13

—La Tierra —le había explicado a Chonkin en cierta ocasión su vecino Gládishov— tiene la forma de una esfera, y se mueve constantemente en torno al Sol y sobre su propio eje. Nosotros no tenemos noción de ese movimiento porque giramos al mismo tiempo.

Aquello de que la tierra daba vueltas lo había oído Chonkin anteriormente. Alguien, aunque no recordaba con exactitud quién, se lo había dicho. Lo que no comprendía era cómo acertaba la gente a mantenerse sobre aquella esfera y por qué no se derramaba el agua de los mares.

Corría ya la tercera semana de su estancia en Krásnoie, pero Chonkin no había recibido noticia alguna de la unidad a que estaba afecto. Las botas comenzaban a agujereársele, pero, aun así, ni por aire ni por tierra llegaba nadie a la aldea, y nadie, tampoco, le había dado instrucciones que le permitieran afrontar el futuro. Lo que, por supuesto, Chonkin ignoraba era que Niura no había llegado a enviar la carta que le había confiado, dirigida al regimiento. En la esperanza de que el mando se hubiera olvidado de la existencia de Chonkin, y no deseando recordársela, aun a costa de una provisión de víveres, por espacio de varios días llevó en su saca de lona la misiva y, al fin, a espaldas de Chonkin, la quemó.

En el mundo, entre tanto, se habían producido acontecímientos que, momentáneamente, en nada afectaban a la muchacha ni al soldado.

El 14 de junio se celebró en el cuartel general de Hitler una reunión cuyo propósito era perfilar los últimos pormenores del llamado plan Barbarroja.

Ni Chonkin ni Niura sabían nada en absoluto de ese plan. A ellos los embargaban sus propias preocupaciones, que les parecían de mayor importancia. Niura, por ejemplo, no sólo presentaba en los últimos días un semblante macilento, sino que se había quedado flaca como un hueso, y sólo con esfuerzos conseguía mantenerse en pie. Aunque solían acostarse temprano, Chonkin no le daba descanso. La despertaba varias veces en el curso de la noche para satisfacer sus instintos, y también durante el día, apenas atravesaba fatigada el umbral, se le echaba él encima como una fiera hambrienta y, sin darle siquiera tiempo de quitarse del hombro la cartera, la arrastraba hasta la cama. Y si en alguna ocasión buscaba ella refugio contra estos ataques en el pajar o en el gallinero, también en esos lugares la localizaba Chonkin, y la cosa no tenía remedio. Al escuchar las cuitas de Niura, Ninka Kúrzova se limitó a reír, si bien, en el fondo, la envidiaba, porque ella se las veía y se las deseaba para despertar una vez por semana el mismo apetito en su esposo, Nikolái.

Pero el mismo día en que se daban los últimos toques al plan Barbarroja, entre Chonkin y Niura se produjo tal malentendido que el solo hecho de explicarlo resulta embarazoso.

La cosa sucedió hacia el anochecer. Niura, que de regreso de la unidad administrativo-territorial de la zona, y después de repartir el correo, se había entregado por dos veces a Chonkin, se encontraba atareada con la limpieza de la isba, mientras que él, para no estorbarla, había salido, provisto de una pequeña hacha, a reformar la valla.

Tras enderezar un poste, Chonkin se alejó unos pasos para examinar el trabajo a distancia. «Desde luego —se dijo, satisfecho del resultado—, soy un portento; cualquier cosa que haga me sale de maravilla».

También Niura, después de lanzar una ojeada por la ventana, se sentía satisfecha. Desde la aparición de Iván, todo en la casa, paulatinamente, había comenzado a funcionar como era debido. No humeaba ya la estufa; la puerta ajustaba bien; la hoz, enderezada, mostraba nuevo filo… Bastaba fijarse en las minucias, como aquella cuchilla para sacar el barro de las botas; ¿por ventura podía encontrarse semejante utensilio en una casa sin hombre?

Un hombre que, como el suyo, mejor o peor, permanecería largo tiempo a su lado o acaso partiría pronto. Y no sólo el que la ayudase en las cosas de la casa era grato; también lo era el tenerlo a su lado, más tarde, en la cama. Grata era la simple sensación de su presencia y el poderle decir a una amiga, si se terciaba: «Ayer, mi Iván se subió al tejado para limpiarlo y, con el aire que soplaba, se resfrió un poco, pero lo alivié con leche bien caliente…». O incluso: «Pues lo que es mi Iván, bebe como un condenado y, de pronto, te echa mano del ujvat[5] o del atizador y se lía a golpes con lo que encuentre. ¡Como que no queda un plato sano en la casa!». Todo esto así, como si se quejase, cuando por el contrario se sentía orgullosa de ello. Y aunque no pudiese decir de él que hubiera inventado la locomotora o desintegrado el átomo, no por eso dejaba de adornarle el mérito de haber aparecido en su vida, y aquello era ya motivo bastante para dar las gracias. ¡El hombre de una…! A algunos no había por dónde cogerlos: tuertos, gibosos, despilfarradores, capaces de dar a la mujer y a los hijos palizas de muerte… Cualquiera, en tal caso, se diría: «Pero ¿qué ve esa mujer en él? ¿Por qué no lo planta en la calle, y borrón y cuenta nueva?». Sin embargo, ella lo conservaría a su lado ¡porque era su hombre! No el de ésta ni el de aquélla, sino el suyo. Bueno o malo, ¡el hombre de una!

Tras una nueva ojeada a la ventana, Niura se quedó pensativa. Llevaban ya algún tiempo viviendo juntos y se había habituado a él; le había entregado el corazón. Pero ¿era esto juicioso? ¿No estaría cercana la hora de tener que desprenderse de él, por más que le doliera? Volvería entonces aquel antiguo orden de cosas, aquel regresar a casa a encerrarse entre cuatro paredes. Y con las paredes no se puede hablar o, en todo caso, no se recibe contestación.

Chonkin había enderezado el último poste de la esquina y, hacha en mano, retrocedió un par de pasos. No estaba mal. Se veía igualado. Hincó el hacha en un madero y se sacó del bolsillo el papel de diario y la alcuza en que guardaba su tabaco casero, encendió un cigarrillo y golpeó con los nudillos la ventana.

—¡Oye, Niurka, a ver si acabas pronto con los arreglos que, en cuanto entre, nos vamos a dar un revolcón!

—¡Largo, monstruo pervertido! —lo repelió ella con fingida, cariñosa rudeza—. ¿Cuántas veces puedes hacerlo?

—Cuantas quieras —le contestó Chonkin—. Si no fuera por no enojarte, me pasaría haciéndolo día y noche.

Niura se limitó a hacer un ademán de rechazo. Iván, apartándose de la ventana, se puso a pensar en lo que iba a ser su vida en el futuro, y en aquello estaba cuando casi se asustó o, por lo menos, el sobresalto lo hizo estremecerse, al oír una voz junto a sí:

—Eh, soldado, ¿es que no invitas a fumar?

Al alzar la mirada vio a su lado al Hombros, que regresaba de pescar. La caña en una mano, en la otra sostenía una varita con pescados ensartados. Habría unos diez, y eran todos muy pequeños.

Chonkin echó mano de la alcuza y el papel de diario, y se los tendió al Hombros, al tiempo que preguntaba:

—Y bien, ¿qué tal se ha dado la pesca?

El Hombros dejó la caña apoyada en la valla, sujetó bajo el brazo la vara con los pececillos y, según liaba el cigarro, exclamó con fastidio:

—¡Como si se pudiera llamar pesca a esto! Un desastre, eso es lo que es, y no pesca. Se los daré al gato y él, por lo menos, se llenará la panza. Antes, con cucharilla, se podían pescar lucios de este tamaño —y, después de encender con el de Iván su cigarrillo, se llevó la mano derecha al hombro izquierdo y, alzando ese brazo, indicó gráficamente cómo eran los lucios de grandes—. Pero ahora no encuentras un lucio ni a la de tres. Se los habrán comido, digo yo, las carpas. Y tú, ¿qué? ¿Aún con Niurka? —preguntó dando, sin más ni más, un giro a la conversación.

—Con Niurka, sí señor —le respondió Iván.

—¿Y piensas quedarte con ella cuando acabes el servicio? —siguió sonsacándole el Hombros.

—Todavía no lo tengo decidido —respondió con aire pensativo Iván, que no sabía si era apropiado confiar sus dudas a una persona a la que apenas conocía—. Niura, desde luego, es una chica que vale y de buen ver, pero por otra parte, yo también soy joven y es preciso que primero me oriente, que sepa qué quiero en la vida. Luego ya habrá tiempo de formalizar legalmente las relaciones…

—Pero ¿qué más quieres orientarte? —replicó el Hombros—. ¡Cásate y listo! Si lo miras bien, Niura tiene casa y vaca propias. ¿Dónde piensas encontrar algo parecido?

—Sí, en eso llevas razón…

—Que te lo digo yo: cásate. Niurka es una buena chica. No encontrarás quien te hable mal de ella. Con todo el tiempo que lleva viviendo sola, nunca ha tenido un enredo con nadie y jamás ha vivido con ella ningún hombre. El único que se le ha acercado ha sido Borka.

Chonkin se puso en guardia.

—¿Qué Borka es ése? —inquirió.

—¡Pues qué Borka va a ser! Su jabalí… —aclaró con deleite el Hombros.

Fue tanta la sorpresa de Chonkin, que se le atragantó el humo del cigarrillo. Arrojó el pitillo al suelo, y luego lo pisó con el tacón.

—Déjate de majaderías —dijo con enojo—. ¿Qué es ese cuento del jabalí?

—¿Por qué te pones así? No hay nada de malo en lo que he dicho. Una mujer que vive sola, es cosa sabida, tiene también sus necesidades. Piensa un poco y lo verás claro. Hace un siglo que ese animal tendría que estar convertido en carne y, sin embargo, ella se niega a sacrificarlo. ¿Por qué? ¡Salta a la vista! ¿Cómo iba a deshacerse del jabalí, si le sirve de compañero? Porque duermen como marido y mujer, bajo la misma manta… Pero, aparte de eso, puedes preguntar a cualquiera en la aldea, que todos te darán la misma respuesta: Niurka es una chica como no las hay.

Satisfecho del efecto de sus palabras, el Hombros recuperó su caña y, sin prisa alguna, dando largas chupadas al cigarrillo, continuó su camino. Chonkin, por su parte, se quedó plantado donde estaba y durante un buen rato, boquiabierto, siguió con mirada perpleja la figura del Hombros sin saber qué actitud adoptar ante lo que acababa de oír.

En el interior de la isba, Niura fregaba el suelo, con las faldas recogidas. La puerta se abrió de par en par, mostrando en el umbral la figura de Chonkin.

—Espera, que estoy fregando —dijo Niura sin advertir el estado de alteración en que él se encontraba.

—Me da igual —dijo Chonkin, al tiempo que se encaminaba, con las botas sucias de barro, a la percha donde tenía colgado el fusil.

Niura se disponía ya a soltar un grito cuando advirtió que algo trastornaba a Chonkin.

—¿Qué te ocurre? —lo interrogó.

—Nada —respondió él según se hacía con el arma, cuya recámara abrió para comprobar el contenido de munición.

Niura, todavía con el trapo que utilizaba para fregar en la mano, se colocó ante la puerta.

—¡Déjame pasar! —ordenó él acercándose, fusil en ristre, y haciendo por apartarla con la culata, como si se sirviera de un remo.

—Pero ¿qué te ha dado? —preguntó alzando la voz al tiempo que miraba a Chonkin a los ojos—. ¿Por qué coges el fusil?

—Déjame pasar, te digo —repitió Chonkin empujándola con el hombro.

—Dime para qué lo quieres —insistió ella, en sus trece.

—De acuerdo, te lo diré —respondió Chonkin, quien, tras descansar el arma en el suelo y apoyársela en la pierna, buscó con los suyos los ojos de Niura—. ¿Qué ha habido entre Borka y tú?

—Pero ¿qué dices? ¿Con qué Borka?

—Sabes perfectamente con cuál. Con el jabalí. ¿Lleváis mucho tiempo viviendo juntos?

Niura hizo por sonreír.

—Supongo que hablas en broma, ¿verdad, Iván?

—¿En broma? ¡Ya verás tú la broma! —respondió él tomando el arma y alzando la culata como para pegar—. Será mejor que me digas desde cuándo te entiendes con él.

Niura le dirigió una mirada de incredulidad y asombro extremos, como esforzándose por discernir si había perdido él la razón o era ella, por el contrario, la que estaba loca, pues su pobre entendimiento no podía captar el sentido de lo que acababa de oír.

—¡Santo Dios! Pero ¿qué sucede aquí? —preguntó Niura con voz lastimera.

Dejó resbalar el trapo al suelo, se asió con las manos mojadas la cabeza y dio unos pasos hasta la ventana; se sentó en el banco y se puso a llorar con voz queda e impotente, como lo haría un niño enfermo al que no quedaran fuerzas para gritar su dolor.

Chonkin no esperaba tal reacción a sus palabras. Desconcertado, todavía de pie ante la puerta entreabierta, no sabía qué hacer. Por último, dejó el arma apoyada en la pared y fue junto a Niura.

—Mira, Niura —dijo después de un silencio—, si ha habido algo entre vosotros, no te diré nada. Lo mato y listo; no se hablará más del asunto. Por lo menos tendremos carne, aunque sea ésa. Correteando por la calle, como un perro, no hace nada, como no sea comerse un pan que maldito el provecho.

Niura seguía llorando, y Chonkin no sabía determinar si lo había escuchado. Acariciándole los cabellos con la palma callosa, y tras un instante de reflexión, planteó de otra forma sus palabras.

—Y si no ha habido nada entre vosotros, dímelo, Niura. No lo pregunto por malicia, sino a buena fe. El Hombros me lo ha dicho sin querer, y yo lo he repetido, también sin darme cuenta. La gente de las aldeas es así, mala e innoble, y si una chica o una mujer vive sola, se suelen decir de ella cosas para todos los gustos…

Lejos de apaciguarla, las palabras de Chonkin actuaban en Niura a la inversa. Abandonada ahora a un llanto estridente, se dejó caer en el banco cuan larga era, se asió a él con ambas manos y comenzó a proferir sollozos que la sofocaban y sacudían todo su cuerpo.

Desesperado, Chonkin salvó de un salto la distancia que los separaba, y después, víctima de gran agitación, cayó al suelo de rodillas. Forzando entonces a Niura a desasirse del banco, le gritó en plena cara:

—Pero ¿qué pasa contigo, Niura?, ¿quieres decírmelo? ¿No te das cuenta de que ha sido sin mala intención? Nadie me ha dicho nada; he sido yo quien lo ha inventado todo, por bromear. Un idiota, Niura; eso es lo que soy yo, un idiota, ¿me oyes? Vamos, golpéame; dame con la plancha en la cabeza, si quieres, pero no llores más.

Y, en efecto, tomó la plancha que se encontraba bajo el banco y se la puso a Niura en la mano. Ella rechazó el objeto violentamente y, de no haberse apartado Chonkin con un movimiento reflejo, la plancha le habría alcanzado el pie. Realizada la brusca acción, Niura, por extraño que parezca, comenzó a serenarse y guardó silencio. Sólo sus hombros seguían sacudidos como por espasmos.

Chonkin corrió a la parte delantera de la casa y regresó con un cuenco lleno de agua. Niura tomó un trago haciendo sonar los dientes en el metal de la vasija, que luego dejó a su lado, en banco. Se sentó a continuación y, tras enjugarse las lágrimas con el delantal, preguntó casi con calma:

—¿Quieres comer?

—No vendría mal —contestó jovialmente Chonkin, satisfecho de haber salvado la situación.

A él mismo le parecían ahora ridiculas sus sospechas. ¿A quién se le habría ocurrido dar crédito a semejante disparate?

Y el culpable no era sino el Hombros, maestro en soliviantar a la gente.

Salió a la calle en busca del hacha para guardarla en el zaguán, y cuando pasaba ante la puerta que daba acceso al establo desde la isba, percibió el ronco gruñido de Borka. Sobre su espíritu se cernió de nuevo la sombra de la duda. Intentó rechazarla, pero sin resultado.

Niura había dispuesto en la mesa dos cuencos de leche humeante que todavía conservaba el olor de la vaca, y en aquel momento se afanaba con el ujvat tratando de sacar del horno un pucherillo que contenía patatas. Chonkin acudió a ayudarla y después tomó asiento ante la mesa.

—Mira, Niura —dijo al tiempo que atraía la leche hacia sí—, te enfades o no, mañana mato a Borka.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? El porqué es lo de menos. Lo cierto es que entre la gente del pueblo corren esas habladurías, y lo que corresponde es sacrificarlo para terminar con los comentarios.

Chonkin dirigió a Niura una mirada cautelosa, pero esta vez, ella no se puso a llorar. Después de servir las patatas en los platos, empujó uno hacia Chonkin, atrajo el otro hacia sí y, por último, rompió a hablar con vehemencia:

—¿Y crees que con matarlo conseguirás que la gente deje de hablar? ¡Ay, Iván, qué poco conoces a los aldeanos! Ya verás cómo se ponen a gañir de puro contento. Ya escucharás las conversaciones… Estoy oyendo sus palabras: «¿Y por qué habrá matado al jabalí de buenas a primeras?». «Bien claro está. ¿Pues no dormía Niura con él?». Y cuanto más hablen, más liarán las cosas. Lo que no diga uno, lo añadirá el otro. Y así hasta inventar cosas que ni en las novelas… «Niura se fue a ordeñar la vaca de noche, dejando a Iván en casa. Pasó tiempo y más tiempo, y Niura seguía sin aparecer… Y entonces él se dice: “Voy a echar una ojeada, no sea que se haya quedado dormida”. De manera que se fue para el establo y ¿cómo diríais que encontró a Niura…?».

—¡Cierra la boca! —la interrumpió él con un grito, al tiempo que apartaba de un manotazo el cuenco, con lo cual la leche se derramó por la mesa.

El cuadro esbozado por Niura lo había impresionado no menos que si hubiera visto la escena con sus propios ojos y, haciendo caso omiso de los argumentos con que ella intentaba convencerlo, montó de nuevo en cólera y se abalanzó hacia el fusil que permanecía apoyado junto a la puerta, con lo cual cayó a tierra el banco que le daba asiento. Pero Niura se le había anticipado, plantándose ante la salida con la gravidez de una estatua, y Chonkin no encontró fuerzas suficientes para desplazarla. Así se repitió la escena todavía reciente.

Empujando a Niura con el hombro, conminó Chonkin:

—¡Déjame pasar!

A lo cual respondió ella:

—¡Ni hablar!

Él, en sus trece, insistió:

—¡Que me dejes!

Y ella, sin dar el brazo a torcer, se mantuvo firme:

—¡Que no!

Al fin, fatigado, Chonkin se sentó en el banco y se apoyó el arma en las rodillas.

—Salta a la vista, Niura, que no miente tanto el Hombros al hablar de ti —dijo con saña—, pues si entre Borka y tú no hubiera habido nada, no le mostrarías ese apego. Hace un siglo que el animal tendría que estar convertido en carne y lardo y tú, sin embargo, no dejas de cuidarlo. Y si las cosas van a seguir así, tú y yo, naturalmente, no podemos vivir juntos. Eso quiere decir que lo uno o lo otro: o el jabalí o yo. Te doy cinco minutos para pensarlo. Pasado ese tiempo, recojo mis bártulos y ¡a respirar mejor aire!

Lanzó una ojeada al reloj de pared que pendía de la pared opuesta a la puerta para comprobar la hora y, reclinada en la mano la cabeza, se volvió de espaldas a Niura para aguardar su decisión. Ella se hizo con el taburete y buscó asiento junto a la puerta. Así permanecieron, sentados y en silencio, como cuando en una estación, dichas ya todas las palabras preparadas de antemano y sin más recurso que los besos de despedida, se anuncia de pronto que el tren lleva dos horas de retraso.

Pasaron cinco minutos justos, largos, y luego seis.

Chonkin se volvió para mirar a Niura y preguntó:

—Y bien ¿qué has decidido?

—¿Qué puedo hacer? —se lamentó ella acongojada—. Eres tú mismo, Vania, quien lo ha decidido todo, de manera que haz lo que te parezca. Pero a Borka no dejaré que lo mates. A ti te conozco hace dos semanas mal contadas, y él lleva conmigo más de dos años. Cuando lo traje, apenas si tendría tres días. Lo estuve alimentando con biberón, lo bañé en la tina de la ropa y, cuando tenía dolores, le ponía en la tripita una bolsa de agua caliente. Ahora, te rías o no, para mí es como un hijo. No hay nadie por quien sienta él más cariño, y por eso me acompaña al trabajo y me espera cuando vuelvo a casa. Con cualquier tiempo, nieve o llueva, aunque los caminos estén intransitables por el barro, en cuanto acabo de rodear la colina ya está él allí, corriendo a mi encuentro. Y en ocasiones se me oprime el corazón, me arrimo a él y me pongo a llorar como una tonta, no sé si de dolor o de alegría, aunque lo más probable es que sea de ambas cosas al mismo tiempo. A ti, Vania, me he acostumbrado ya y he llegado a quererte como si fueras mi propio esposo. Pero hoy estás aquí y mañana estarás quién sabe dónde. Tú encontrarás otra mujer, mejor y más bonita, mientras que para Borka no existe nadie mejor que yo en el mundo. Y cuando me quede sola, él correrá a mi lado, a frotarse la oreja en mi pie. Y siempre es una alegría sentir a un ser vivo al lado.

Las palabras de Niura habían causado una profunda emoción en Chonkin, pese a lo cual se resistía a ceder porque, en lo tocante a las mujeres, estaba firmemente convencido de que ceder una sola vez significaba la perdición: en lo sucesivo, quedaba uno bajo su dominio.

—No hay que desdeñar lo que dice la gente, ni negar que lo que dice es una verdadera vergüenza. ¿Qué hacemos entonces, Niura?

—Mira, Vania, eso es cosa tuya.

—Bien, Niurka, de acuerdo —dijo, según se colgaba de un brazo fusil, capote y macuto, y acercándose a la muchacha—. Pues me voy.

—Vete —dijo ella, los ojos fijos en una esquina de la estancia, con una mezcla de desapego y resignada amargura.

—No me acompañes —dijo él.

Y salió al camino.

Comenzaba a anochecer. El cielo estaba tachonándose con las primeras, minúsculas estrellas. Un altavoz adosado a un poste cercano a la oficina reproducía la música de la radio. Eran las canciones de Dunaievski, a las que había puesto letra Liébedev-Kumach.

Chonkin dejó caer sus pertenencias junto al avión, se sentó en el ala del aparato y se puso a pensar en la volubilidad de la fortuna. Recientemente, apenas una hora antes, era él un hombre dichoso, cabeza, aunque transitoriamente, de una casa y de una familia. Y de pronto, todo se había venido abajo, se había esfumado, dejándolo de nuevo solo, sin hogar y encadenado a un avión descompuesto como un perro a su caseta. Con la diferencia de que el perro de la caseta se habría encontrado en posición más ventajosa que la suya, pues, dada su condición de animal, por lo menos lo alimentarían. A él, por el contrario, lo habían abandonado a su suerte sin que supiera a ciencia cierta si pensaban rescatarlo.

El asiento que le procuraba el ala en declive no sólo era incómodo, sino que al poco resultó, además, frío. Chonkin se dirigió al pajar que se levantaba en el huerto y, tras procurarse unas brazadas de heno, formó con ellas un lecho. Tendido en él y cubierto con el capote, se dispuso a dormir.

El acomodo que había encontrado no era de lo peor o, cuando menos, el hábito se lo hacía aceptable. Por otro lado, pensaba que Niura no tardaría en salir a su encuentro para disculparse y rogarle que volviera. Sin embargo, él le contestaría: «No, por nada del mundo. Tú misma te lo has buscado». Porque la cosa no era, desde luego, para menos… Jamás había pensado que llegaría a estar celoso, ¡y mucho menos por una causa semejante! Los gruñidos de Borka, que llegaban a él desde el establo, lo movieron a formarse la imagen visual de Niura yaciendo a su lado, y se sintió embargado por el asco. Era preciso, pasara lo que pasase, matar a aquel animal. Así pensaba Chonkin, pero, por una razón no determinada, ni la cólera ni el deseo que sentía de realizar aquella acción bastaban para empujarlo a realizarla en aquel momento.

Después de las canciones de Dunaievski transmitieron las últimas noticias, seguidas por un comunicado de la agencia TASS.

«A lo mejor dicen algo del cienciamiento», pensó Chonkin, para quien la palabra licenciamiento excedía, incluso mentalmente, las posibilidades de pronunciación.

Pero el comunicado se refería a un tema bien distinto:

—Alemania —decía el locutor con perfecta articulación— observa los preceptos del pacto germanosoviético de no agresión con la misma escrupulosidad que nuestra propia nación, por lo cual, y en opinión de círculos soviéticos, pueden considerarse carentes de todo fundamento los rumores que le atribuyen el propósito de violar el pacto e invadir el suelo de la Unión Soviética…

«Eso del suelo —se dijo Chonkin— no resulta claro. Suelos los hay de muchas clases. Está, por ejemplo, la tierra arcillosa, que no vale para nada. Mientras que, si es seca y está mezclada con arena, es la mejor que existe para las patatas. Aunque, desde luego, no hay nada que se pueda comparar a la tierra negra. Ésa es buena para el trigo y para cualquier clase de siembra…».

Al pensar en el trigo sintió un vacío doloroso en la boca del estómago. Bien mirado, no tenía por qué haber perdido así los estribos. El Hombros, probablemente, había dicho aquello con una razón preconcebida, y él, como un tonto, se lo había creído todo. Y ahora, ¿qué? Ahora, a vivir por sus propios medios, aunque no tuviera ninguno y sintiese un hambre espantosa.

Entre tanto, la noche había caído por completo y el cielo se mostraba por doquier cuajado de estrellas. Casi le parecía que podría rozar una de ellas, de color amarillo, la más brillante, que aparecía suspendida justo en el horizonte, con sólo adelantar un poco la mano en su dirección. Gládishov decía que todos los cuerpos celestes giran y se desplazan en el vacío. La estrella, sin embargo, permanecía inmóvil. Fija siempre en el mismo lugar; no pudo Chonkin, por más que se lo propuso, discernir en ella el menor movimiento.

La radio, que había empezado a retransmitir música ligera, emitió de pronto un ronquido, y más tarde se silenció, pero en ese justo momento, el sonido de un acordeón acudió a relevarla, y la voz de alguien que alentaba insatisfechas pretensiones de bajo clamoreó de uno a otro lado de la aldea:

Una madre tuvo un golfo

y Golfo lo llamó.

Afiló un cuchillo

Y al golfo se lo entregó.

En este punto surgió la voz aguda de una mujer que, desde un lugar indeterminado, gritaba:

—Katka, perra desdichada, ¿vas a volver a casa o no?

Más tarde, el del acordeonista atacó «El mar se extendía largo y ancho», desfigurando desvergonzadamente la melodía, lo cual se debía sin duda a que no acertaba, en la oscuridad, a colocar los dedos en los registros necesarios.

Calló luego el acordeón, y se dejaron oír otros sonidos, hasta aquel instante imperceptibles: el grito agudo del ratón de campo, el canto del grillo, el crujido del heno bajo el peso de la vaca y el cloqueo de las gallinas que, en algún lugar, alborotaban en somnolienta alarma.

Después se oyó el rechinar de una puerta. Chonkin aguzó el oído. Pero no era la puerta de la casa de Niura, sino la de la vivienda vecina. Gládishov salió al porche, permaneció en pie durante cierto tiempo, esperando, tal vez, a que sus ojos se habituasen a la oscuridad y, después de suspirar audiblemente y dando chupadas a un pitillo, con pasos que la fatiga había hecho grávidos, se encaminó por entre los arriates hacia el water-closet. De regreso, volvió a detenerse en el porche un instante, tosió un poco y, tras escupir el cigarrillo, volvió a la isba. A poco de haber entrado él hizo su aparición Afrodita para orinar apresuradamente en las inmediaciones del porche. Luego, cuando la mujer hubo cerrado la puerta a sus espaldas, Chonkin la oyó afanarse larga y ruidosamente con el cerrojo.

Niura no salió a pedirle perdón ni, por las trazas, tenía intención de hacerlo.