Al oír la voz del amo, y creyendo entender en ella una llamada, Borka se lanzó sobre Chonkin con ánimo de saludarlo y, si se lo permitían, lamerle la oreja. Pero en ese momento recibió en el hocico un puñetazo descargado con terrible fuerza. Sorprendido por semejante acogida, el animal se puso a hipar lastimeramente, se hizo a un lado y, dando en el polvoriento suelo con la parte que en los humanos recibe el nombre de barbilla, extendió ante sí las patas delanteras, miró a Chonkin con sus ojos menudos y rompió a aullar, como lo haría un perro.
—¡Ya te daré yo a ti aullidos! —dijo en tono retador Chonkin según se serenaba y recobraba el propio dominio.
Entonces volvió la cabeza. En la hierba, no lejos de donde se encontraba, era visible una vieja manta de bayeta que él mismo, sin duda, se había sacudido de encima durante el sueño. En ese preciso lugar, una piedra sujetaba una carta. Era de Niura, que la había compuesto uniendo o separando las palabras según reglas personales, ajenas al idioma: «Meboi atrabajar. La llabe queda bajo lamatadegrama. Hay shchi enel orno. Buen probecho. Saludos. Niura». Leída entre líneas, la esquela daba a entender; ciertamente, que Niura no le guardaba rencor y que estaba dispuesta a hacer las paces si él no persistía en su anterior actitud.
—¡Que te crees tú eso! —exclamó Chonkin en voz alta, dispuesto a desgarrar el billete.
Pero, pensándolo mejor, lo dobló en cuatro y se lo introdujo en el bolsillo de la guerrera. La mención del shchi había hecho que le rugiera el estómago, y recordó que no había comido nada desde la víspera a mediodía.
Borka, que se había calmado entre tanto, abandonando sus quejas, rompió de nuevo a aullar como si reclamase atención sobre sí, pobre criatura apaleada. Iván dirigió al jabalí una severa mirada de soslayo, pero era, en efecto, tan lastimoso su aspecto y tan zaherida su expresión que, sin poderse contener, hizo restallar las palmas en las pantorrillas al tiempo que llamaba:
—¡Ven aquí!
Digna fue de verse la presteza con que, olvidada la inmerecida afrenta, corrió Borka hacia el amo, prodigando pequeños gruñidos y grititos de gozo para, luego, golpearle repetida y cariñosamente el costado con el hocico. Todo en él parecía decir: «No sé de qué falta me acusas, pero, si así lo dispones, acepto mi culpa. Puedes matarme por ella; mátame, si quieres, pero perdóname».
—Está bien, está bien —refunfuñó Chonkin.
Y se puso a rascarle una oreja, con lo cual el animal se echó inmediatamente en la hierba, donde quedó tendido, primero sobre un costado y, luego, boca arriba. En esta postura se mantuvo largo rato, entornados de dicha los ojos y extendidas en paralelo, hacia lo alto, las cortas y flacas patas.
Al cabo de un rato, cansado de aquello, Chonkin golpeó con el puño el flanco de Borka, sin fuerza ahora, y dijo:
—¡Venga, largo!
Puesto en pie en un santiamén, Borka se alejó corriendo y se detuvo para observar a Chonkin con cautela. Sin embargo, al no advertir rastros de ira en los ojos del amo, se serenó para, en seguida, lanzarse tras un grupo de gallinas que correteaban por allí cerca.
Chonkin se levantó, se sacudió las briznas de heno de la ropa, se afianzó la polaina y, tras recoger del suelo el fusil, echó una mirada alrededor. En el huerto vecino, tan inevitable como si constituyera ya parte del paisaje, se perfilaba la encorvada figura de Gládishov. Avanzando entre los surcos, se inclinaba ante cada mata de camhasos, y ante cada una hacía una suerte de sortilegio. Afrodita, su esposa, una mujeruca desaseada, con la cara embotada por el sueño y los cabellos todavía por peinar, permanecía sentada en el porche; en las rodillas, un niño que no contaría más de un año de edad y al que (víctima también de la erudición de Gládishov) llamaban Heraclio. Desde su emplazamiento, la mujer observaba a su marido con indisimulada repugnancia.
A fin de que en lo sucesivo pueda el lector interpretar cabalmente las relaciones entre el seleccionador y su cónyuge, no estará de más detenerse, siquiera fugazmente, en la aleccionadora historia de este matrimonio que mejor se llamara bodijo.
Contrajo Gládishov nupcias con Afrodita un par de años antes de los hechos que aquí se narran, hallándose él bien metido ya en la cuarentena. Los cinco años anteriores al casamiento, y posteriores a la muerte de su madre, los había pasado Gládishov en soledad por imaginar, no sin acierto, que la vida de familia conviene poco a las actividades científicas. Pero cumplidos los cuarenta, y fuese porque la vida imponía sus leyes o porque la soledad había acabado por hastiarlo, resolvió casarse a pesar de todo, asunto éste nada fácil, por más que en la aldea no faltaban mozas casaderas. Las candidatas se avenían a soportar, mal que bien, las disertaciones acerca del portentoso híbrido, junto con la perspectiva de arrastrar por la vida, codo con codo, la pesada carga de una hazaña científica; si bien lo que imaginaban en el fondo era que, con el tiempo, Gládishov acabaría por abandonar aquella idea disparatada. Pero cuando, apañado ya el trato, acertaba una novia a trasponer el umbral de su futura casa, rara era la que consentía en permanecer ni tan siquiera un cuarto de hora bajo aquel techo. Una de las muchachas, al decir de las gentes, se había desmayado ya en el curso del segundo minuto. La razón es la siguiente: Gládishov guardaba en macetas especiales, distribuidas por toda la casa, los abonos destinados a sus experimentos de seleccionador. Había macetas con compuesto de turba, macetas con estiércol de vaca y de caballo, y macetas con excrementos de gallina. Los abonos, por otra parte, eran para Gládishov asunto de gran trascendencia. Los mezclaba en diversas proporciones y solía mantenerlos bien en el horno, bien en el alféizar, sometidos a temperaturas específicas, hasta provocar la fermentación. Y esto lo hacía no sólo en verano, sino también en invierno, ¡cuando era preciso mantener las ventanas cerradas!
Sólo la que habría de convertirse en Afrodita, que no sustentaba pretensión alguna acerca de sus encantos, pudo aguantar hasta el fin, porque deseaba ardientemente casarse.
Al darse cuenta de que no le quedaba otra alternativa, Gládishov quiso desistir de sus aspiraciones matrimoniales, pero acabó por cambiar de opinión. En lo concerniente a Yefrosina, había llegado a pensar que si, despreciada por todos, llegaba él a tomarla en matrimonio, ella lo correspondería con una total entrega a su persona y a su ciencia.
Pero, como se suele decir, el hombre propone y Dios dispone. Yefrosina lo recompensó al principio con gratitud, pero más adelante, después de haber dado a luz a Heraclio, comenzó a declarar la guerra a las macetas de Gládishov so pretexto de que su presencia resultaba malsana para el niño. Al principio manifestaba su actitud mediante indirectas e intentos de convencerlo, que más adelante degeneraron en auténticas escenas. Yefrosina sacaba las macetas al zaguán y Gládishov las devolvía a la casa. Yefrosina arremetía a palos contra los tiestos, y Gládishov, por mucho que condenase la violencia, cargaba sobre ella también a palos. Otras veces, la mujer se marchaba con el niño a casa de sus padres, que vivían en el otro extremo de la aldea, pero al poco, la madre la echaba de casa, obligándola a volver al hogar.
Al fin, ella acabó por avenirse a todo y encogerse de hombros ante cuanto la contrariaba, con la consecuencia de que dejó de cuidarse. Y si lo cierto era que nunca había destacado por su belleza, sólo el buen Dios podía saber a qué correspondía ahora su aspecto.
He aquí su historia, en resumidas cuentas y de forma abreviada.
Pero reanudemos ahora nuestro relato en el punto en que quedó interrumpido.
Como dijimos, Chonkin estaba de pie junto a su avión; Gládishov se afanaba en el huerto, y Afrodita permanecía en el porche con el niño en brazos, observando a su esposo con repugnancia indisimulada.
—¡Salud, vecino! —gritó Chonkin a Gládishov.
El aludido se enderezó ante la mata de camhasos que estaba examinando; se alzó, con ayuda de dos dedos, el ala del sombrero, y respondió ceremoniosamente:
—Lo mismo digo.
Tras dejar el fusil apoyado en el avión, Chonkin se encaminó hacia la valla que separaba el huerto de Gládishov del de Niura.
—Siempre te veo en tu huerto dale que te pego. ¿Es que nunca te cansas, vecino?
—Pues, cómo decirlo… —respondió Gládishov digna y discretamente—. No trabajo para mí, ni me mueve a ello ninguna ambición personal. Lo hago todo en provecho de la ciencia. Y tú, ¿es que has pasado la noche bajo el aeroplano?
—A los tártaros —bromeó Chonkin— nos importa tres cominos dónde pasemos la noche. Ahora hace buen tiempo, no como en invierno…
—Pues yo salí de mañana y, al echar una ojeada, ¿qué veo? Unos pies asomando bajo el aeroplano. «¿Será posible que Chonkin haya pasado la noche al sereno?», me pregunté. También llamé la atención de Afrodita. «Mira —le dije—, ¿no son los pies de Chonkin los que asoman bajo el aeroplano?». Oye, Afrodita —continuó con un grito dirigido a su mujer, a quien tenía el propósito de poner por testigo—, recuerdas, supongo, que de mañana te dije: «Mira, ¿no son los pies de Chonkin los que asoman bajo el aeroplano?».
Afrodita, que continuaba observándolo con su sempiterna expresión, ni la alteró ni reaccionó en absoluto a las palabras que le dirigían.
Chonkin miró a Gládishov, suspiró y, para su propia sorpresa, dijo:
—Pues yo, ¿sabes?, me peleé ayer con Niura, y ésa, ¿comprendes?, es la razón de que haya pasado la noche al sereno.
—¿Y qué pasó? —indagó Gládishov con desasosiego.
—Pues mira —comenzó a decir Chonkin, eludiendo una respuesta directa—, verás…, le dije, ¿sabes?…, unas cuantas cosas… Y ella a mí otras, y así, una palabra tras otra y cada uno a lo suyo, pasó lo que pasó. Entonces yo escupí, cogí el capote, el fusil y el macuto, y… ¿qué otra cosa podía hacer? Me salí al fresco.
—Por eso vi lo que vi —dijo Gládishov con un cabeceo ponderativo—, y me parecieron tus pies los que asomaban por debajo del aeroplano cuando, de mañana, salí a echar una ojeada… O sea, que te has peleado con ella.
—Eso es —afirmó Chonkin, cada vez más apenado.
—Pues, a lo mejor, has hecho bien —comentó Gládishov, y tras lanzar una cautelosa mirada a su mujer; añadió con un susurro—: Si quieres un consejo, te diré, Iván, que mejor harás en mantenerte alejado de estas campesinas. Tú, que todavía eres joven, no caigas en sus redes… No tienes más que echar un vistazo a mi mujer. ¡Mírala, ahí sentada, la serpiente de cascabel! Hasta la lengua, fíjate cuando le hables de cerca, la tiene bífida, exactamente como la de una víbora. En cuanto a las penas, Iván, que tengo sufridas por ella, no hay palabras para describirlas ni narrador que pueda contarlas. Pero no vayas a creer que soy yo el único, ¡ca! Las de su sexo han hecho padecer lo indecible a toda clase de hombres, tanto en la presente era de progreso como en el pasado histórico. —Y mirando de soslayo a su mujer añadió en tono todavía más bajo, como si estuviera transmitiendo una noticia muy secreta—: Cuando el zar Nicolás I deportó a los decembristas a Siberia, a un lugar dejado de la mano de Dios, sus mujeres, lejos de arredrarse, cogieron los bártulos y, a pesar de que entonces no existía el ferrocarril, salieron en pos de ellos e, indiferentes al cansancio de los caballos, a las quejas de los cocheros y al riesgo, incluso, de dejar la propia vida en el camino, por fin consiguieron darles alcance. ¿Qué dices a eso? No quiero yo, Iván, hablar mal de Niura, que es una mujer educada e inteligente, pero de todas formas, aléjate de ella ahora que todavía estás a tiempo.
—Bien que lo haría —contestó Chonkin—, pero no puedo por culpa de ese cacharro —señaló el avión con un ademán para, después de una breve reflexión, añadir—: Además, me fuerza el hambre. Y el hambre es mala consejera.
—¿Tienes hambre? —preguntó con asombro Gládishov—. ¡Dios mío! ¿Por qué no lo has dicho antes? Anda, vente a casa conmigo. Encenderemos el hornillo de petróleo y haremos una tortilla con tocino. Y queda un poco de aguardiente casero —añadió guiñando un ojo a Chonkin—. Vamos. Así aprovechas para ver cómo vivo.
Chonkin no se hizo rogar. Ocultó el fusil bajo el heno, saltó la valla y, con cautela, a fin de evitar los surcos, se puso a caminar en pos del dueño de la casa, que iba abriendo el camino con paso desenvuelto. Cuando llegaron al porche, Afrodita compuso una mueca de disgusto y les dio la espalda.
—Podrías ponerle un hule al niño, cuando menos —observó sin detenerse Gládishov—; luego, si se ensucia, te apesta la falda.
Afrodita alzó la mirada con indiferencia, e indiferentemente contestó:
—Mejor sería que utilizaras el olfato en la isba. Y que la huela también tu invitado.
Y de nuevo les volvió la espalda.
Gládishov abrió la puerta e hizo pasar a Chonkin al zaguán.
—¿Has oído, qué manera de hablarme? —dijo a Iván—. Pues eso sucede a diario. Encima de necia, puerca. Porque si yo me desenvuelvo en la suciedad es con fines científicos, pero para ella es una condición natural.
El zaguán estaba a oscuras. Gládishov encendió una cerilla, a cuya luz se hicieron visibles un pasillo angosto y una puerta ante la cual una desgarrada tela de saco hacía las veces de cortina. Entreabrió la citada puerta, y fue tal la hediondez que en el acto emergió de aquella parte que, tomado por sorpresa, Chonkin casi perdió el equilibrio, y probablemente habría caído al suelo de no acertar a taponarse la nariz con los dedos. Así protegido el olfato, siguió a su anfitrión al interior de la isba.
Volviéndose hacia Chonkin, dijo Gládishov como para darle ánimos:
—Al principio, desde luego, el olor resulta un poco fuerte. Pero yo me he habituado ya, y ni siquiera lo noto. Ahora tienes que destapar una de las fosas nasales y, cuando adviertas que te vas acostumbrando, destapas la otra. Es un olor que se antoja repulsivo, pero en realidad es saludable, y conviene al organismo por las muchas propiedades que reúne. A modo de ejemplo, te diré que la firma francesa Coty elabora a base de mierda un perfume de finísimo aroma. Bueno; mientras tú te vas formando una idea de cómo vivo, prepararé yo en un periquete la tortilla y nos sentaremos a comer, que también a mí se me ha abierto el hambre.
Y mientras en una habitación contigua Gládishov se afanaba con el encendido del hornillo, su invitado, sin moverse de la estancia principal y según se acostumbraba a la pestilencia, iba destapando alternativamente, conforme al consejo del dueño de la casa, una y otra fosa nasal, al tiempo que paseaba la mirada por la habitación, que ciertamente merecía el examen.
El primer detalle digno de atención eran las macetas. Las había en enorme cantidad y ocupaban no sólo los fogones y el alféizar, sino el banco dispuesto junto a la ventana, el espacio existente bajo éste e incluso el que quedaba libre tras la cabecera de una cama de hierro que aparecía deshecha y con las almohadas tiradas de cualquier manera.
De la pared, sobre el lecho, pendían los inevitables marquitos decorados con flores y guarnecidos en las esquinas con palomas, que mostraban fotos del dueño de la casa desde sus años mozos hasta fechas recientes, como asimismo de su esposa Afrodita y de numerosos parientes próximos, de uno y otro lado. Por encima de este iconostasio colgaba un retrato conjunto de ambos cónyuges que, realizado por encargo a partir de diversas fotografías, aparecía tan profusamente iluminado por el desconocido artista, que no guardaban las imágenes representadas el menor parecido con sus originales.
La pared que daba frente a las ventanas era un auténtico museo. En marcos semejantes a los anteriores se veían los testimonios impresos a que nos hemos referido con anterioridad, relativos a las investigaciones científicas de Gládishov. Un marco separado de los demás exhibía la carta recibida del ilustre agrónomo, de la que también hemos dado oportuna cuenta.
En el muro comprendido entre las dos ventanas de la casa era visible una escopeta del calibre 16, de un solo cañón, que, como a buen seguro imaginará el lector, habrá de producir en su momento un disparo trascendente, aunque su buena o mala fortuna quede reservada al dictado de los acontecimientos.
Chonkin no había tenido tiempo de examinar debidamente el contenido de la habitación cuando, lista ya la tortilla, Gládishov lo llamó a la mesa.
El desorden era también completo en la habitación contigua, si bien ésta parecía algo más limpia que la estancia principal. Había un aparador con cacharros de cocina, una cuna colgada del techo (la cama de Heraclio) y un viejo baúl desprovisto de tapa, colmado de libros maltrechos, de carácter primordialmente científico (entre ellos, Mitos de la antigua Grecia y el folleto popular titulado Las moscas, activas transmisoras de infecciones, así como una colección incompleta de la revista Niva correspondiente a 1912). El baúl era la fuente de la que básicamente bebía Gládishov su erudición.
Sobre una mesa grande, cubierta de un hule en el que jarros y pucheros demasiado calientes habían dejado cercos de color pardo, se ofrecía a la vista, todavía chisporroteando en la sartén, la tortilla con tocino. Chonkin, en cuyo estómago hacía el hambre peores estragos que la pestilencia (a la que, en verdad, empezaba a habituarse), se sentó a la mesa prescindiendo de ceremonias superfluas y sin esperar a ser invitado por segunda vez.
Gládishov sacó dos tenedores de un cajón del mueble y, después de limpiarlos en su camiseta, puso uno ante su invitado y se reservó el otro, al que faltaba un diente.
Chonkin se disponía a hincar sin más demora el tenedor en la tortilla cuando el dueño de la casa lo detuvo:
—Aguarda.
Después de procurarse del aparador dos vasos profusamente empolvados, Gládishov los examinó a contraluz, escupió con moderación en su interior y, tras enjugarlos también con la camiseta, los colocó encima de la mesa. Luego hizo un rápido viaje a la parte delantera de la vivienda, de donde regresó con una botella llena sólo en parte, a la que un prieto y menudo rollo de papel de periódico servía de tapón. Tras llenar hasta la mitad el vaso de Chonkin, se sirvió él una ración igual.
—Pues bien, Vania —dijo, según se acercaba un taburete, para reanudar la conversación—, estamos acostumbrados a considerar con gran repugnancia los excrementos, como si se tratara de una cosa nociva cuando, si se recapacita, resultan ser, tal vez, la más valiosa de todas las sustancias que se encuentran en la Tierra, ya que toda nuestra vida procede de los excrementos y en excrementos se convierte.
—¿Cómo hay que entender eso? —preguntó cortésmente Chonkin, considerando con ojos hambrientos la tortilla que comenzaba a enfriarse, pero sin atreverse a atacarla antes que su anfitrión.
—De forma totalmente literal —replicó Gládishov que, sin reparar en la impaciencia de su invitado, acometió el desarrollo de la idea—. Juzga tú mismo. Para obtener una buena cosecha es necesario abonar la tierra con excrementos. De esos excrementos nacen la hierba, los cereales y las hortalizas que comemos nosotros y los animales. Estos últimos, por su parte, nos procuran leche, carne, lana y otra serie de cosas. Luego, nosotros consumimos esos productos y los convertimos en excrementos. Y de esta forma se establece una especie de circulación continua, por así decirlo, entre los excrementos y la naturaleza. Lo que uno, entonces, se pregunta es: ¿qué necesidad hay de consumir todos estos excrementos en forma de carne, leche e incluso pan, es decir, en forma procesada? Y esto da paso a un razonamiento de todo punto justo: ¿no sería preferible, dejando a un lado los prejuicios y la repulsión imaginaria, consumir estos excrementos, portentosa vitamina, en su forma pura? En un principio, por supuesto —rectificó al advertir la expresión de asco que componía Chonkin—, sería factible eliminar su olor característico para, más tarde, cuando el hombre se hubiera habituado, dejarlos en su forma natural. Pero eso, Iván, está reservado al más distante porvenir y a las audaces pesquisas de la ciencia. Por lo cual propongo, Iván, brindar por los progresos de la nuestra, por nuestro poder soviético y, especialmente, por ese genio universal que es el camarada Stalin.
—Yo brindo por nuestro encuentro —se apresuró a secundar Chonkin.
Los vasos chocaron entre sí. Iván dio cuenta del contenido del suyo y poco faltó para que cayese de la silla. Privado instantáneamente de la respiración, como si le hubiesen descargado un puñetazo en la boca del estómago, y también del sentido visual, hincó a voleo el tenedor en la tortilla, arrancó un pedazo, se lo llevó a la boca con ayuda de la otra mano, lo engulló, escaldándose, y sólo después de todo ello pudo expulsar el aire que le quemaba los pulmones.
Gládishov, que había apurado sin esfuerzo su vaso, miró a Chonkin con una sonrisa artera.
—¿Qué me dices, Vania, de mi aguardiente casero?
—Que no hay como el que se obtiene de la primera destilación —lisonjeó Chonkin, enjugándose las lágrimas que le asomaban a los ojos—. ¡Ah, cómo aviva el ánimo!
Siempre con la misma sonrisa ladina, Gládishov atrajo hacia sí una lata de conservas, de forma aplanada, que solía emplear como cenicero y, tras verter en ella cierta cantidad de aguardiente, le prendió fuego con una cerilla. El brebaje se inflamó produciendo una llama azulada de tono mate.
—¿Has visto?
—¿Es de trigo o de remolacha? —indagó Chonkin con discreto interés.
—¡Es de excrementos, Vania! —proclamó Gládishov con contenido orgullo.
Chonkin se atragantó.
—Pero ¿cómo es posible? —dijo echándose hacia atrás.
—La receta, Vania, no puede ser más sencilla —explicó gustoso Gládishov—. Por cada kilo de excrementos se toma otro de azúcar y…
Chonkin se precipitó hacia la puerta derribando el taburete en su huida. Faltando poco para que abatiese a Afrodita y a su hijo, atravesó el porche y, a dos pasos de allí, con la frente apoyada en el entramado de madera del muro de la casa, vomitó hasta las entrañas.
Tras él acudió desconcertado Gládishov haciendo vibrar sonoramente con los zapatos los escalones del porche.
—¿Qué te pasa, Vania? —preguntó solícito, llevando la mano al hombro de Chonkin—. Es un aguardiente puro, Vania. Tú mismo has visto cómo ardía.
Iván se disponía a contestarle, pero la mención del aguardiente provocó en su estómago nuevas arcadas, y apenas si tuvo tiempo de separar las piernas lo necesario para no mancharse las botas.
—¡Oh, Dios bendito! —exclamó impensadamente Afrodita con intenso fastidio—. ¡Ya le ha hecho beber a otro su licor de caca! ¿Es que no tienes ya bastante, monstruo pervertido? ¡Mira qué pienso yo de ti! —concluyó, escupiendo con deleite hacia el lugar que ocupaba su esposo.
Gládishov no se ofendió.
—En lugar de escupir podrías llegarte al sótano y traer una manzana macerada. ¿No ves que hay una persona indispuesta?
—¡Pues buenas están tus manzanas del sótano! —exclamó Afrodita con una especie de gemido—. También ésas huelen a caca. ¡Toda la isba huele a lo mismo! ¡Hundido quiero verte en la basura, ahogado por ella, desdichado idiota! ¡No seré yo la que se quede a tu lado, mascarón! Limosna pediré con el niño, si es preciso, antes que permitir que se me coma la miseria.
Y no dispuesta a que el voto quedara en agua de borrajas, con Heraclio a cuestas, se precipitó hacia la portilla del huerto y salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Abandonando a Chonkin, Gládishov se lanzó en pos de su mujer.
—¿Adónde vas, Afrodita? —gritaba, tratando de darle alcance—. ¡Que vuelvas, te digo! ¿Es que quieres ponerte y ponerme a mí en ridículo ante la gente? ¡Eh, Afrodita!
La mujer se detuvo en el camino, dio la vuelta para enfrentarse a su esposo y le gritó en plena cara:
—¿Desde cuándo me llamo Afrodita? Mi nombre es Froska,[6] ¿te enteras, fantoche? ¡Froska!
Y, tras darle la espalda, reemprendió su carrera por la aldea saltando y triscando con el niño, muerto de miedo, acunado en los brazos que su madre mantenía torpemente extendidos ante sí.
—Me llamo Froska, ¿oís, vecinos? —proclamaba con igual frenético regocijo que si, largo tiempo privada del don de la palabra, lo hubiese recuperado inesperadamente—. ¡Froska me llamo!