Es sabido que la vida de las personas está colmada de lances imprevistos. De haber seguido aquel día los acontecimientos su curso establecido, después de la clase de formación política, Chonkin habría tenido que transportar leña a la cocina, a lo cual habría seguido la comida; a ésta, la siesta, y a la siesta, el baño. Con ocasión del baño se había prometido distribuir equipos nuevos (Chonkin tenía ya previsto poner el suyo aparte junto con dos pares de gruesos calcetines, con vistas a su inminente licenciamiento). Después del baño habría ido de nuevo a las caballerizas, al almacén a por los víveres para la cena y, por último, al festival en la pista al aire libre, que consistía en un concierto de músicos aficionados.
Y, de pronto, lo llaman tan lindamente al cuartel, le entregan un fusil, un capote y una mochila, lo montan en el avión y, hora y media mal contada más tarde, tenemos ya a Chonkin en una aldea de vaya usted a saber dónde, cuyo nombre y existencia jamás había oído ni sospechado.
No había tenido tiempo aún de recuperarse de los mareos del vuelo recién concluido, que era el primero que realizaba en su vida, cuando los pilotos (el que lo había llevado hasta allí y el que se encontraba ya en el lugar) se dedicaron a recubrir el avión averiado con una funda, lo calzaron y, tras montar en el aparato que funcionaba, desaparecieron, como si nunca hubieran estado en aquel lugar, dejando a Chonkin cara a cara con el avión y con la muchedumbre que lo rodeaba. Ésta empezó a disgregarse paulatinamente, abandonando a Chonkin a su suerte.
Una vez solo, Chonkin paseó en torno al aparato, tiró un poco de los alerones, dio media vuelta al timón, golpeó una rueda con la bota y escupió. ¿Por qué montar guardia junto a aquel armatoste? ¿De quién defenderlo?, y ¿durante cuánto tiempo? Preguntas todas ellas sin respuesta. El teniente coronel Pajómov había dicho que lo mismo podía ser cosa de una semana como de más tiempo. Una semana, mal que bien, podía pasarla. Aunque, bien mirado, antes tenía el caballo para conversar con él, y estaba satisfecho…
En realidad, él prefería la conversación del caballo a la de las personas, porque con ellas se corre el riesgo, si no les cuadra lo que se les dice, de que te den un chasco, mientras que al caballo puede uno decirle lo que se le antoje, que todo le parece bien. A su caballo acudía Chonkin para charlar, para pedir consejo, para contarle sus cuitas, para hablarle del brigada, y para quejarse de Sámushkin y de Shurka, el cocinero; y, comprendiera o no, el animal meneaba la cola, asentía y daba, en fin, señales de vida. Pero ¿qué conversación podía uno mantener con aquel armatoste? Para empezar, se trataba de un ser inanimado… Chonkin escupió por segunda vez y recorrió el aparato de popa a proa y de proa a popa. Luego le volvió la espalda.
El aspecto que la naturaleza ofrecía en aquel lugar no le gustaba en absoluto. A cosa de trescientos pasos de allí, entre mimbrales de color plomizo, discurría un riachuelo que llevaba el extraño nombre de Tiopa. No sabía Chonkin que se llamara así, pero, de todas formas, su aspecto le resultó en seguida repulsivo. El bosquecillo de escasa vegetación que se extendía aguas abajo del Tiopa no despertó en Chonkin mayor entusiasmo que el río, y en cuanto al resto del entorno, poco podía decirse de halagüeño. La tierra, salvo de protuberancias y guijarros, aparecía exenta de todo. La aldea presentaba, por otra parte, un pobre aspecto: dos de las casas estaban guarnecidas con listones de madera; las restantes, con tablones negruzcos, de los cuales la mitad colgaba hacia el suelo. Algunas techumbres eran de chapa de madera, y otras aparecían cubiertas con paja.
La aldea estaba desierta: ni un alma, dondequiera que se mirase. Lo cual, ciertamente, no tenía nada de peculiar, pues todo el mundo se encontraba en el trabajo, y los que no trabajaban se protegían de la calima en el interior de las isbas. Tan sólo, descarriado, un ternerillo con manchas en el blanco pelaje, la lengua fuera por el calor, aparecía tendido en mitad del camino.
Por la orilla del riachuelo pasó un individuo montado en bicicleta, con un rastrillo atado a la espalda.
—¡Eh, eh! —le gritó Chonkin.
Pero el otro no se paró ni volvió la cabeza. No lo habría oído, sin duda.
Iván puso el macuto encima del ala del aparato y lo desató para investigar qué le habían preparado. El saco contenía dos hogazas, una lata de carne y otra de pescado en conserva, un tarro de concentrado alimenticio, un pedazo de salchichón duro como una piedra y unos cuantos terrones de azúcar envueltos en papel de periódico. Para una semana no era, desde luego, gran cosa. De haberlo sabido antes, habría echado mano de alguna cosilla del comedor de aviadores, pero ahora…
Chonkin echó a andar de nuevo a lo largo del aparato: unos cuantos pasos arriba; otros pocos abajo. Bien mirada, por supuesto, su situación tenía también su lado agradable. Ahora no era simplemente el Chonkin al que uno podía acercarse sin más, cogerlo del hombro y decirle: «¡Eh, tú, Chonkin!» o, por poner otro ejemplo, largarle un salivazo en la oreja. Ahora era un centinela, una persona inmune a la que era mejor no escupir sin pensárselo dos veces. El simple «¡Alto! ¿Quién vive?» o el «¡Deténgase o disparo!» no eran cosa de broma.
Pero si el asunto se examinaba desde otro punto de vista…
Chonkin se detuvo y, reclinándose en el ala, se puso a pensar. Lo habían dejado allí para toda una semana, solo y sin nadie que lo relevase. Entonces, ¿qué? Conforme al reglamento, al centinela le está prohibido comer, beber, fumar, reírse, cantar, conversar, satisfacer sus necesidades fisiológicas… Pero ¡pasarse una semana plantado en el mismo lugar…! En el curso de una semana, se quiera o no, semejante reglamento acaba por ser transgredido. Se arrimó entonces a la cola del avión y transgredió el reglamento en el acto. Luego echó una ojeada alrededor… Nada.
Entonó entonces una canción:
Cabalgaba el cosaco por el valle,
por las tierras del Cáucaso marchaba…
Era ésta la única canción cuya letra conocía hasta el final. Una canción sencilla, cuyo estribillo repetía constantemente:
Cabalgaba por un huertecillo verde;
en la mano un anillo le brillaba.
Cabalgaba por un huertecillo verde;
en la mano un anillo le brillaba…
Chonkin guardó silencio y prestó atención. ¡Nada, tampoco ahora! Cantase, hiciera lo que hiciera, nadie le prestaba atención. Un fastidio superior al que había sentido antes, mezclado con tristeza, hizo presa en él, y de pronto se sintió dominado por la imperiosa necesidad de hablar con quien fuera y de lo que fuera.
Volvió la cabeza y vio un carro de cuatro ruedas que avanzaba por el camino del pueblo, levantando una nube de polvo a su paso. Dispuso la mano ante los ojos a modo de visera y oteó en aquella dirección. En el carromato viajaban no menos de diez campesinas que, sentadas lateralmente, balanceaban las piernas en el aire mientras que otra, tocada con una pañoleta roja, iba a pie guiando a los caballos. Contemplar ese espectáculo produjo a Chonkin una turbación indecible, que iba en aumento según decrecía la distancia que los separaba. Cuando el carro estuvo ya muy próximo, Chonkin, víctima de innegable agitación, se abrochó el cuello de la guerrera y partió hacia el camino.
—¡Eh, chicas! —gritaba—. ¡Venid aquí!
Las muchachas comenzaron a alborotar con sus risas, y la que conducía el carromato le contestó, con otro grito:
—¿Todas de golpe o de una en una?
—¡A bulto, para empezar! Luego elegiremos.
Las chicas se alborotaron todavía más y empezaron a hacer ademanes, como invitando a Chonkin a que subiera con ellas a la carreta. La que conducía, por su parte, lanzó una exclamación que dejó a Chonkin de una pieza.
—¡Ay, chicas! —dijo, enternecido como un tonto.
Pero nadie le prestaba ya oído. Llegado al pueblo, el carro había desaparecido tras una revuelta, quedando sólo de su paso el polvo largamente suspendido en el aire tórrido.
Lo ocurrido había despertado en Chonkin la más agradable de las sensaciones. Apoyado en el fusil, una serie de pensamientos relativos al sexo femenino, que el reglamento nunca habría aprobado, comenzaron a apoderarse de él, y volvió a extender la vista, como antes había hecho, sólo que esta vez no al buen tuntún y sin propósito alguno, sino buscando algo perfectamente definido.
Y lo encontró.
En un huerto situado a escasa distancia descubrió a Niura Beliashova, que después de la siesta había salido otra vez a recalzar sus patatas. Blandiendo la azada con movimientos acompasados, se ofrecía desde los más variados ángulos a la mirada de Chonkin, el cual había fijado su atención en la muchacha, justipreciando sus formas espléndidas.
Chonkin se sintió atraído de una manera instantánea hacia la joven, pero, volviendo la mirada hacia el avión, se limitó a suspirar y recomenzó su ronda. Unos cuantos pasos arriba, otros pocos abajo. De todas formas, los pasos hacia «arriba» comenzaron a hacerse mucho más frecuentes que los pasos hacia «abajo», hasta que, por último, el pecho de Chonkin acabó por chocar contra la valla de varas curvadas. Llevó a cabo esta acción de una manera tan inesperada para él mismo que, al encontrarse con la mirada interrogante de Niura, se dio cuenta de que debía explicar de algún modo su conducta.
Y la explicó de la siguiente manera:
—Tengo sed —dijo al tiempo que, para dar mayor verosimilitud a sus palabras, se hincaba un dedo en el estómago.
—Si quiere, puedo darle de beber —ofreció Niura—, sólo que el agua no está fresca.
—Como esté —se avino Chonkin.
Niura clavó la azada en un surco, entró en la casa y regresó casi de inmediato con un cuenco de hierro negro. El agua, a decir verdad, estaba más bien caliente, carecía de sabor y olía a barrica de madera. Chonkin bebió un trago e inclinó el cuenco para verterse el resto por la cabeza.
—¡Ah, qué maravilla! —exclamó con exagerado entusiasmo—. Lo digo en serio…
—Deje el cuenco, si quiere, colgado de una rama —le contestó Niura echando otra vez mano de la azada.
También ella estaba alterada por su encuentro con Chonkin, pero, sin dar muestras de ello, se puso a trabajar en espera de que se marchara. Pero no sentía Chonkin deseo alguno de partir y, después de guardar un rato de silencio, de pie todavía, se puso a interrogarla directamente.
—¿Vive usted sola o con su marido?
—¿Para qué quiere saberlo?
—Por curiosidad.
—Viva sola o acompañada, no es cosa que le ataña a usted.
La respuesta satisfizo a Chonkin. De ella se desprendía que Niura estaba sola, pero que su pudor de muchacha soltera no le permitía dar una contestación abierta a preguntas de ese género.
—¿Quiere que le eche una mano?
—No es necesario —contestó Niura—. Puedo arreglarme yo sola.
Pero Chonkin ya había lanzado el fusil al otro lado de la valla, y a continuación la había atravesado él mismo. En un principio, porque el decoro así lo exigía, Niura le negó la azada, pero luego se la cedió y se procuró para sí una segunda que sacó del establo.
Realizada codo con codo, la tarea resultaba más amena. Chonkin se desenvolvía fácil y rápidamente, poniendo de manifiesto que no era la primera vez que realizaba un trabajo de aquel tipo. Niura, que al principio se esforzaba por no quedarse atrás, comprendió al fin que tal empeño carecía de sentido, y empezó a rezagarse sin remedio.
Cuando se detuvieron para descansar un poco, y en tono no exento de curiosidad, observó ella:
—Se nota que es usted del campo…
—¿De veras se nota? —preguntó Chonkin con sorpresa.
—¡No se va a notar…! —afirmó su interlocutora con una turbación que le hizo bajar la mirada—. Aquí tuvimos gente de la ciudad que vino para ayudar… Bueno; a veces daba grima verlos. No sabían ni empuñar una azada. Es curioso… ¿Qué clase de cosas les enseñarán en las ciudades?
—A zamparse más y mejor la manteca de los campesinos —apuntó Chonkin con presteza—. Eso es cosa sabida.
—¡Ay, y que usted lo diga! —convino Niura.
Chonkin se escupió en las palmas y se aprestó de nuevo a la tarea. Niura, que lo seguía, lanzaba al recién adquirido compañero, y como quien no quiere la cosa, alguna que otra ojeada furtiva. Desde el principio se había dado cuenta de que no era un hombre de elevada estatura, y de que tampoco destacaba por lo guapo; pero aun así, ella, víctima de tan larga soledad, lo encontraba de su agrado. Por otra parte, como determinó según fijaba mejor la atención, Chonkin era una persona bien dispuesta y hábil en las cosas del campo; un hombre indiscutiblemente útil. Y ese hombre empezó a gustarle más y más, hasta el extremo de que en su interior comenzó a alumbrarse algo que guardaba parecido con la esperanza.