14

Alguien lo sacudió por el codo. Chonkin abrió los ojos y vio la cara del Hombros, que el crepúsculo tornaba violácea.

—Vamos —dijo el Hombros en voz baja tomando a Chonkin de la mano.

—¿Adónde? —quiso saber el sorprendido Chonkin.

—Adonde se nos necesita —fue la respuesta que recibió.

No sentía Chonkin deseos de levantarse y partir a la caída de la noche en dirección y con propósito desconocidos, pero al oír que se lo necesitaba no supo rehusar.

Avanzaban abriéndose paso trabajosamente por entre elevados árboles de tronco verde, como el del abedul, pero aquéllos no se parecían en nada a los abedules; eran de alguna otra especie, y estaban cubiertos de espesa escarcha. También la hierba mostraba una capa de aquella escarcha, que debía de tener muy singulares propiedades, pues no quedaba en ella rastro alguno de sus pisadas. No se le había pasado a Chonkin por alto ese detalle, pese a la mucha prisa que se daba para no perder de vista al Hombros, cuya espalda alternativamente se ocultaba a sus ojos y reaparecía ante ellos. Una sola cosa escapaba a la comprensión de Chonkin: ¿cómo era posible orientarse en aquel extraño bosque donde no se ofrecía a la vista ni el más desvanecido de los senderos? En tal sentido se disponía a interrogar al Hombros cuando, de pronto, surgió ante ellos un alto cercado de tupido ramaje, con una angosta portilla, la cual, a la zaga de su acompañante, atravesó Chonkin dificultosamente. Tras la valla era visible una isba que Chonkin reconoció de inmediato, por mucho que lo sorprendiera encontrarla en aquel lugar. Era la isba de Niura.

Junto al porche, unos formando grupos y otros diseminados, vestidos todos con las mismas chaquetas oscuras, que mantenían desabrochadas, se encontraban en pie varios hombres, desconocidos para Chonkin. Los congregados fumaban y hablaban entre sí, lo cual resultaba patente por el movimiento de sus bocas, si bien no iba acompañado de sonido alguno. Tampoco era audible el acordeón que, sentado en el porche, desplegaba perezosamente un joven calzado con botas altas de becerro. Otro, de la misma edad, bailaba ante el acordeonista la prisiadka, sólo que a un ritmo tan lento que daba la impresión de evolucionar desmayadamente bajo el agua. También el baile se desarrollaba de forma perfectamente insonora. Ni cuando el bailarín se golpeaba las rodillas con las palmas arrancaba ruido alguno.

—¿Qué hacen ésos ahí? —preguntó Iván al Hombros, muy sorprendido de no oír su propia voz.

—¡Cierra el pico! —lo cortó el Hombros con severidad, de modo que la sorpresa de Chonkin llegó al pasmo, pues si bien había captado las palabras, no había sido por medio de las ondas sonoras, sino por algún otro procedimiento.

El que tocaba el acordeón con aire apático se hizo a un lado, dejando libre el camino. Siempre en pos del Hombros, Chonkin subió lentamente hasta el porche. Después de empujar la puerta con el pie, el Hombros cedió el paso a Chonkin. Lo que Iván encontró tras la puerta no fue el zaguán que esperaba, sino una especie de largo corredor con paredes recubiertas de blancos y relucientes azulejos, y el suelo tapizado con una alfombra roja. Chonkin y el Hombros avanzaron por la alfombra. A cada pocos pasos se mostraban ante ellos silentes figuras humanas que, surgidas ora del tabique izquierdo, ora del derecho, se detenían a mirar de hito en hito a los recién llegados para, luego, volver a refugiarse en sus paredes. Más adelante surgieron ante ellos otras personas (tal vez fueran las mismas, pues no había tenido tiempo Chonkin de parar mientes en sus facciones) de parecido aspecto que, tras mirarlos nuevamente con fijeza, se volvieron a esfumar. Y así fue sucediéndose la escena una y otra vez, y el corredor parecía prolongarse hasta el infinito.

Pero de pronto, el Hombros detuvo a Chonkin y, señalando a la izquierda, dijo:

—¡Por aquí!

Chonkin, sin saber qué hacer, parecía clavado en su sitio. Ante él se alzaba la misma pared de antes, con sus azulejos de fulgurante blancura, que reflejaban su imagen y la del Hombros. Pero no había a la vista puerta alguna ni tampoco el menor indicio de su existencia.

—¿A qué esperas? —preguntó impaciente el Hombros—. ¡Pasa!

—¿Por dónde? —preguntó Chonkin.

—Tú pasa y no temas.

El Hombros lo empujó adelante, y de forma inesperada, Chonkin se encontró atravesando la pared como si fuera de niebla, sin haber tocado nada y sin que nada lo retuviera.

Ante él apareció entonces una sala espaciosa iluminada por una luz azul celeste cuya procedencia era imposible determinar. En el centro de la sala campaba una larga mesa rectangular generosamente surtida de bebidas y manjares y atestada de invitados, abundantes como moscas.

Por el clamoreo que cundía en torno a la mesa, el estado de ánimo de los comensales y la atmósfera reinante, dedujo Chonkin al instante que era una boda lo que allí se estaba festejando. Al lanzar una ojeada a la cabecera de la mesa se convenció de que no erraba.

La presidencia estaba ocupada por Niura, que ataviada con el blanco traje nupcial, rebosaba de dicha. A su lado, como era de rigor, ocupaba una silla alta el novio: un joven que lucía una chaquetilla de terciopelo marrón y, prendido en el lado derecho, un distintivo con la leyenda «Flecha de Voroshílov». Accionando vivamente con sus cortos brazos, el novio dijo algo a Niura en tono alegre y apresurado, al tiempo que lanzaba traviesas ojeadas en distintas direcciones hasta reparar en Chonkin, a quien invitó a acercarse con un ademán sencillo y amistoso. Chonkin estudió cuidadosamente al joven, que no parecía ser del lugar ni tampoco guardaba relación con el Ejército, si bien tenía al mismo tiempo la sensación de haber estado reunido con él anteriormente, bebiendo o en otra actividad que había dado ocasión a que se conocieran.

Al ver a Chonkin, Niura se rio y bajó la vista, pero comprendiendo luego que tal conducta era una majadería, volvió a alzar los ojos en actitud desafiante, aunque como si deseara al propio tiempo disculparse. Era como si con la mirada quisiera decirle: «Tú no me hiciste una proposición semejante. Te limitaste a vivir conmigo, y de ahí no pasó la cosa. ¿A qué aguardar, pues, y qué esperar de ti? Porque el tiempo no detiene su paso, y lo que hoy no aprovechas, mañana lo tienes que lamentar… De manera que fue así como ocurrió todo».

Todo aquello suscitó en Chonkin cierto malestar. No era a causa de los celos (aunque éstos, naturalmente, desempeñaran también su papel), sino del sentimiento que en ese momento lo embargaba, que era de afrenta. ¡Pues bien podría ella haberle hablado con claridad en su momento, llamando a las cosas por su nombre! Si así lo hubiera hecho, tal vez él, reflexionando, la hubiera pedido en matrimonio. Pero no le había dicho nada; por tanto, ¿para qué lo invitaba ahora a su boda? Con intención de burlarse, sin duda alguna.

De todas formas, Chonkin no expresó nada de aquello en voz alta, ni permitió que su semblante lo manifestara, sino que, según requería la ocasión, se inclinó ante los novios y dijo con cortesía:

—Salud.

Y a continuación, haciendo una reverencia al resto de los invitados, repitió:

—Salud.

Nadie contestó, pero el Hombros lo empujó hacia un taburete que había quedado libre. Tras acomodarse en él, Chonkin lanzó una ojeada alrededor.

A su izquierda estaba sentado un hombre entrado en años y carnes, vestido con una camisa bordada, al estilo de Ucrania, ajustada con un cinturón de seda trenzada. Su cara redonda mostraba una nariz pequeña y gruesa, y espesas cejas descoloridas que le caían, lacias, sobre los ojos. La cabeza, cuya parte superior revelaba una calvicie congénita, aparecía en los lados relucientemente afeitada, con una cortadura, ya casi cicatriz, junto a la oreja derecha. En la parte central del cráneo eran visibles varias manchas, como si le hubieran estado apagando colillas en aquel lugar. Con unos ojos menudos que parecían nadar en un mar de grasa, el hombre miró bondadosamente al nuevo comensal y le sonrió con expresión acogedora.

La vecindad que encontró a su derecha le resultó a Chonkin más agradable. Estaba ocupado aquel lugar por una muchachita de unos diecisiete años, que lucía cortas trenzas con lazos en los extremos y poseía unos senos incipientes. La muchacha, que no se servía de la cuchara, sino que llevaba la boca directamente al plato, comía de él una papilla de sémola con manteca, y lanzaba a Chonkin subrepticias miradas en las que brillaban la curiosidad y la picardía. Y fue entonces cuando Chonkin reparó en que el resto de los que estaban a la mesa, al igual que su vecina, cogían del plato la comida con la boca, y que ante ellos no había tenedores, ni tan siquiera cucharas, ni, por las trazas, hacían falta para nada. «Parecen cerdos», se dijo Chonkin, y miró interrogativamente al Hombros, que se había acomodado dándole frente al otro lado de la mesa. Hizo aquél con la cabeza una señal afirmativa, como dándole a entender que todo andaba bien y que no debía ponerse nervioso, mientras su compañera de mesa, una mujer coloradota que vestía un sarafán de crespón de China, se puso a hacer extraños guiños y visajes diversos, con lo cual se turbó Chonkin, quien, sonrojado, apartó la vista hacia su vecino. Éste, sonriéndole, le dijo:

—No te azores, querido; aquí somos todos de la casa y nadie te ofenderá.

—Pero si no me azoro —protestó Chonkin haciendo acopio de valor.

—Claro que sí —insistió el vecino, incrédulo—. Lo que ocurre es que finges lo contrario pero, en realidad, estás cohibido a más no poder. ¿Cómo te llamas?

—Chonkin, Iván Chonkin.

—¿Y cuál es tu patronímico?

—Vasílievich —informó Chonkin de buen grado.

—Eso está bien —aprobó el vecino—. Hubo en tiempos un zar que se llamó Iván Vasílievich el Terrible. Seguro que has oído hablar de él.

—Algo he oído, a decir verdad —confirmó Chonkin.

—Fue un hombre bueno, sensible —explicó el comensal con emoción, mientras arrimaba a Chonkin un vaso con vodka y se procuraba otro para sí—. Bebamos, Vania.

Como siempre que bebía vodka, y a fin de que no se le atragantara, Chonkin se concentró profundamente y contuvo la respiración. Pero el aguardiente resultó carente de sabor y aroma. Era, simplemente, agua. Sin embargo, sus efectos se dejaron sentir rápidamente en la cabeza, y Chonkin, cuyo ánimo había mejorado, se sintió más libre.

El vecino le acercó un plato que contenía, a modo de entremés, pepinillos en salmuera y patatas fritas. Chonkin se puso a buscar con la mirada un tenedor y, como no lo encontrara, se dispuso a servirse con los dedos. Entonces volvió a intervenir su vecino.

—Con la boca, Vania, con la boca. Es mucho más cómodo.

Chonkin, obediente, lo ensayó y, en verdad, resultaba mucho más gustoso y agradable. ¿Para qué se habrían inventado los tenedores y cucharas de todas clases, que luego había que lavar? Eso no hacía más que complicar las cosas.

Su vecino no dejaba de mirarlo y sonreírse de la misma bondadosa manera. Por fin le preguntó:

—Lo que veo en tus solapas, Iván, ¿indica tal vez que sirves en Aviación?

Se disponía Iván a contestar con una evasiva cuando se inmiscuyó su vecina de la izquierda:

—No —explicó con una vocecilla chillona—, monta a caballo.

Chonkin quedó sorprendido. Tan joven y, sin embargo, lo sabía todo. ¿De dónde le venía esa ciencia?

—¿De verdad montas a caballo? —indagó regocijado el vecino—. Eso está bien. El caballo es una de las cosas más hermosas que existen: no usa bocina, no emite ruidos y no huele a gasolina. Me gustaría saber cuántos caballos existen en tu regimiento.

—Cuatro —dijo con voz fina la muchacha.

—Pues no son cuatro —respondió Chonkin—, sino tres. A Kobila, la que era pía de pelaje y se rompió una pata, la enviaron al matadero.

—Ésa sí fue al matadero, pero la yegua baya parió un potrillo —replicó la muchacha, en sus trece.

—No discutas con ella —aconsejó el vecino—; sabe lo que dice. Mejor será que me aclares lo siguiente: ¿corre un avión más deprisa que un caballo o, por el contrario, el caballo aventaja al avión?

—¡Vaya pregunta más tonta! —respondió Chonkin—. Cuando un avión vuela bajo, pasa así: ¡bu-u-u-uuu!, y se pierde de vista. Luego, cuando se remonta, su vuelo es lento.

—¡No me digas! —el hombre balanceó la cabeza, estupefacto, y pasó a hacer nuevas preguntas a Chonkin: cuántos años tenía, cuánto tiempo llevaba en el Ejército, qué tal era allí la comida, qué tal el vestuario, cada cuánto les renovaban los calcetines…

Chonkin estuvo respondiendo gustosa y elaboradamente hasta que se dio cuenta que estaba revelando a un perfecto desconocido una materia que, sin lugar a dudas, constituía secreto militar. ¿Cómo había podido hacer semejante cosa? ¿Acaso no se lo habían repetido suficientemente? ¿No lo habían prevenido ya de que los parlanchines son un regalo para el enemigo?

Y hete aquí que, en un alarde de insolencia, sin esconderse, el enemigo de la camisa bordada hacía correr velozmente el lápiz sobre una libreta que se apoyaba en la rodilla.

—Eh, oye, ¿qué haces? —indagó Chonkin, inclinándose de repente hacia su vecino. Y alargando la mano a la libreta, añadió—: ¡Dame eso!

—Pero ¿qué son esos gritos? —preguntó el hombre agitado, haciendo un rollo de su libreta—. ¿Por qué gritas? Vas a conseguir que la gente se alarme.

—Y tú, ¿por qué tomas notas? —insistió Chonkin con la misma vehemencia—. Mucho me da que pensar a mí uno que toma notas. Dame eso, te digo.

Se abalanzó sobre su adversario, y a punto estuvo de hacerse con el cuaderno, cuando el otro, de forma inesperada y con un rápido movimiento, se lo introdujo en la boca y, junto con el lápiz, se lo tragó en un instante.

—Desaparecido —dijo, y se sonrió ruinmente, según mostraba, separadas, las manos vacías.

—¡Ya te daré a ti yo desaparecido! —rugió Chonkin, y se lanzó sobre él, prietos los puños—. Te lo voy a sacar del buche.

Y en efecto, así se disponía a hacerlo cuando el otro, que se había protegido con los brazos, rompió impensadamente a gritar:

—¡Está amaaargo!

Recordando que se encontraban en una boda, Chonkin, que había tomado a su adversario por el pescuezo, por urbanidad también gritó: «¡Está amaaargo!». El resto de los invitados se unieron a la voz, y desde distintos lugares de la mesa rompieron en exclamaciones:

—¡Está amargo! ¡Está amargo!

El vecino de Chonkin, entre tanto, había comenzado a regurgitar, y en el fondo de la boca le asomaba ya una punta de la libreta. Chonkin, que deseaba asirla, dio la vuelta para ver si los novios estaban mirando. Pero lo que vio lo dejó sin fuerzas y sin ganas de seguir batiéndose por aquel ridículo cuaderno.

Novio y novia se alzaron ceremoniosamente de sus asientos, como es de rigor hacerlo a las voces de «Está amargo», y examinaron con la mirada a los invitados, como preguntándoles visualmente si lo que acababan de oír iba en serio o bien lo habían dicho por no encontrar mejor cosa que hacer. Después, sobreponiéndose a su turbación, el novio describió un pequeño círculo con la mano y, tras atraerse mediante un brusco movimiento la cabeza de Niura, le aplicó vorazmente los labios a la pálida boca. Un estremecimiento sacudió a Chonkin al recordar dónde, cuándo y cómo había conocido al novio; por si ello fuera poco, se dio cuenta de que éste no era otro que Borka, el jabalí, al que la guerrera de terciopelo y la divisa daban aspecto humano, aunque en el fondo fuese de casta porcina.

Quiso Chonkin gritar a la gente que abriera los ojos a lo que estaba ocurriendo, que se diera cuenta de que un jabalí estaba besando a una criatura humana, a una muchacha. Pero gritar habría sido en vano, pues reinaba allí una algarabía fenomenal, y por todas partes se oían voces de «¡Está amargo! ¡Está amargo!», y no ya sólo esa expresión, sino otra que Chonkin tampoco desconocía. Lanzó una ojeada alrededor y se dio cuenta, por vez primera, de lo que allí sucedía, y con claridad meridiana vio que los comensales no eran personas en modo alguno, sino cerdos comunes, que golpeaban la mesa con las pezuñas y gruñían, según es propio de ellos.

Ocultando la cara en las manos, Chonkin se dejó caer en el taburete. Santo cielo, ¿qué estaba pasando y en qué lugar había ido a caer? La idea de Dios no había acudido a su mente ni una vez en su vida, pero ahora se le revelaba.

El silencio le hizo abrir los ojos. Se despegó las palmas de la cara. Los cerdos lo miraban desde todas partes, calladamente, como si esperasen alguna acción de su parte. De pronto, se sintió mal. Aquellas miradas lo arredraban. Luego sintió que lo ganaba la cólera.

—¿Qué estáis mirando? A ver, ¿qué miráis? —gritó, víctima de la desesperación, según escudriñaba aquellas caras hocicudas.

Pero no suscitaron sus palabras respuesta alguna. Era como si hubieran caído en el fondo de un pozo profundo.

Chonkin se enfrentó a su vecino. El bien cebado cerdo de piel manchada, portador de la camisa con bordados de Ucrania, lo miraba sin pestañear, con sus ojos rodeados de sebo.

—¿Qué me miras tan fijamente con esos ojos, viejo puerco? —lo interpeló Chonkin, asiéndolo por los hombros y zarandeándolo—. ¿Qué me miras?

Nada respondió el vecino. Profiriendo una risita por lo bajo, se limitó a apartar con sus fuertes pezuñas delanteras las manos que Chonkin le había situado en los hombros. Chonkin, comprendiendo que de nada le valdría con él la fuerza, agachó la cabeza.

En aquel momento se dejó oír, estruendosa en el silencio, la voz del cerdo Hombros.

—¿Por qué no gruñes, Chonkin?

Chonkin volvió la cabeza hacia él, como preguntándole por qué le salía de pronto con aquello.

—No has gruñido, Chonkin —repitió el Hombros.

—Es cierto, no ha gruñido —dijo categóricamente el vecino de Chonkin, como si sólo le importara poner aquella verdad de manifiesto.

—¡No ha gruñido, no ha gruñido! —hizo retumbar por toda la sala con su voz chillona la otra vecina de Chonkin, la que lucía los lazos junto a las orejas.

En busca de refugio volvió Chonkin los ojos hacia Niura, la única que conservaba parcialmente su aspecto humano.

Ella abatió la mirada y dijo con voz apenas audible:

—Es cierto, Iván. Si no me equivoco, no has gruñido.

—Es curioso —observó Borka, el novio, cuyos alegres ojos hacían chiribitas—. Todos gruñen menos él. ¿Acaso le desagrada?

Chonkin sintió que se le secaba la boca.

—Bueno, es que…

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé —masculló Chonkin sin encontrar palabras.

—No lo sabe —chilló alegremente la vecinita joven.

—¡Que no, que no lo sabe! —proclamó con vehemencia el cerdo castrado de la camisa ucraniana.

—No lo puedo comprender —dijo Borka separando las pezuñas—. ¡Pero si gruñir es tan agradable…! Cualquiera encontraría placer en ello. Gruñe, hazme el favor.

—Gruñe, gruñe —bisbiseó la cerdita joven largando un codazo a Chonkin.

—Gruñe, Iván —aconsejó afectuosamente Niura—. Vamos, ¿qué te cuesta? Antes tampoco yo sabía gruñir, pero luego aprendí, y ahora no lo hago mal. Di «oink-oink»; el resto es fácil.

—¿Qué provecho vais a sacar con eso, eh? —increpó Chonkin casi con un gemido—. ¿Qué provecho? ¡Yo no os atosigo a vosotros! Gruñid si os apetece, pero ¿por qué tengo que hacerlo yo? No soy, como quiera que se mire, un cerdo, sino un ser humano.

—Un ser humano —jijeó la cerdita joven.

—Dice que es un ser humano —repitió perplejo el cerdo castrado de la camisa.

—¿Un ser humano? —preguntó Borka.

Tan risible había parecido la afirmación de Chonkin, que los gorrinos se pusieron todos a gruñir de placer, haciendo sonar las pezuñas en la mesa, mientras el vecino de la camisa bordada hurgaba con su hocico húmedo la oreja de Iván. Iván se llevó las manos hacia ella y encontró que había desaparecido. Su vecino, que se había vuelto con toda la calma, la masticaba pausadamente, como si fuera la hoja de un repollo cualquiera.

Asomando por detrás de Chonkin, la gorrina joven indagó, llena de curiosidad:

—¿Sabe bien?

—Es una basura —dijo el otro frunciendo el ceño al tiempo que deglutía lo masticado.

—¿Por qué una basura? —preguntó Chonkin ofendido—. ¿Acaso tu carne es mejor?

—La mía es carne de cerdo —dijo el vecino con gran énfasis—. Nada hay mejor contra el frío. Y en vez de hablar, más te valdría gruñir.

—Gruñe, gruñe —pidió con un cuchicheo la vecinita.

—Que gruñas, te dicen —subrayó el Hombros.

Chonkin se enojó.

—Oink-oink-oink —articuló, escarneciendo más que remedando a los cerdos—. ¿Satisfechos?

—No —desaprobó el Hombros frunciendo el ceño—, en absoluto. Gruñes como si te forzaran. Tiene que ser con alegría, poniendo en ello el alma, de manera que seas el primero en encontrarlo agradable. Venga, vuelve a gruñir.

—Venga —lo instó con un codazo la cerdita.

—¡Oink-oink! —gritó Chonkin, trasluciendo en el rostro una expresión de sumo deleite.

—Un momento —lo interrumpió el Hombros—. Lo que tú haces es fingir que te gusta, y nada más; pero en el fondo te desagrada. Nosotros no queremos que lo hagas a regañadientes, sino con verdadera afición. Vamos, probemos juntos. ¡Oink-oink!

Chonkin comenzó a gruñir sin ganas, pero luego se dejó llevar por el entusiasmo del Hombros, y paulatinamente fue profiriendo gruñidos más y más extáticos hasta que los ojos se le llenaron de gozosas, enternecidas lágrimas. Contagiado de ese regocijo, el común de los cerdos gruñó también y comenzó a hacer sonar las pezuñas. Entonces, la cerda de cara rojiza que vestía el sarafán de crespón se encaramó a la mesa y corrió a besar a Chonkin.

El jabalí Borka, que se había desprendido inesperadamente de su guerrera de terciopelo para cobrar aspecto netamente porcino, rompió a correr mesa abajo en un ciego galope y, ganado el otro extremo, dio la vuelta, regresó y se introdujo de nuevo en su antigua indumentaria.

Entonces se hicieron visibles, en el extremo más alejado de la mesa, unas bandejas de oro, que los cerdos asieron e hicieron avanzar de pezuña en pezuña.

«¿Será en verdad carne de cerdo?», se preguntó Chonkin estremecido. Pero su sentimiento no tardó en convertirse en auténtico espanto al ver que aquello no era en absoluto carne de cerdo, sino carne humana.

En la primera bandeja, desnudo y listo para ser atacado como plato, recubierto de cebolla y guisantes menudos, aparecía el brigada Peskov. Detrás de él, y con igual guarnición, fueron presentados Trofímovich, el almacenero y el soldado raso Sámushkin. «¡Todos ellos traicionados por mí!», recapacitó Chonkin con la sensación de que se le erizaban los cabellos.

—Sí, camarada Chonkin: al traicionar un secreto militar nos ha vendido a todos —confirmó trémulo desde su bandeja el teniente Yártsev, a quien el frío hacía frotarse con las manos las carnes violáceas—. Ha vendido usted a sus camaradas, a la patria, al pueblo y a la persona del camarada Stalin.

En aquel momento apareció una bandeja que contenía al aludido. En una mano sobresaliente del plato sostenía Stalin su famosa pipa. Una sonrisa sutil y astuta afloraba bajo sus bigotes.

Presa del pánico, Chonkin derribó el taburete y se precipitó hacia la salida, pero tropezó y cayó al suelo. Se aferró a una jamba de la puerta y arañó, intentando ponerse en pie, pero no lo consiguió. Entonces hizo acopio de todas sus fuerzas y, ejecutando una inverosímil pirueta, se golpeó dolorosamente la cabeza contra el ala del avión…

El día era claro y soleado. Sentado bajo el aparato, y según se frotaba la magulladura de la cabeza, Chonkin no conseguía comprender de modo alguno lo ocurrido. Alguien, sujetándolo por el pie, no dejaba de tirar. Al volverse, vio a Borka; no el que vestía la guerrera de terciopelo sentado a la mesa nupcial, sino el sucio jabalí (que ahora, visiblemente, acababa de salir de un charco) que siempre había conocido. El animal, que había aferrado con los dientes una de las deshechas polainas de Chonkin, tiraba de ella, hincadas en tierra sus cortas patas delanteras, al tiempo que profería unos gruñidos que denotaban su satisfacción.

—¡Largo de aquí, bestia inmunda! —gritó Chonkin a pleno pulmón.

Y poco faltó para que perdiera el conocimiento.