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Una semana y media, pues, había transcurrido desde que Chonkin había ido a dar en Krásnoie y se había instalado en casa de Niura. Familiarizado ya con el lugar, había entablado conocimiento con todos sus habitantes, que lo consideraban uno más de la aldea sin hacer alusión siquiera al hecho de que su estancia se vería interrumpida cualquier día por una orden.

No se puede decir que a Chonkin le desagradase aquel tipo de vida. Todo lo contrario: no se tocaban dianas ni retretas, por no hablar de las clases de gimnasia ni de los cursos de formación política. Y aunque en el Ejército se las arreglaba bastante bien en lo relativo a la comida, en la aldea el pan, la leche y los huevos eran mejores y más frescos. Con un huertecillo que era un auténtico vergel y una mujer a su lado, ¿qué más pedirle a la vida? Cualquiera, en el lugar de Chonkin, habría aceptado el puesto hasta el mismo licenciamiento, y se habría reenganchado, incluso, por otro año de servicio.

Sin embargo, algo había en la situación de Chonkin que no lo dejaba dormir tranquilo, y ese algo era que, después de que lo hubieran destacado en la aldea para cosa de una semana, hubiera transcurrido ese tiempo sin que recibiera noticia alguna ni órdenes complementarias de su unidad. Si habían decidido mantenerlo en su puesto, lo oportuno era comunicárselo por los medios adecuados; de paso, tampoco habría estado de más reabastecerlo de víveres. Gracias podía dar de que lo hubieran situado en la aldea, pues en caso contrario, habría muerto de hambre mucho tiempo atrás.

En los últimos días, y cada vez que salía a la calle, alzaba Chonkin la cabeza y escrutaba el cielo a la espera de discernir un punto que fuese dilatándose con la proximidad, e igualmente se colocaba la palma junto a la oreja acechando el posible ronroneo de un motor que se acercara. Pero no; nada nuevo se ofrecía a la vista ni al oído.

Cada vez más turbado y sin saber qué hacer, determinó Chonkin recurrir al consejo de una persona de reconocida inteligencia. Y el hombre en cuestión resultó ser Kuzmá Matvéievich Gládishov, el vecino de Niura.

No sólo en Krásnoie, sino en todo el contorno, se tenía a Kuzmá Gládishov por persona erudita. De ello daba fe incluso el hecho de que, en el retrete construido de tablas que tenía en el huerto, campaba en grandes letras negras la inscripción «Water Closet».

Gládishov, al frente del irrelevante y mal pagado cargo de almacenero del koljós, se veía compensado por el hecho de disponer de abundante tiempo libre para perfeccionar sus conocimientos. Era tanta y tan variada la información sobre diversas materias que llevaba en su pequeña cabeza, que sus conocidos se limitaban a proferir suspiros de admiración ante ella o confirmarla con un: «¡Pues sí que…!». Aseguraban muchos que se podía despertar a Gládishov por sorpresa a medianoche para hacerle cualquier pregunta y él, sin un momento de vacilación, contestaría con la más detallada de las respuestas, dando a cualquier fenómeno de la naturaleza una explicación acorde con los puntos de vista de la ciencia moderna, sin necesidad de recurrir a las influencias divinas o del más allá.

Todo este saber se lo había procurado Gládishov por procedimientos exclusivamente autodidácticos, pues habría sido ridículo atribuir contribución alguna en ello a la escuela parroquial en la que había completado a duras penas un par de años de estudios. Los conocimientos acumulados por Gládishov podrían haberse quedado arrinconados inútilmente en su mollera de no ser por la Revolución de octubre, que, liberando al pueblo de una esclavitud que no conocía límites, dio a todos y cada uno de los ciudadanos la posibilidad de escalar las resplandecientes y pétreas cumbres de la ciencia. Con todo, es preciso aclarar que en la liberada mente de Gládishov habían comenzado a abrirse paso con anterioridad multitud de originales ideas científicas. No había un solo hecho dotado de carácter vital o práctico que pudiese pasarle inadvertido, pues todos suscitaban en él reflexiones de naturaleza varia. El espectáculo, pongamos por ejemplo, de unas cucarachas paseándose por una estufa, bastaba para que Kuzmá pensase: «¿Y no sería viable amarrar estos insectos entre sí y hacerlos marchar en una sola dirección? Esto, por sí solo, generaría una fuerza susceptible de ser empleada con provecho en la agricultura». Si veía una nube, su razonamiento era el siguiente: «¿Y no habría manera de encerrarla en una especie de forro y servirse de ella a modo de aerostato?». Hasta hay quien dice (aunque en la actualidad esto resulte difícil de comprobar) que fue el mismísimo Gládishov el primero en emitir, muchos años antes que el profesor Shklovski, la hipótesis acerca de la índole artificial de los satélites de Marte.

Pero al margen de estas ideas incidentales, alentaba Gládishov otra a la que, a causa de su naturaleza, había decidido consagrar su vida, inmortalizando con ella su nombre en el mundo de las ciencias. La cosa era la siguiente: inspirado por los revolucionarios estudios de Michurin y Lísenko, había concebido la creación de un híbrido de patata y tomate, es decir, una suerte de planta que en su base tuviera tubérculos de patata y en su parte aérea diese, simultáneamente, tomates. Dados los tiempos memorables en que se estaba viviendo, Gládishov bautizó el híbrido con el nombre de Camino hacia el Socialismo, cuya sigla, CHS, había acronomizado como camhaso, y se disponía a difundir su experimento por toda la zona de su koljós, pero le denegaron el permiso y hubo que ajustarse a los límites del propio huerto. Ésta era también la razón de que los tomates y las patatas tuviera que comprárselos a los vecinos.

Aunque estos experimentos no habían dado resultados tangibles hasta entonces, algunos rasgos característicos del camhaso estaban ya a la vista: hojas y tallos presentaban cierto aspecto patatero, mientras que las raíces eran sin duda las de la planta del tomate. Pero no cejaba Gládishov en su empeño, a despecho de sus numerosos fracasos, consciente de que un auténtico descubrimiento científico exige no pocos sacrificios y esfuerzos. Los que conocían estos experimentos de Gládishov mostraban hacia él una actitud de desconfianza, pero hubo una persona que no sólo lo hizo objeto de su atención sino que, además, le prestó apoyo, cosa que nunca pudo haber ocurrido en la abominable época zarista.

En Temas Bolcheviques, periódico del distrito, apareció en cierta ocasión un perfil de Gládishov (que, por su extensión, requirió dos entregas) y que, incorporado a la sección «Gentes de la nueva aldea», le mereció el título de «seleccionador autodidacta». El artículo venía ilustrado con una fotografía del «seleccionador» inclinado sobre una mata de su híbrido, como exfoliándola en busca de trazas visibles del hermoso futuro de nuestro planeta. El reportaje del diario del distrito tuvo luego una acogida favorable en la gaceta provincial, que publicó una breve nota sobre el tema, la cual apareció posteriormente en un diario nacional dentro de un artículo dedicado a la solución de problemas que, con el título «La iniciativa científica de las masas», mencionaba el apellido de Gládishov, entre otros. En su afán Gládishov encontró apoyo en el juicio de cierta autoridad en materia de agricultura, aunque dicho juicio resultaba negativo. En la carta que le había dirigido personalmente, el académico en cuestión decía que los experimentos realizados por Gládishov eran acientíficos y carecían de futuro. No obstante, aconsejaba a Gládishov que no se diera por vencido, e invocando como ejemplo a los antiguos alquimistas, afirmaba que ningún esfuerzo era vano en materia científica y que, a veces, en pos de una meta se producía otro descubrimiento de no menor trascendencia. A pesar de su contenido, la carta produjo en el ánimo del destinatario una impresión considerable, a lo que contribuyó no poco el hecho de que viniera mecanografiada en un papel que lucía el membrete de una institución de prestigio, se diera a Gládishov el tratamiento de «Estimado camarada Gládishov» y el escrito concluyera con la firma personal del académico; detalles que produjeron el mismo efecto en cuantas personas leyeron la carta. Pero cuando, como ocurría de vez en cuando, el «seleccionador» intentaba sacar a colación las perspectivas que la implantación del camhaso abría ante el mundo, la gente, asaltada por el fastidio, buscaba refugio en un rincón y, al igual que tantos otros genios de la ciencia, Gládishov se veía reducido a un estado de absoluta soledad. Esto, hasta que Chonkin se puso a tiro.

A Gládishov le gustaba hablar de sus asuntos, y Chonkin, por su parte, a fuerza de aburrimiento, no mostraba inconveniente en escuchar. Ambas circunstancias les granjearon un acercamiento que acabó en amistad.

Ocurría a veces que, tras haber salido a la calle por una cuestión u otra, o por ningún motivo en particular, se encontraba Chonkin a Gládishov faenando en su huerto en el recalzo, en la escardadura o con el riego. Siempre, eso sí, con un mismo y obligado atuendo: un pantalón afollado de los que fueron reglamentarios en caballería, embutido en unas botas de deslucida piel de vaca, una vieja camiseta hecha jirones y un sombrero de paja de ancha ala y de aspecto se diría que cordobés, cuya procedencia resultaba imposible de precisar.

Chonkin saludaba al «seleccionador» agitando repetidamente la mano:

—¡Salud, vecino!

—Lo mismo digo —contestaba el otro cortésmente.

—¿Y qué tal va? —se interesaba Chonkin.

—Trabajando duro —era la modesta réplica que solía producirse.

Y de esta forma, pasando de una a otra cosa, iba discurriendo la conversación desenvuelta y familiar.

—¿Y para cuándo esa planta tuya, mitad patata, mitad tomate?

—Hay que esperar; no es todavía el momento. Como se suele decir, todo requiere su tiempo. En primer lugar, la planta debe perder la flor.

—¿Y si tampoco la consigues este año? ¿Qué harás entonces? —indagaba Chonkin con curiosidad.

—De este año no puede pasar —respondía Gládishov con un suspiro esperanzado—. Tú mismo puedes comprobarlo. Los tallos recuerdan los de la mata patatera, mientras que las hojas presentan el dentado de las del tomate. ¿Lo ves?

—Bueno, quién sabe… —respondía Chonkin con aire dubitativo—; así, de momento, es difícil distinguir…

—¿Cómo que es difícil de distinguir? —solía defenderse Gládishov—. Pero mira, mira qué matas tan frondosas…

—Sí, no se puede negar que son frondosas —convenía Chonkin. Entonces se le animaba el semblante, porque también él había concebido una idea—. Oye, ¿y no se podría lograr que los tomates salieran abajo y las patatas arriba?

—No, eso no puede ser —le explicaba Gládishov con paciencia—; eso entraría en contradicción con las leyes naturales, porque la patata forma parte de la raíz, mientras que el tomate es típicamente superficial.

—De todas formas —añadía Chonkin sin darse por vencido—, no dejaría de ser interesante…

Las preguntas de Chonkin tal vez podían parecerle estúpidas a Gládishov, pero, por otra parte, cuanto más necia es una pregunta tanto más inteligente puede ser la respuesta a que dé lugar y, por esta razón, ambos encontraban igual placer en estas conversaciones.

Con cada día que pasaba había ido consolidándose aquella amistad, y los dos hombres ya habían llegado al acuerdo de celebrar una reunión familiar en la que participarían los cuatro: Chonkin y Niura de una parte, y de la otra, Gládishov y su esposa, Afrodita (era así como la llamaba Gládishov y, con él, algunos otros, aunque el nombre de la mujer fuese Yefrosina).