7

Niura estaba completamente sola. No había en toda la aldea una mujer que lo estuviera más, como no fuese la comadre Dunia, si bien para ésta la vida tocaba ya a su fin, mientras que Niura apenas había cumplido los veinticuatro años. Una vida apenas iniciada, sin duda; pero para el matrimonio, sus pocos años tal vez empezaban ya a ser muchos. Las otras muchachas de la aldea, a cual más presta, habían encontrado la manera de desposarse antes de los veinte, e incluso a esa edad, ya habían puesto algunos hijos en el mundo. (Taika Gorskova, que tenía los mismos años que Niura, había dado a luz al quinto el invierno anterior). No sería ello motivo de lamentaciones si Niura hubiera tenido menos merecimientos que las demás, pero no era así, pues la figura y la cara que Dios le había dado no resultaban desagradables. Tal vez no fuese lo que se dice una belleza, pero tampoco se podía considerar un adefesio. Ahí estaba, en cambio, Ninka Kúrzova, con una mancha en mitad de la cara, defecto de nacimiento. Sin embargo, había logrado la felicidad casándose con Kolka, del que esperaba un hijo hacía cuatro o cinco meses.

Ciertamente no era Niura la única soltera de la aldea, pero las demás tenían al lado a padres, hermanas, hermanos o algún otro familiar. Ella, en cambio, no tenía a nadie en el mundo. Dos hermanos mayores, que ni siquiera recordaba, habían muerto: uno a los tres años, en un incendio; el otro, de poca más edad, del tifus.

La madre de Niura había fallecido cuatro años atrás. Los dos que precedieron a su muerte los había pasado aquejada de un fuerte lumbago, siempre con achaques, cada vez más encorvada, sin que se supiera a ciencia cierta si el mal se debía a un enfriamiento o al exceso de trabajo. Algunas horas en la cama y un poco de reposo tal vez lo hubieran remediado, pero ¿cómo reposar cuando el jefe del equipo acude todas las mañanas a sacarlo a uno de casa poco menos que a rastras? No; era preciso trabajar. Además, pocas o muchas, estaban las faenas del hogar, que constituían una carga. Y las visitas al practicante, que tenía su consultorio a siete verstas de distancia, en Dolgov. Siete verstas de ida y otras tantas de vuelta. Y la cura que prescribía era, por lo demás, siempre la misma: darse baños de pies con agua caliente y mantenerlos luego bajo un cobertor. A la mañana siguiente, si había que creer en sus palabras, el dolor habría pasado. De darla de baja, no habiendo fiebre, no se podía ni hablar… Por citar otra vez sus palabras, «si diese a todo el mundo de baja, ¿quién trabajaría?».

Cuando el estado de la mujer fue verdaderamente grave, cuando comenzó a quejarse a voz en grito, el padre de Niura fue en busca del presidente del koljós, que entonces no era Gólubiev, sino otro, para pedirle un caballo. Pero el presidente le respondió: «A título personal no puedo dejártelo, pero si hubiera que hacer un viaje en esa dirección, entonces de mil amores». Cuando por fin se presentó la oportunidad, maldita la falta que hacía ya el caballo. El cementerio de Krásnoie estaba junto a la aldea, detrás de los huertos, y hasta él transportaron a hombros el ataúd.

El padre de Niura pasó un año más en el pueblo, pero luego, tras haberse procurado por medios no precisamente legales un permiso de circulación, se fue a la ciudad a trabajar de jornalero. Allí se empleó de peón en las obras de una central térmica, y luego ingresó en la policía. La gente de la aldea, que acudía a la ciudad para vender los productos agrícolas del koljós, lo vio muchas veces, uniformado y con revólver, poniendo en fuga a los especuladores.

Al principio, y aunque con poca frecuencia, Niura iba recibiendo cartas de él. Pero luego el padre se casó, tuvo un hijo de este segundo matrimonio, y las cartas comenzaron a espaciarse más y más hasta que, por fin, interrumpidas del todo, no llegaron de él más que los recuerdos que, de tarde en tarde, enviaba por medio de conocidos.

Puede que Niura no hubiera conseguido marido por su timidez, que la había caracterizado desde su nacimiento, así como por su incapacidad para demostrar su atractivo. Su primer pretendiente rompió con ella porque a duras penas lograba arrancarle una palabra; decía que era imposible sentarse a charlar con ella. El segundo intentó convencerla para que le hiciera caso antes del matrimonio, pero la dejó, ofendido, al comprobar que no confiaba en él. En el tercero sí que confió, pero él decidió abandonarla por haberse dejado persuadir con excesiva facilidad. De repente resultó que ya no quedaban tantos hombres casaderos; a medida que pasaba el tiempo, su número iba reduciéndose más aún, y la nueva hornada vino acompañada de numerosas jovencitas entre las que elegir. Así fue como Niura se quedó sola.

Y esa soledad había dejado una profunda huella en su vida. Una buena muestra de su carácter la constituía el trato que daba a los animales. Una vaca, pongamos por ejemplo, no habría dejado de ser, para otra muchacha que la poseyese, más que eso: una vaca. Se le da de comer, se la ordeña, se la saca al campo y ahí acaba la cosa. Niura, por el contrario, cuidaba de su vaca con esmero. La limpiaba, le arrancaba espinas hincadas en la piel y hasta hablaba con ella con el mismo cariño que si de un ser humano se tratase. Y cuando había algún bocado gustoso a mano (unas veces un terrón de azúcar; otras, una empanadilla), Niura lo compartía con la vaca, que, por todo ello, le mostraba una consideración también propia de una persona. Cuando volvían con el ganado a la aldea, la vaca de Niura se separaba del tropel y, añorada, trotaba más que caminaba en dirección a la casa. ¡Y qué juegos con su ama! ¡Cómo la embestía, dándole con los cuernos, como si la cosa fuera en serio cuando, en realidad, no hacía sino juguetear! Pero que el animal no se diera cuenta de que alguien quisiese molestar a Niura, porque al instante, olvidados los juegos, los ojos inyectados en sangre, baja la testuz, se lanzaría derecha hacia el ofensor y ¡ay de aquél!

En cuanto a Borka, el jabalí, corría tras Niura como un perrillo. Lo había comprado al koljós cuando era sólo un lechón de tres días, con la idea de sacrificarlo en su momento, pero enfermó el animalito y, viéndolo sufrir tanto, Niura comenzó a cuidar también de él como si fuera un niño pequeño: leche en biberón, bolsa de agua caliente en el vientre, baños con jabón en la tina de lavar ropa. Y después de eso lo envolvía en un pañuelo grande a guisa de pañal y se lo llevaba a dormir en su propia cama. El lechoncillo salió con bien del trance y, crecido ya, no se decidía Niura a sacrificarlo. De manera que el jabalí se quedó bajo su techo a título de perro. Flaco, sucio, espantador de gallinas, acompañaba a Niura cuando ella partía hacia su trabajo en la estafeta de correos, y cuando regresaba salía también a su encuentro. ¡Y qué gruñidos de alegría se oían por toda la aldea en tales ocasiones!

Hasta las gallinas de Niura se distinguían de las demás. Aquéllas, cuando su ama salía a sentarse en el porchecillo, acudían todas a una, a rodearla. La que no se le colocaba en el hombro se le encaramaba en la cabeza y allí se quedaba, como en palo de gallinero, sin mover un ala. Y por no espantarlas, Niura permanecía inmóvil, como una estatua.

Tal forma de conducirse había dado lugar a que, en la aldea, muchos hicieran burla de la muchacha. Y ella no se sentía ofendida, pero no por eso dejaba de pensar que si en su camino se cruzara un hombre, aunque no fuera guapo ni demasiado inteligente, pero sí bondadoso y considerado con ella, desde luego que no iba a pensarlo mucho tiempo: le entregaría su corazón abierto de par en par. Y mira por dónde, allí mismo y en aquel preciso momento, blandiendo con destreza una azada surco adelante, avanzaba un hombre de escasa estatura, vestido con uniforme militar, con rojas orejas que le asomaban por debajo de la gorra. ¿Quién sería? ¿Qué buscaba? Tal vez matar el tiempo, nada más; distraerse un poco. O tal vez no; ¿quién podía saberlo? Esas cosas no se descubren así, de pronto.

El largo día de verano tocaba a su fin. El aire se puso en movimiento de forma perceptible. Del Tiopa subió una brisa fresca, y el gran disco rojo del sol, cortado en dos mitades por un cirro semejante a una pluma, rozó el borde de un horizonte humeante. Del otro extremo del pueblo empezaron a llegar los mugidos del ganado, y Niura dejó a Chonkin en el huerto y corrió al encuentro de Krasavka, su vaca.

Por el camino, Niura se tropezó con Ninka Kúrzova que, con una larga pértiga en la mano, iba también en busca de su res.

Y juntas continuaron el camino.

—¿Y qué?, ¿has recalzado ya las patatas? —preguntó Ninka con manifiesta malicia.

Toda la aldea sabía ya, por descontado, que Niura no había estado trabajando sola en el huerto.

—Todavía me queda un poco.

—Ahora, con ayuda, será más fácil —insistió Ninka con un guiño.

—Cuatro manos, desde luego, se notan —reconoció Niura sonrojándose.

—Parece buen chico, ¿no? —se apresuró a averiguar Ninka.

—Bueno, eso ¿quién lo puede decir? —Niura se encogió de hombros—. De una primera impresión no se puede sacar gran cosa. Estatura no es que tenga mucha, pero ¡se lo ve tan trabajador! Como que no he podido seguirle el paso cuando se ha puesto a avanzar por los surcos con la azada…

—¡Caramba…! —exclamó Ninka en tono de aprobación—. ¿Y cómo se llama?

—Iván —le reveló Niura con orgullo, como si aquel nombre tuviera algo de particular.

—¿Soltero?

—Eso no se lo he preguntado.

—Mal hecho. Hay que preguntarlo en seguida.

—Bueno, es que… así, de pronto, se hace violento…

—Violento se hace si se suelta a bocajarro —respondió Ninka con convicción—, pero se puede averiguar como quien no quiere la cosa. Aunque, de todas formas, te la pegan…

—¿Por qué iba a mentir?

—¿Y cómo no? —replicó Ninka—. ¡Si nuestra vida, toda, consiste en eso! Los hombres mienten y nosotras los creemos. Y, para colmo de males, ése es militar. Pasar el tiempo: eso es lo que anda buscando. Lo que tú tienes que hacer es sonsacarle y, si puedes, echar un vistazo a sus papeles. Claro que los documentos de los militares no son una tarjeta de identidad, y es posible que no conste su estado…

—O sea, que no hay nada que hacer… —apuntó Niura.

—Nada.

—Pues yo, no sé por qué, lo creo. No me parece capaz de mentir.

—Si lo crees, allá tú —replicó Ninka con apatía—; pero, en tu lugar, yo no le dejaría acercarse demasiado antes de tiempo.

—¿Y quién le deja acercarse? —protestó Niura, turbada.

—Yo no digo que le dejes, pero podrías dejarle. Los hombres, y los militares no van a ser menos, tienen eso: ellos a lo suyo, y luego, encima, se ríen de una.

En ese punto Niura se hizo a un lado y se arrimó a una valla al ver surgir en el camino a Krasavka, su vaca, que llegaba corriendo por toda la aldea con una especie de galope, con un perro pequeño, que no dejaba de ladrar desesperadamente, pegado a las patas traseras. La vaca se lanzó en dirección a Niura con tal velocidad que se habría dicho que ninguna fuerza del mundo podría ya pararla. Sin embargo, al llegar junto a su ama se detuvo como si la hubieran clavado al terreno.

—Es un verdadero diablo —observó Ninka con susto—. Ándate con cuidado, Niura, no sea que te embista con esos cuernos y te lance por los aires.

—A mí no me hace nada —dijo convencida Niura, al tiempo que peinaba con los dedos la testuz de Krasavka en el espacio comprendido entre las astas.

Fatigado por la larga carrera, el animal resollaba de forma audible, ampliamente dilatadas las ventanas de la nariz.

—Pues la mía, que es un mal bicho, no sé dónde ha podido meterse. Me voy a la carrera, no sea que me esté embistiendo a alguien en el huerto. Y déjate pasar por casa —invitó a Niura con la expresión que siempre utilizaba en tales casos—. Cantaremos unas tonadas y nos reiremos un poco…

Y se alejó agitando rítmicamente la vara que llevaba en la mano.

En el camino de regreso, Niura hizo una rápida visita a la comadre Dunia y le compró medio litro del aguardiente que ella misma destilaba. Atemorizada por la idea de que la vieja Dunia comenzase a hacer preguntas sobre el uso que pensaba dar al licor, pretendía darle a entender que esperaba una visita de su padre. Pero Dunia había hecho ya tan copiosas libaciones de su propio brebaje, que nada despertaba su curiosidad.

Para cuando, ordeñada la vaca, salió Niura al porchecillo, Chonkin había ya terminado con la última arriata y, sentado en la hierba, fumaba.

—¿Cansado? —le preguntó Niura.

—Eso, para mí, no es nada —repuso Chonkin—; una diversión, más que un trabajo.

—He puesto la mesa para la cena —apuntó Niura sobreponiéndose, con un esfuerzo, a su timidez.

—¿Para la cena? —replicó Chonkin, a quien se le habían encendido los ojos. Pero cobró entonces memoria de su situación y se limitó a suspirar—. Imposible —se excusó—. De veras que lo siento, pero no puedo. Ahí tengo algo que me espera —añadió con fastidio, mientras indicaba con un ademán el no lejano emplazamiento del avión.

—¡Vaya por Dios! ¿Y quién quiere usted que toque su avión? —protestó Niura vivamente—. Si por aquí ni siquiera cerramos con llave las isbas.

—¿De veras? —preguntó Chonkin, esperanzado—. ¿Quiere eso decir que nunca se ha dado el caso de que…, de que a nadie…?

—Pero ¡qué cosas dice usted! —replicó Niura—. En toda mi vida no recuerdo una cosa semejante. Una vez, cuando yo era muy niña, pero que muy pequeña, antes incluso de que existiera el koljós, a un tal Stepán Lúkov, que vive detrás de la oficina, le desapareció el caballo, así que todos pensamos que habían sido los gitanos. Pero no; luego encontraron al animal, que había pasado nadando al otro lado del riachuelo.

—Pero… ¿y si a algún pilluelo se le ocurriera ponerse a enredar dentro del aparato? —insistió Chonkin, que paulatinamente iba ofreciendo menos resistencia.

—A esta hora, todos están en la cama, durmiendo —respondió Niura.

—Bueno, pues de acuerdo —se decidió Iván—. Entraré aunque no sea más que diez minutos.

Recuperó su fusil, y Niura recogió las azadas.

La mitad delantera de la casa ofrecía un aspecto de limpieza y orden. En la ancha mesa había una botella con un viejo pedazo de trapo por tapón, dos platos y dos vasos. Uno de los platos contenía patatas hervidas, y el otro, pepinos. Reparando de inmediato en que la carne brillaba por su ausencia, dejó Chonkin el fusil en el interior y se dio una carrera hasta el avión en busca de su macuto.

Niura cortó al punto el salchichón en gruesas tajadas, pero, no deseando una comida pesada, las latas quedaron intactas. Niura hizo sentar a Chonkin en el banco que flanqueaba la pared, y ella se acomodó frente a él en un pequeño taburete. Chonkin escanció la bebida: un vaso lleno para sí y medio para Niura, que fue cuanto permitió la muchacha.

Alzando su vaso, Chonkin propuso un brindis:

—¡Por nuestro encuentro!

Después de haber apurado una segunda ración de aguardiente, sintió Chonkin que se le alegraba el ánimo. Desabrochado el cuello de la guerrera, se libró igualmente del cinto y, con la espalda reclinada en la pared, no volvió a dedicar un solo pensamiento al avión. El rostro de Niura parecía flotar ante él en la creciente sombra del crepúsculo, dando unas veces la impresión de separarse en dos mitades y, otras, de reintegrarse en un todo único. Chonkin experimentaba un estado de alegría, de libertad, de ligereza de ánimo.

Atrayendo a Niura hacia sí con un incontenible movimiento de la mano, la invitó:

—Véngase aquí.

—¿Para qué?

—Para nada en particular.

—En tal caso, podemos seguir hablando con la mesa de por medio —dijo Niura sin ceder.

—Anda, ven… —insistió Chonkin, lastimero, pasando a tutearla—. Si no te me voy a comer…

—Esto no tiene ningún sentido —dijo Niura, al tiempo que rodeaba la mesa y, aunque a cierta distancia, iba a tomar asiento a la izquierda de Chonkin.

Durante un rato guardaron silencio. En la pared que tenían delante, un viejo reloj de pesas, invisible a causa de la oscuridad, dejaba oír su sonoro tictac. El tiempo avanzaba hacia la noche.

Chonkin exhaló un pesado suspiro y se deslizó en el asiento hacia Niura. Ella suspiró todavía más profundamente y se separó otro tanto. Chonkin profirió un nuevo suspiro y acortó distancias. Niura volvió a suspirar y se alejó. Así, al poco tiempo, la muchacha se encontró en el mismísimo extremo del banco. Un nuevo movimiento podía ser peligroso.

—Parece como si hubiera refrescado un poco —observó Chonkin, según ponía la mano en el hombro de Niura.

—Pues no es que haga precisamente frío —respondió ella con un esfuerzo por librarse de la caricia.

—Yo, en cambio, tengo las manos como heladas —dijo él avanzando la diestra hacia el pecho de Niura.

—Así que, en general, ¿se pasa usted el tiempo volando? —ensayó Niura, en un último y desesperado intento de liberarse.

—Todo el tiempo —respondió Chonkin, haciendo correr la mano bajo la axila de Niura y deteniéndola en la espalda de la muchacha para desabrocharle el sostén.