando hasta él llegó el distante sonido de la voz de Niura, que lo llamaba:

—¡Vaaania!

Chonkin aguzó el oído.

—¡Vania! ¿Dónde estás?

Como responder le resultaba violento, Chonkin guardó silencio.

—Pero ¿dónde diablos te has metido? —seguía alborotando Niura, que se acercaba trazando una espiral.

No había escapatoria, y Chonkin no tuvo más remedio que responder a la llamada.

—¿A qué viene tanto griterío? —preguntó, azorado en contra de su voluntad—. Estoy aquí.

Niura ya estaba muy cerca. A través del orificio que antes había ocupado un nudo de la madera, Chonkin pudo ver su rostro, que la agitación había coloreado.

—¡Sal pronto! —exclamó ella—. ¡Ha estallado la guerra!

—¡Lo que faltaba! —respondió Chonkin apesadumbrado, pero en modo alguno sorprendido—. Con los Estados Unidos, seguro…

—¡No, con Alemania!

A Chonkin se le escapó un silbido de asombro. Luego comenzó a abrocharse y, ya en el exterior, sin poder dar crédito a la noticia, preguntó a Niura quién le había soltado aquella pamema.

—Lo han dicho por la radio.

—¿No será un cuento? —propuso Chonkin sin perder las esperanzas.

—No lo parece —respondió Niura—. Han ido todos a reunirse ante la oficina. ¿Vamos nosotros? Habrá un mitin.

Después de un instante de reflexión, dijo Chonkin:

—Si lo que dices es cierto, no es, al menos para mí, momento de mítines. —Y sacudiendo la cabeza en dirección al avión, añadió—: ¡Ahí está mi mitin, mal rayo lo parta!

Dicho lo cual lanzó un salivazo dedicado al aparato.

—No te preocupes por él —replicó Niura—. ¿Quién se acuerda del avión?

—Antes, nadie. Pero ahora puede ser necesario. Ve tú al mitin y entérate de lo que dicen. Yo me quedo aquí entre tanto, no sea que vengan a buscarlo.

Un minuto más tarde, el fusil ya a la espalda, Chonkin daba vueltas en torno al avión y, alertado contra una incursión de los alemanes o del alto mando, volvía la cabeza en todas direcciones.

Tenía ya el cuello dolorido y empezaba a verlo todo borroso cuando su fino oído captó el zu-zu-zu de un zumbido de creciente intensidad.

—¡Ahí llegan! —exclamó, sintiendo que el corazón le latía más de prisa.

Estirando el pescuezo pudo distinguir un punto que, alternativamente, se ofrecía a la vista y desaparecía de ella para, luego, ir cobrando cada vez mayor tamaño hasta adquirir el aspecto de un avión… Pero, de pronto, el punto dejó de ser visible y se extinguió también el ronroneo. En el mismo instante, Chonkin sintió un pinchazo agudo y, de una palmada en la frente, mató un mosquito. «No era un avión», se dijo al tiempo que restregaba la mano en el pantalón, dejando en él los restos del insecto.

Fuese por causa de la palmada recibida en la cabeza o por cualquier otra de índole no mecánica, algo en el cerebro de Chonkin se desplazó, y esa mutación dio nacimiento a la desasosegante idea de que en aquel lugar se le estaba pasando en vano el tiempo, de que con él no contaba nadie y de que nadie sería enviado en su busca. No es que antes hubiera pensado que su vida pudiese tener un cometido particular, pero tampoco había dudado que llegaría el momento en que recurriesen a su persona. Que el motivo fuese de poca monta, incluso una nimiedad, no importaba. Por una causa que lo mereciese, él daría su vida de buen grado, pero, a juzgar por las trazas, nadie estaba dispuesto a pedírsela. (Es muy posible, sin duda, que considerado desde la perspectiva de las grandes proezas un fenómeno de la creación tan modesto como la vida de Chonkin tuviera escasas consecuencias, pero lo cierto es que él no podía ofrecer nada más precioso para compartirlo con la tierra patria).

Sumido en la dolorosa conciencia de la propia inutilidad, abandonó Chonkin su vigilancia y el objeto que la motivaba, y se encaminó hacia el edificio de la administración, en cuyas inmediaciones se había reunido la gente a la espera de ser informada.