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El brigada Peskov estaba sentado en su aposento del cuartel y, mediante un alambre, cortaba pedazos de jabón destinados al inminente turno de baños de la compañía. En ese momento lo llamaron por teléfono, y Pajómov, el comandante del batallón, ordenó que se buscara a Chonkin sin tardanza, se lo proveyese de armamento y raciones de comida para una semana, y se lo dispusiera para un servicio de guardia de larga duración.

Sin comprender en qué podría consistir exactamente el servicio ni el porqué de su larga duración, el brigada, acostumbrado a cumplir los mandatos sin discutirlos, conforme exige el reglamento, repuso «¡A la orden!», mandó al depósito de víveres a Trofímovich, el almacenero, que estaba ayudándolo a cortar el jabón, e hizo que Alímov, el ordenanza, saliese en busca de Chonkin. Hecho todo esto, y después de cortar el jabón restante, se limpió las manos en una toalla y se sentó a escribir una carta a su novia, que vivía en la ciudad de Kotlas.

Cumplido su periodo reglamentario de servicio, el brigada se había reenganchado por dos años más, y se disponía ahora a reengancharse de nuevo, cosa que su novia no aprobaba. Ella opinaba que a un hombre casado le conviene más desempeñar cualquier cargo en una fábrica que servir en el Ejército.

El brigada, que no compartía este punto de vista, escribió:

En tu carta dices también, Liuba, que la vida civil es preferible a la militar. Tus ideas a este respecto, Liuba, son erróneas, pues para cualquier soldado del Ejército Rojo, lo principal es sobreponerse a las penalidades y privaciones del servicio de las armas, así como a las de la instrucción de los que están encomendados a su tutela. Bien sabes que nuestro país se enfrenta en sus cuatro puntos cardinales al capitalismo, y que el enemigo no ceja en su propósito de aniquilar la nación soviética y reducir a sus hijos y mujeres a la esclavitud. Ésta es la razón de que el Ejército Rojo llame anualmente a sus filas a jóvenes guerreros, hijos de trabajadores y de laboriosos campesinos. Y nosotros, aguerridos soldados, tenemos la obligación de transmitirles nuestra experiencia militar y nuestra maestría en el manejo de las armas. Así formamos a las nuevas generaciones. Esta cuestión es muy seria, pues con los jóvenes hay que mostrarse severo día tras día, ya que a un trato considerado responden comportándose como cerdos. Pongamos el ejemplo de una familia sencilla. Un hijo al que no se eduque con severidad y sin regatearle la correa está llamado a convertirse en un tarambana o en un gamberro, y los hijos, Liuba, son el objetivo de nuestra vida. Y cuando uno carece de este objetivo, más le vale colgarse o pegarse un tiro (para citar dos casos, ahí tienes a Maiakovski y a Yesenin).

El brigada puso el punto y seguido, mojó la pluma en el tintero y se dedicó a reflexionar sobre la próxima oración. Su deseo era encontrar la forma de vincular en un todo único los conceptos de la familia y el matrimonio, sin olvidar la capacidad defensora del Gobierno, si bien no encontraba la manera precisa de llevar a cabo tal aleación.

En aquel momento, un golpe en la puerta interrumpió el curso de sus ideas.

—Adelante —autorizó el brigada.

Entró Chonkin, tan confundido por su lamentable actuación en la clase de instrucción política que, olvidando los requisitos del reglamento en materia de presentaciones, se limitó sencillamente a preguntar:

—¿Me llamaba usted, camarada brigada?

—No lo he llamado, sino que he ordenado que se presentara —lo corrigió el brigada—. Salga y preséntese como es debido.

Chonkin se volvió en dirección a la puerta.

—¡Alto ahí! —gritó el brigada—. ¿De qué forma se debe dar la media vuelta?

Chonkin hizo todo lo posible por ejecutar los movimientos correctamente, pero volvió a equivocarse y, una vez más, dio la vuelta partiendo de la derecha. Tan sólo tras el tercer intento le salió un giro más o menos aceptable, después de lo cual, el brigada condescendió, por fin, a dejarlo salir para que hiciera su nueva aparición y saludara. A continuación, tras haberle puesto en las manos el reglamento del servicio de guardias y retenes, lo envió al cuartel para que aprendiese las obligaciones del centinela. Él, entre tanto, se dispuso a finalizar su carta enriqueciéndola con las nuevas ideas surgidas de su contacto con Chonkin.

Pongamos, por ejemplo, Liuba, que en vuestra fábrica trabaja un ingeniero superior a cuyo cargo se encuentran diez o doce personas. A estas personas podrá darles una orden determinada sólo en relación con el trabajo, pero más tarde, fuera de la jornada laboral o durante el día de asueto, dejarán de estarle sometidas y obrarán a su antojo o, como suele decirse, tú a lo tuyo y yo a lo mío. Entre nosotros, tal situación es imposible. Mi compañía consta de noventa y siete soldados más algunos educandos. A todos ellos puedo dirigirme en cualquier momento con cualquier orden, seguro de que será cumplida sin discusión, exacta y puntualmente, y de acuerdo con el reglamento y con la disciplina militar, a despecho de que en mis estudios llegué únicamente al quinto curso.

En este punto se vio de nuevo interrumpido por alguien que, abriendo la puerta, se introdujo en el aposento.

Creyendo que se trataba de Chonkin, y sin volver la cabeza, dijo el brigada:

—Sal, llama a la puerta y entra de nuevo.

—Ya he llamado —oyó que le decían.

El brigada giró vivamente en el taburete al tiempo que se enderezaba al ver ante sí al teniente coronel Pajómov.

—Sin novedad en la compañía durante su ausencia, camarada teniente coronel… —se disponía a comenzar, llevándose la mano a la visera.

Pero el teniente coronel lo interrumpió:

—¿Dónde está Chonkin?

—Lo he enviado a aprenderse el reglamento del servicio de guardias y retenes —informó el brigada, sonora y decididamente.

—¿Enviado? ¿Adónde? —preguntó Pajómov sin comprender.

—Al cuartel, camarada teniente coronel —articuló Peskov de forma impecable.

—Pero ¿está usted loco? —chilló el teniente coronel—. El avión está esperándolo y a usted no se le ocurre otra cosa que ponerlo a estudiar reglamentos. ¿No le dije por teléfono que llamase inmediatamente a Chonkin y lo tuviera dispuesto para partir?

—¡A la orden, camarada teniente coronel! —El brigada se precipitó hacia la puerta.

—Espere. ¿Y las raciones enlatadas?

—He mandado a por ellas a Trofímovich, pero aún no ha regresado. A lo mejor está de charla con el almacenero.

—¡Ya le daré charla yo a ése! ¡Me lo trae usted a rastras junto con las latas!

—Ahora mismo envío al asistente —dijo el brigada.

—¡Deje en paz al asistente! —replicó Pajómov—. ¡No es el asistente, sino usted quien debe ir! ¡Y ligerito! Espere. Dispone usted de cinco minutos para todo. Por cada minuto de retraso tendrá un día de arresto. ¿Entendido? ¡Pues a la carrera!

El teniente coronel empleaba con el brigada un tono bien distinto del que una hora antes había observado con el comandante del regimiento. Pero, por su parte, el brigada se dirigía a Chonkin en términos que nada tenían que ver con los utilizados en su conversación con el teniente coronel. En cuanto a Chonkin, podía servirse de semejante lenguaje a lo sumo con el caballo; el caballo, sin embargo, no tenía a nadie por debajo.

Tras ganar la calle a toda prisa, el brigada consultó su reloj de bolsillo y, calculando el tiempo de que disponía, iba ya a continuar a paso normal cuando, al volverse y comprobar que el teniente coronel Pajómov lo observaba desde la ventana, echó a correr de nuevo.

La carrera hasta el extremo opuesto de la pequeña localidad suponía unos cuatrocientos metros, y en todo ese trayecto no había un solo edificio tras el cual ocultarse y descansar un poco donde el jefe del batallón no lo viera, razón por la cual Peskov se sentía como en un campo de tiro. Pues aunque contaba veinticinco años, en los dos últimos de su reenganche no había corrido más que una sola vez, y eso con motivo de una alarma que lo hizo absolutamente inevitable, y su desentrenamiento se dejaba sentir. Por no mencionar el calor, que era de aúpa.

En el almacén de víveres reinaban la agradable temperatura y la penumbra habituales. Los escasos rayos de sol que lograban filtrarse a través de los orificios del techo o de las paredes traspasaban el espacio interior como enhebrándolo para rescatar de la semioscuridad aquí unas cajas, allá unas barricas, allá varios sacos o un canal de buey colgado de un travesaño tendido de lado a lado del almacén.

Dudkin, el encargado de aquella dependencia, estaba sentado junto a la puerta entornada donde, apuntalado el mentón en el puño, dormitaba aturdido por el calor. Apenas conciliado el sueño, le resbaló la barbilla de la mano húmeda de sudor, y fue a dar de bruces contra la mesa. Abriendo los ojos, dirigió al mueble una mirada mixta de sospecha y de hostilidad, pero, incapaz de resistir la tentación, volvió a fijar la mano bajo la barbilla.

Llegado al almacén como una exhalación, la lengua fuera, Peskov se dejó caer junto a Dudkin en un cajón de grano y preguntó:

—¿Has visto a Trofímovich?

Dudkin se dio otra vez contra la mesa y miró a Peskov con ojos amodorrados.

—¿Qué?

El brigada consideró con respeto el mentón de Dudkin, capaz de soportar tan rudos golpes.

—¿No te habrás roto algún diente? —indagó.

—Los dientes aguantan —respondió Dudkin estirando la cabeza para emprender un bostezo—. Lo que me preocupa es la mesa. Habrá que mandarla reparar. ¿Por quién preguntabas?

—Por Trofímovich. ¿Lo has visto?

—Aaaaaah…, Trofímovich —bostezó Dudkin—. Sí, ha estado aquí —añadió entornando los ojos y colocando otra vez la mano bajo la barbilla.

—No te duermas todavía. —El brigada lo sacudió por el hombro—. ¿Hacia dónde ha ido?

Dudkin movió la mano libre en dirección a la puerta.

—Hacia ahí.

Percatándose de que no sería de Dudkin de quien obtuviera mayores aclaraciones, el brigada salió a la calle y se quedó cavilando. ¿Qué dirección tomar? Mentalmente, repasó todos los lugares en que podía encontrarse Trofímovich, pero como éste gozaba de libertad de movimientos, no se le hacía fácil al brigada determinar un paradero más o menos verosímil. Se sacó del bolsillo el reloj y lo consultó. Seis minutos habían transcurrido desde el momento en que había recibido sus órdenes. Exhaló un suspiro. El teniente coronel Pajómov, le constaba, no era de los que dejan incumplidas sus promesas. Y en ese momento, por primera vez, tuvo conciencia Peskov de que algo de extraordinaria importancia debía de estar ocurriendo para que enviasen a Chonkin en avión y con destino desconocido. ¿Sería acaso que, inesperadamente, Chonkin se había vuelto una persona de importancia? Con ser el brigada, a Peskov jamás lo habían trasladado en avión… La idea de un suceso relevante movió su cerebro a trabajar con mayor rendimiento y, tras considerar nuevamente en qué lugar podía haberse metido Trofímovich, el brigada, resuelto ya, se lanzó hacia el almacén de efectos militares.

No se equivocaba Peskov. En el desierto establecimiento, plantado junto a Tosia, la vendedora, Trofímovich estaba explicándole a aquélla el argumento de la película Cuatro corazones. A sus pies, en el suelo, descansaba un saco que contenía los víveres enlatados para Chonkin.

Un minuto más tarde, el teniente coronel Pajómov, que se había asomado a la ventana, contemplaba la siguiente escena: por el senderillo que bordeaba el cuartel, saco al hombro, Trofímovich avanzaba a saltitos; algo más atrás, golpeándole la espalda con el puño, corría el brigada Peskov.

Al caer la tarde, aquel mismo día, sentado en una celda individual del cuerpo de guardia, el brigada Peskov, continuando la carta a su novia de Kotlas, escribía:

Aunque, por supuesto, Liuba, no se puede decir que todo sean rosas en la vida castrense. Por ejemplo, hay gente que, lejos de servirse de su posición para fomentar la disciplina militar, la utiliza para ridiculizar a sus subalternos. Tal cosa, naturalmente, no ocurre en la vida civil, pues en ella, cumplidas sus ocho horas de trabajo, cualquier persona se considera ya libre, y si un ingeniero o encargado se permite ordenarle algo, uno puede mandarlo allá donde mejor le convenga.