Después de atar el caballo junto a la portilla lateral de la casa de Niura, Gólubiev, el presidente del koljós, subió los peldaños que conducían al porche. Decir que llevó a cabo esta acción con plena presencia de ánimo sería inexacto. Bien al contrario, al entrar en casa de Niura experimentó la misma agitación que en sus visitas al primer secretario del comité del distrito. Pero habiendo decidido, cuando todavía se encontraba de camino hacia la casa, entrar en ella, no estaba dispuesto a desistir de su propósito.
Después de llamar a la puerta, y sin esperar autorización, abrió. Al verlo aparecer, Chonkin, sobresaltado y aturdido, se puso a registrar la habitación con la mirada en busca de un escondite para el bastidor.
—¿Le interesan los trabajos manuales? —indagó el presidente con cortesía no exenta de recelo.
—Cualquier ocupación es buena con tal de no estar ocioso —respondió Chonkin dejando caer el bastidor en el banco.
—Eso es muy cierto —dijo el presidente, que, plantado junto a la puerta, no sabía cómo continuar la conversación—. Pues no está mal…
—Mal o bien, como quiera que esté, así vamos a dejarlo —respondió Chonkin en tono de broma.
«Éste es un hueso y no va a ser fácil que suelte prenda», se dijo el presidente. Decidido a abordar a su interlocutor por otro flanco, optó por las cuestiones de política exterior.
—Dicen los diarios —comenzó cautelosamente, según se acercaba más a la mesa— que los alemanes han vuelto a bombardear Londres.
—¡Y qué no dirán los diarios…! —respondió Chonkin para evitar una respuesta directa.
—¡Bien lo puede usted decir! —subrayó Gólubiev poniendo en juego toda su astucia—. ¡La de infundios que se publican!
—¿Y cual es el motivo de su visita? —sondeó Chonkin, que presentía una encerrona.
—¿Motivo? ¡Ninguno! —respondió el presidente con indiferencia—. Me he dejado caer para ver cómo le van las cosas; eso es todo. ¿Envía usted denuncias por escrito? —añadió, al advertir encima de la mesa el sobre con señas que respondían a un destino militar.
—No; escribo por escribir. ¡A quién se le ocurre…!
«¡Qué inteligencia la de este hombre! —se admiraba para sus adentros el presidente—. Lo aborde por donde lo aborde, siempre contesta de tal forma que es imposible sacar nada en claro. Seguro que posee estudios superiores. A lo mejor, hasta sabe francés».
—Ques quesé? —prorrumpió inesperadamente, y para sorpresa propia, con las únicas palabras francesas que conocía.
—¿Cómo? —preguntó Chonkin mirándolo con unos ojos asustados cuyos pestañeantes párpados se habían vuelto rojos de pronto.
—¿Ques quesé? —repitió, obstinado, el presidente.
—Pero ¿qué dice usted? ¿De qué habla? —Chonkin empezó a inquietarse y se lanzó, en su turbación, a caminar por la estancia—. Mire, mejor será que se deje de galimatías. Lo que tenga que decir, dígalo como es debido; si no, mejor que se calle, que tampoco yo me ando con tapujos con usted.
—Desde luego, ¡sin ningún recoveco! —coreó el presidente, decidido ya a pasar al ataque—. Pues ¿qué nombre se da a una vigilancia que le organizan a uno en su propia casa? Ustedes pensarán: «Son lerdos; no se darán cuenta…». Hoy en día, hasta los lerdos se han vuelto inteligentes; no se nos escapa nada. Es posible que aquí fallen muchas cosas, pero deficiencias las hay en todas partes. ¿Qué me dice, por ejemplo, de lo que pasa en koljoses como el Voroshílov o el que lleva el nombre de Testamento de Ilich? No salen ellos mejor parados que nosotros. Y si lo que me echan en cara es la siembra que hicimos el año pasado en una tierra impracticable por la helada, le diré que en eso nos limitamos a cumplir órdenes. ¡Las dan desde arriba, y luego es el koljosiano el que paga los platos rotos! Y eso por no decir nada del presidente. ¡Luego llega usted aquí, en su avión, y se pone a escribir cartas! —gritó Gólubiev, cada vez más enardecido—. Pues escriba, escriba cuanto quiera. Diga también que el presidente del koljós ha convertido en un desbarajuste los intereses comunales, ¡y que es un borracho! Diga que hoy, como todos los días, he bebido y me huele el aliento —e inclinándose sobre Chonkin, se lo echó directamente en la cara.
Chonkin se apartó.
—Bueno, verá —dijo con ánimo de justificarse—, no estoy aquí por mi gusto, sino cumpliendo órdenes también yo.
—Cumpliendo órdenes, sí señor, ¡por ahí podía haber empezado! —replicó el presidente en tono que se habría dicho de regocijo—. Por ahí, y no escondiéndose en la casa como una rata, disfrazado de mujer. ¿Y cuáles son esas órdenes? ¿Retirarme el carnet de miembro del Partido? ¡Se lo doy! ¿Enviarme a la cárcel? ¡Iré de mil amores! Es preferible la cárcel a este tipo de vida… Seis hijos pequeños tengo. Pues bien: ¡cada uno con su hatillo y a pedir limosna por las aldeas! Ya encontrarán la manera de llevarse un mendrugo a la boca. ¡Escriba usted! —estalló, a guisa de despedida, y salió dando un portazo.
Hasta que llegó a la calle no se dio cuenta de lo que había hecho; entonces comprendió que no le esperaba nada bueno después de semejante actuación.
«¡Bien está! —se dijo con rabia mientras desataba el caballo—. Suceda lo que suceda, mejor será enfrentarse a ello sin más dilaciones que esperar el golpe un día tras otro, siempre paralizado por el miedo».
Vólkov, el contable, estaba esperándolo en la administración del koljós con un balance fiscal. El presidente lo firmó sin mirarlo siquiera, abandonado a un deleite del que formaba parte el deseo de venganza. ¡Ojalá contuviese el documento algún punto oscuro! Todo le era ya indiferente.
Despachado aquel asunto, dio orden a Vólkov de preparar un justificante de caja para la compra de pinceles y pinturas destinados a la confección del diagrama de que le había hablado Borísov. Después, pidió al contable que se retirase.
Una vez solo, y más dueño ya de sí, se consagró a ordenar el revoltijo de papeles que cubría la mesa. El desorden era total, y se aplicó en distribuir los documentos en montones. En primer lugar agrupó los que, listos para su despacho, no habían sido cursados todavía, y en otro montón dispuso los que estaban pendientes de trámite. Reunió asimismo los papeles cuyo carácter podía considerarse fiscal, e hizo lo propio con las declaraciones presentadas por los miembros del koljós.
Se encontraba dedicado a esta tarea cuando su atención se vio distraída por un diálogo audible a través del tabique que separaba el corredor de su gabinete de trabajo.
—¿Sabes que cuando entras por primera vez en una celda te ponen una toalla limpia bajo los pies?
—Y eso ¿por qué?
—Está bien claro: el que visita la cárcel por primera vez intenta dar un rodeo y evitar la toalla, mientras que si ya tiene historial, se limpia los pies en ella y la tira al cubo de basura.
—Lástima de toalla…
—Más lástima de ti, si se te ocurre evitarla: te has ganado lo que llaman la… He olvidado cómo se dice… La…, la novatada.
—Y eso ¿qué es?
—En principio, te hacen buscar la quinta esquina de una habitación. ¿Comprendes?
—Sí, eso sí.
—Luego te hacen tirarte en paracaídas.
—¿Cómo va uno a tirarse en paracaídas en una celda?
—Deja que te explique…
Esta conversación había despertado en Gólubiev, que la tomó muy a pecho, el más vivo interés. Incluso llegó a pensar que no estaría de más que la siguiera, pues cabía en lo posible que aquella información le fuera de gran utilidad en breve. Conocía las voces de los que hablaban. El que hacía las preguntas era Nikolái Kúrzov. También la otra voz le resultaba familiar, pero no consiguió identificarla por más esfuerzos que hizo.
—El salto en paracaídas consiste en esto: primero te agarran por pies y manos y luego te lanzan tres veces de espaldas contra el suelo.
—Pues eso debe de hacer daño —dedujo Kúrzov.
—Y allí no hay sanatorio donde puedan curarte… —aclaró el que relataba—. Bien; después de eso ya eres como de la casa y puedes participar con los demás en las elecciones.
—No me digas que también allí hay elecciones.
—Elecciones las hay hasta en las cárceles. Cuando tienen que elegir un jefe, uno de los reclusos sujeta entre las rodillas una tarjeta en la que figura su nombre, y los otros, con las manos atadas y los ojos vendados, tienen que acercársele por turno y quitársela de entre las rodillas con los dientes.
—Bueno, eso… —observó Kúrzov— no parece tan terrible.
—De terrible, desde luego, no tiene nada. Sólo que, cuando te toca el turno de probar con los dientes, lo que te plantan por delante, en lugar de las rodillas, es un par de nalgas desnudas.
El presidente, que era un hombre aprensivo, contrajo el rostro con una mueca de repugnancia. Deseoso de saber quién contaba aquellas cosas tan interesantes, salió al corredor con la excusa de echar un vistazo a la oficina del jefe de equipo.
En el largo banco dispuesto bajo el diario mural estaban sentados Nikolái Kúrzov y Liosha Zhárov, quien había sido condenado tres años antes a ocho de prisión por robar del molino un saco de harina.
Al ver al presidente, Liosha se puso en pie a toda prisa, quitándose de un tirón la gorra con que se cubría, cuya visera había sido arrancada, y mostró la cabeza rapada en la que de nuevo comenzaba a apuntar el cabello.
—¡Buenos días, Iván Timoféievich! —lo saludó en ese tono que suele emplear la gente que ha estado largo tiempo separada de los demás.
—¡Hola! —le respondió hosco el presidente, como si lo hubiera visto por última vez el día anterior—. ¿Ya estás libre?
—Me han soltado antes por buena conducta —explicó Liosha.
—¿Es a mí a quien esperas?
—A usted —confirmó Liosha.
—Pues pasa.
Pisando cautelosamente con las raídas botas de fútbol que calzaba, como si temiese despertar a alguien, Liosha siguió al presidente al interior del gabinete y esperó a que ocupara su asiento, y cuando éste se hubo acomodado, se sentó él en el mismo borde de una banqueta, al otro lado de la mesa.
—Y bien, ¿qué te cuentas? —preguntó el presidente en tono sombrío después de un silencio.
—He venido a solicitar trabajo, Iván Timoféievich —explicó cortésmente Zhárov, que, en su turbación, no dejaba de dar vueltas a la gorra en las rodillas.
El presidente se quedó pensativo un instante.
—Conque a solicitar trabajo… ¿Y qué trabajo puedo darte yo? No gozas de buena fama, precisamente. Ahora mismo me hace falta un par de brazos en la Factoría de Productos Lácteos, pero ¿qué ocurriría si te enviase allí? Que te pondrías a robar leche, naturalmente.
—No lo haría, Iván Timoféievich —prometió Liosha—. ¡Que me caiga muerto aquí mismo si miento!
—No jures lo que no puedes cumplir —replicó Gólubiev con un manoteo—. Tú, con tal de salir del paso, jurarías cualquier cosa. ¿Cuántas veces te advertí entonces: «Ándate con cuidado, Zhárov; mira que no te conduces como es debido y te vas a buscar un lío»? ¿Te lo advertí o no te lo advertí?
—Sí que me lo advirtió.
—Claro que te lo advertí. ¿Y qué me contestabas tú? «Exagera usted». Son tus propias palabras: «Hay que vivir con los tiempos». ¡Ya ves si exageraba!
—No hace falta que me recuerde todo aquello —protestó vehementemente Liosha—. ¡La de veces que me repetí yo sus palabras en el campo de prisioneros! Recuerdo que una vez nos habíamos sentado a comer y nos sirvieron precisamente compota…
—No me digas que hasta os daban compota —lo interrumpió con súbito interés el presidente.
—Eso dependía del alcaide que tocase. Los hay que te matan de hambre mientras que otros, aunque lo que pretendan sea cumplir las previsiones del plan que tienen asignado y te hagan trabajar de lo lindo, al menos te alimentan bien y te dan ropa de abrigo.
—¿O sea que también hay alcaides considerados? —insistió esperanzado el presidente, al tiempo que empujaba en dirección a Zhárov un paquete de cigarrillos Delhi—. Fuma. Y dime —continuó—, en cuanto a las comodidades, ¿qué tal lo pasabais?
—No estaba mal —contestó Liosha—. Teníamos cine, espectáculos de toda clase a cargo de aficionados, baños cada diez días… Los espectáculos eran mejores que los que se pueden ver en la ciudad. Entre nosotros teníamos un «artista del pueblo», dos de los que llaman eméritos, y en lo tocante a artistas corrientes, ¡ya he perdido la cuenta! En general, es gente de cultura la que se encuentra allí… —Liosha bajó la voz para añadir—: ¡La hay a montones! Había un académico entre nosotros. Condenado a diez años por intento de desajustar el carillón del Kremlin, de manera que la hora que diese a todo el país fuera inexacta.
—¿De veras? —y el presidente miró con incredulidad a Liosha.
—¡Te lo aseguro! —afirmó Zhárov, pasando a tutearlo—. Has de saber, Iván Timoféievich, que en el país hay sabotaje y saboteadores por todas partes. Ahí tienes, por ejemplo, la marca de esos cigarrillos que fumas: Delhi. También ahí hay sabotaje.
—No digas tonterías —replicó el presidente; no obstante, se quitó el cigarrillo de entre los labios y se puso a examinarlo con aire de sospecha—. ¿Qué clase de sabotaje puede haber en un cigarrillo? ¿Es que les ponen veneno?
—Peor que eso —replicó muy convencido Liosha—. A ver, ¿a que no sabes descifrarme la palabra Delhi?
—No hay nada que descifrar. Delhi quiere decir, simplemente, eso: Delhi. En la India hay una ciudad con ese nombre.
—¡Ay! —se lamentó Liosha—. ¡Y te considerarás instruido! Por si quieres saberlo, la palabra Delhi está compuesta por las iniciales de «Abajo la Internacional Leninista Única».[4]
—Calla la boca —dijo el presidente, al tiempo que miraba en dirección a la puerta—. Eso, ¿sabes?, a nosotros no nos concierne. Será mejor que me sigas explicando cómo son las condiciones de vida en la cárcel.
En cuanto el presidente hubo pronunciado estas palabras, Kúrzov hizo su aparición en el despacho, sin esperar su turno. Nikolái Kúrzov, que debía incorporarse a la mañana siguiente a la campaña estatal para el aprovisionamiento de leña, rogó a Gólubiev que le extendiera una autorización que le permitiera retirar dos kilos de carne como provisión para el viaje.
—Pásate mañana.
—Pero ¿cómo mañana? —protestó Nikolái—. Mañana, al rayar el día, tengo que estar ya camino de la estación.
—Pues lo dejas para pasado mañana; no importa. Ya te extenderé un certificado en el que conste que te retuve.
Después de esperar a que Nikolái cerrase la puerta tras sí, se encaró con impaciencia a Liosha.
—Sigue contándome.
Desde su puesto de trabajo en el almacén de combustible, donde cumplía su jornada mínima de trabajo para el koljós, la campesina Dunia vio que bien entrada la noche, a la una, la luz ardía aún en la ventana de Gólubiev.
El presidente había interrogado extensivamente a Liosha sobre las condiciones de vida que rigen en los campos de prisioneros, y la conclusión que sacó del relato fue que allí no resultaba tan terrible la existencia. La jornada de trabajo era de nueve horas, mientras que él, en la aldea, tenía que andar ajetreado de sol a sol, y en lugar de las tres comidas diarias que recibían los presos, en el koljós se distribuían dos, y no todos los días.
Al despedirse había dado palabra a Liosha de procurarle un trabajo aceptable.
—De momento, puedes empezar de pastor —le dijo—. Estarás a cargo del rebaño comunal. El sueldo ya lo conoces: quince rublos que paga el dueño del ganado y cincuenta copecas diarias que te da el koljós. La alimentación, en casa de los que tienen ganado. Una semana en un sitio, y la siguiente en otro. Cuando hayas trabajado un tiempo de pastor y ya estés orientado, veremos de encontrarte algo más decente.
Aquel día, el presidente regresó de buen humor a su casa. No sólo acarició la cabeza de sus hijos dormidos, sino que incluso dedicó alguna palabra tierna a su mujer, que no habituada a esta clase de trato, tuvo que salir al zaguán y llorar un poco.
Después de secarse las lágrimas, fue al sótano a buscar un puchero de leche fría. Iván Timoféievich casi se bebió la totalidad y, tras desnudarse, se metió en la cama. Pero tardó largo tiempo en conciliar el sueño. Recordando hasta en sus mínimos detalles el relato de Liosha Zhárov, no dejaba de proferir suspiros y dar vueltas en el lecho, aunque por último, cobrando su tributo, el cansancio le hizo entornar los pesados párpados.
«También allí es posible la vida», pensó según se abandonaba al sopor.