El rasgo distintivo de Gólubiev, presidente del koljós, era su tendencia a las vacilaciones. Por la mañana, cuando su mujer le preguntaba: «¿Qué quieres comer, tortilla o patatas?», le respondía: «Vengan las patatas».
La mujer sacaba del horno una cazuelita de hierro fundido que contenía las patatas, y en ese mismo instante, Gólubiev sabía sin lugar a dudas que era una tortilla lo que deseaba. La esposa devolvía el recipiente al interior del horno y salía en dirección al zaguán, en busca de los huevos. Al regresar, el marido la miraba ya con expresión culpable: había optado nuevamente por las patatas.
A veces hasta se enfadaba:
—Ponme lo que te parezca y no me hagas cavilar por tonterías.
El libre albedrío lo había atormentado siempre. Para él era una tortura insufrible verse obligado a decidir qué camisa debía llevar aquel día: ¿la verde o la azul?, y qué zapatos calzarse: ¿los viejos o los nuevos? A decir verdad, en el país se había logrado mucho en los últimos veintitantos años a fin de que no se viese Gólubiev asaltado por las vacilaciones, no obstante lo cual subsistía en él cierto número de dudas, algunas sobre materias de las que no era conveniente titubear en aquellos entonces.
No en vano le decía a Gólubiev en ocasiones Borísov, el secretario del comité comarcal de la estación de reparación de tractores:
—Desecha esas dudas. Es trabajo y no dudas lo que los tiempos piden.
También le hacía observaciones de este tenor:
—Recuerda que estás bajo constante observación.
Esto último, por lo demás, se lo decía no sólo a Gólubiev, sino también a muchos otros. A qué se refiriese la observación y cuál fuera su sentido era cosa que Borísov no decía o que tal vez él mismo ignoraba.
En cierta ocasión promovió Borísov en el comité del distrito una conferencia de presidentes de koljós, cuyo tema tenía que ser el rendimiento lechero del trimestre en curso. El koljós de Gólubiev ocupaba, según datos de los informadores, un puesto intermedio en la clasificación, que no le merecía ni alabanzas ni reproches, de manera que el presidente permaneció sentado, dedicándose a contemplar el nuevo busto de Stalin, de escayola, que campaba junto a la ventana encima de un pedestal marrón. Cuando la conferencia hubo concluido y empezaron a disgregarse los asistentes, Borísov retuvo a Gólubiev.
Parados junto al busto del dirigente, cuya testa acarició sin siquiera darse cuenta de ello, dijo el secretario:
—Se trata, Iván Timoféievich, de lo siguiente: Kilin, tu partorg, dice que dedicas poca atención a la propaganda gráfica. Concretamente, no le diste dinero para realizar el diagrama de la producción industrial y su crecimiento.
—Ni se lo di ni se lo daré —respondió Gólubiev con firmeza—. Yo no tengo con qué construir un establo para las vacas y él sólo piensa en sus diagramas y en despilfarrar el dinero del koljós.
—¿Despilfarrar? —repitió el secretario—. ¿Qué significa despilfarrar? ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
—Me doy cuenta —aseveró Iván Timoféievich—. Me doy cuenta de todo. Lo que pasa es que ese dinero me duele en el alma. En el koljós estamos tan faltos de él que ya no sé ni cómo tapar agujeros. Y luego es usted mismo el primero en cargar sobre mí por la sola razón de que soy… el presidente.
—Tú eres, antes que nada, comunista; lo de presidente viene en segundo lugar. Ahora bien; un diagrama es un asunto de gran importancia política, y a mí me choca ver a un comunista que no aprecia este hecho en todo su valor. No sé, por otra parte, si lo que dices es fruto de un error o de una convicción profunda; pero, si persistes en esa actitud, nos veremos obligados a inspeccionarte a fondo: ¡te registraremos hasta el alma!
En su agitación, Borísov largó un manotazo a la cabeza de Stalin, lo cual le hizo sacudir vivamente la dolorida mano, acto seguido, la expresión de dolor se trocó en otra, de tan profundo miedo que se le mudó el semblante.
La boca, de pronto, se le había quedado seca. La abrió y se quedó mirando a Gólubiev con tal fijeza, que se lo habría dicho hipnotizado. También el presidente era víctima de un pavor indescriptible. Habría dado cualquier cosa por no haber visto lo que había visto, ¡pero lo había visto, lo había visto! ¿Y qué hacer, pues? ¿Fingir no haberlo advertido? ¿Y si Borísov se precipitaba a hacer una confesión del suceso? El secretario encontraría la manera de salirse del paso, pero a él, Gólubiev, se le caería el pelo por no haber dado parte. Y, aun dando parte, también se vería en la cárcel por hache o por be, aunque sólo fuera por haber sido testigo del hecho.
Ambos hombres tenían presente la historia del colegial que había disparado contra la maestra con un tirachinas y, en cambio, había acertado en el retrato, cuyo cristal hizo añicos. De haberle saltado un ojo a la profesora, es posible que lo hubieran absuelto alegando su minoría de edad. Pero el proyectil no había alcanzado el mencionado ojo, sino el retrato, lo que constituía ni más ni menos que un atentado. De aquel escolar no se volvió a saber nada más.
Fue Borísov el primero en encontrar una salida a la situación. Extrajo afanosamente del bolsillo una pitillera metálica, la abrió y se la presentó a Gólubiev. Éste tuvo un momento de vacilación (¿aceptar o no aceptar?) y, finalmente resuelto, aceptó.
—Y bien, ¿de qué estábamos hablando? —preguntó Borísov como si nada hubiera ocurrido, pero alejándose del busto, por lo que pudiera suceder.
—De la propaganda gráfica —le recordó solícitamente Gólubiev, que se había repuesto un tanto del susto.
—Sí, lo que te decía —continuó Borísov en tono bien distinto—; no es posible desestimar la importancia política de la propaganda gráfica, y te pido de forma amistosa que tengas en cuenta ese asunto.
—De acuerdo —accedió Gólubiev con aire hosco, impaciente por irse.
—Pues no se hable más —replicó Borísov exultante de alegría. Tomó a Gólubiev del brazo y lo acompañó hasta la puerta al tiempo que, en voz más baja, añadía—: Una última cosa quiero advertirte a título de camarada, querido Iván: no bajes la guardia, pues se te observa de cerca.
Gólubiev salió a la calle. El día continuaba soleado y seco, cosa que lo disgustó, pues ya iba siendo hora de que lloviese.
Amarrado a la verja de hierro, su caballo hacía esfuerzos por alcanzar una mata de ortigas sin conseguirlo. Gólubiev montó en el carro y aflojó las riendas. El animal avanzó la distancia de una manzana y, de puro hábito, sin indicación alguna, se detuvo ante una construcción de madera sobre cuyo dintel pendía un letrero con la palabra «Cantina». Junto al establecimiento era visible una carreta cargada con cántaras metálicas de las que se utilizan para el transporte de leche. Gólubiev reconoció de inmediato la carreta como procedente de su koljós. El caballo que tiraba de ella estaba amarrado a un poste, al que Gólubiev ató su propia cabalgadura para, a continuación, subir por los movedizos peldaños que daban acceso al porche y abrir la puerta del local.
Un olor a cerveza y a shchi[3] invadía la cantina. La mujer aburrida que ocupaba su puesto tras la barra reparó en seguida en el recién llegado.
—Buenos días, Iván Timoféievich.
—Salud, Aniuta —respondió Gólubiev desviando la mirada hacia el fondo de la estancia.
En dicho lugar, el Hombros estaba dando cuenta de una cerveza. Al ver aparecer al presidente, se puso en pie.
—No es necesario, siéntate —dijo Gólubiev con un ademán elusivo, mientras esperaba a que Aniuta le sirviera su consumición habitual: ciento cincuenta gramos de vodka y una jarra de cerveza.
Tras verter el vodka en la cerveza, según su costumbre, Gólubiev se acercó al Hombros. Intentó éste levantarse de nuevo, pero el presidente lo retuvo.
—¿Has entregado la leche?
—Sí —confirmó el Hombros—. Dicen que anda falta de grasa.
—Es cuestión de ir trampeando —observó Gólubiev con un ademán de rechazo—. ¿Y qué haces aquí sentado?
—Es que me he encontrado a Niurka, la del correo, y le he dicho que la llevaría de regreso —explicó el Hombros—. Así que estoy esperándola.
—Y qué, ¿sigue viviendo con su soldado?
—¿Y cómo no va a vivir con él? ¡Si le hace las veces de ama de casa! Así, como lo oye. Mientras ella está en la estafeta de correos, él saca el agua del pozo, corta la leña y cuece el shchi. Se pone el delantal de Niura y corre por la casa, como una mujer, atareado con las faenas; así, como lo oye. Y aunque yo no lo he visto, parece ser, por lo que la gente dice, que además le borda servilletas a punto de cruz. —El Hombros se interrumpió para echarse a reír—. En todo lo que llevo vivido nunca había visto algo así: un hombre que lleva delantal y borda. Y otra cosa no deja de ser chocante: lo enviaron para una semana, lleva casi dos en la aldea, y él como si tal cosa. Yo, Iván Timoféievich, no sé…; es posible que se deba a la ignorancia, pero lo cierto es que la gente cree que el soldado no se encuentra en la aldea porque sí… Y algunos están convencidos de que se trata de una investigación.
—¿Qué clase de investigación? —Gólubiev se puso en guardia.
El Hombros, sabedor de la manía persecutoria de que era víctima el presidente, aprovechó el momento para estimularla, comprobando con satisfacción que sus palabras habían surtido el efecto deseado.
—¡Vaya usted a saber! Lo único claro es que no iban a destacar a un hombre para nada. Si el avión está averiado, lo que corresponde es arreglarlo. Y si su estado es tal que no admite reparación, lo que corresponde es tirarlo. ¿A qué, entonces, ocupar a un hombre para nada? Eso, Iván Timoféievich, es lo que ha despertado los recelos del pueblo. Corren rumores de que el koljós va a ser reestructurado de nuevo.
—¡Tonterías! —protestó irritado el presidente—. Nunca ocurrirá semejante cosa, ni hay que esperarla. Lo que conviene es trabajar, en lugar de dar pábulo a habladurías.
Apurada su bebida se levantó.
—Y si la Beliashova tarda mucho más —dijo a modo de conclusión—, no tienes por qué quedarte esperándola, Hombros. A tal señor, tal honor. Ya llegará por sus propios medios.
Después de despedirse de Aniuta, salió, montó en el carro y partió en dirección a su casa. Pero las palabras del Hombros le habían calado hondo en el alma, pues no hacían sino confirmar lo dicho por Borísov respecto a que se lo observaba de cerca. ¿En qué consistiría la observación y de qué forma iba a desarrollarse? ¿No sería, acaso, por mediación del soldado? ¿Era su presencia meramente casual? Su aspecto, a decir verdad, no parecía el de una persona a la que se encomendaría tal encargo. Pero, por otra parte, los inspectores no eran tontos; no iban a enviar un tipo cuyo aspecto hiciese evidente que estaba observando. ¡Si pudiera saberlo a ciencia cierta! Pero ¿cómo averiguarlo?
En aquel momento concibió Gólubiev una idea temeraria.
«¿Y si me enfrentase al soldado, descargase un puñetazo en la mesa y le preguntase quién lo ha enviado y cuál es su cometido?».
Si aquel paso tenía consecuencias, sería preferible sufrirlas sin tardanza que vivir sometido a un riesgo incierto.