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El 21 de junio se presentó a Schulenburg, embajador de Alemania en la URSS, una nota oficial en la que, aludiendo a noticias relativas a una concentración de tropas germanas en las fronteras occidentales de la Unión Soviética, el Gobierno de Moscú exigía una aclaración al alemán. La nota fue transmitida a Hitler minutos antes del comienzo de la guerra.

A esa misma hora, Chonkin, que se había reconciliado con Niura la víspera, dormía aún. Luego, despierto a causa de cierta pequeña necesidad y en la esperanza de que se resolviera por sí misma, permaneció todavía un rato en la cama sin decidirse a abandonar su cálido abrigo. Pero no disminuía el apremio y, habiéndolo contenido hasta el extremo de que no admitiera ya ni la demora de unos segundos, salió corriendo hacia el porche tras calzarse las botas y echarse el capote sobre las espaldas desnudas. Y allí, acuciado por la prisa, concluyó su carrera.

El día había amanecido claro y fresco. Un espeso rocío impregnaba la hierba, moteaba las hojas de los árboles y cubría las superficies planas del avión. El sol, que había asomado ya por el horizonte, obligaba a contraer los ojos con su resplandor, que en las casas de la aldea teñía de rojo las ventanas. Reinaba un silencio completo, interrumpido sólo de vez en cuando por el sordo y somnoliento mugido de las vacas. Chonkin se disponía a despertar a Niura para que ordeñase a Krasavka y la condujera al pasto, pero, pensándolo mejor, decidió encargarse él de todo.

Cuando Chonkin tomó el cubo de ordeñar, Niura se despertó y quiso abandonar la cama, pero él la detuvo diciendo:

—Déjalo; duerme un poco más.

Y marchó hacia el establo.

Después de ordeñar a Krasavka, abrió una hoja del portón para franquearle el paso, pero el animal, acostumbrado a que le abrieran de par en par las puertas cuando salía, no se movió.

«¡Valiente vaca ésta!», se dijo Chonkin, que ya se preparaba a medirle las costillas con la tranca. Pero compadeciéndose, y en tono conciliador aunque regañón, barboteó:

—¡Anda con viento fresco!

Y desplegó la otra mitad de la puerta.

Krasavka miró a Chonkin de reojo con aire despectivo, se adelantó y, sacudiendo triunfalmente su testa coronada de breves astas, se dirigió a la salida del establo, donde coincidió con el rebaño comunal.

Las vacas, que invadían todo el ancho del camino, olisqueaban sin detenerse los postes de las vallas y proferían pesarosos suspiros.

Detrás del ganado, bamboleándose a la grupa de un caballo, iba Liosha Zhárov, el nuevo pastor, al que un astroso chaquetón guateado servía de silla de montar. Las desgarradas mangas de la prenda se mecían en el aire, semejantes a péndulos, en simultaneidad con la marcha del caballo.

Al distinguir al pastor, Chonkin, deseoso de un poco de charla, se acercó a la portilla del huerto y gritó:

—¡Eh, tú! ¿Qué tal van las cosas?

Tirando de las bridas, detuvo Liosha el caballo y miró con curiosidad a Chonkin, al cual veía por primera vez.

—Tirando —respondió, tras breve reflexión—. Hay quien vive peor.

Luego, alzando los ojos al cielo, observó Chonkin:

—Hoy, por las trazas, tendremos buen tiempo.

—Lo tendremos, si no llueve —contestó Liosha.

—Sin nubes no suele llover —dictaminó Chonkin.

—Sin nubes, no.

—Aunque sucede a veces que, aun habiendo nubes, no llueve.

—A veces sucede eso —convino Liosha.

Dicho esto, se separaron. Liosha partió tras el ganado y Chonkin regresó a la isba.

Tendida a todo el ancho de la cama, Niura dormía aún, y era una lástima despertarla. Chonkin comenzó a dar cortos paseos por la casa, pero al no saber en qué ocuparse, acabó por volver junto a la durmiente.

—Eh, oye, hazme sitio —dijo, sacudiéndola por el hombro.

La luz del sol caía ya directamente sobre la ventana, y sus rayos, que se filtraban a través del polvo, se reflejaban en la pared opuesta, de la que colgaba el reloj de pesas con su esfera deformada. El reloj era viejo; el mecanismo estaba empolvado, y algo en su interior no dejaba de crujir y dar zumbidos. Las saetas indicaban las cuatro de la mañana.

A esa hora, los alemanes bombardeaban la ciudad de Kiev.