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En verano, cuando el tiempo era bueno, los cursos de formación política no se desarrollaban por lo general en el interior, sino en las lindes de un bosquecillo situado donde terminaba la pequeña ciudad.

Chonkin, como siempre, había llegado con retraso, aunque esta vez no por culpa suya. Retenido en primer lugar por el brigada y su instrucción, lo había enviado luego el cocinero Shurka, en el último minuto, a buscar grano al almacén. Al no encontrar al encargado en su puesto, no le quedó otro remedio que buscarlo a la carrera por toda la pequeña ciudad. Cuando Chonkin llegó por fin al bosquecillo a lomos de su caballo, todos habían hecho ya acto de presencia.

Aparecido Chonkin, el instructor político Yártsev, a cuyo cargo corrían los cursos, dijo mordazmente, aunque con suma delicadeza, algo como que muy bien, que como ya tenemos a Chonkin entre nosotros, todo está en orden y nada nos impide comenzar.

Los soldados tomaron asiento en el pequeño prado, en torno al ancho tocón donde se sentaba el jefe instructor Yártsev.

Chonkin libró al caballo de la brida y fue a amarrarlo a un árbol no lejano, donde el animal pudiera apacentarse, y para sí eligió un lugar al frente de los soldados, a buena distancia del instructor. Una vez sentado, encajó los pies bajo los muslos, y hasta que concluyó la operación no se le ocurrió volver la cabeza. Al punto comprendió que no podía haber elegido con peor fortuna su emplazamiento. Junto a él, y mirándolo con sus ojos azules cargados de sorna, se encontraba Sámushkin, su enemigo más acérrimo. Este Sámushkin aprovechaba cualquier ocasión para jugar a Chonkin alguna mala pasada: en el comedor le mezclaba la sal con el azúcar; en el dormitorio (las pocas veces que se veía Chonkin precisado a pasar la noche allí) le anudaba pantalones y guerrera y, como consecuencia de ello, Chonkin llegaba tarde a las formaciones. Cierta vez, Sámushkin llegó a hacerle a Chonkin una «bicicleta»: introdujo papeles entre los dedos de los pies del durmiente y les prendió fuego. Esto valió a Sámushkin dos servicios de cuartel no inscritos en la orden del día, y a Chonkin, tres días de renqueo.

Viendo a Sámushkin, comprendió Chonkin que mejor habría hecho sentándose encima de un hormiguero, pues, dada su naturaleza juguetona, nada bueno podía esperarse de él.

El tema que se estudiaba aquel día era «Características morales de un soldado del Ejército Rojo». De un grueso portapliegos amarillo que descansaba en sus rodillas, el jefe instructor Yártsev extrajo un resumen, lo hojeó, hizo a los soldados breve memoria de lo explicado en las sesiones anteriores y preguntó:

—¿Quién desea tomar la palabra? ¿Chonkin? —Su voz sonó asombrada al ver que éste había levantado la mano.

Chonkin se puso en pie, se arregló los pliegues que formaba la guerrera bajo el cinto y, desplazando el peso del cuerpo de un pie a otro, se quedó mirando a Yártsev directamente a los ojos. Y así estuvieron sosteniéndose mutuamente la mirada durante un buen rato.

—Bien, ¿a qué espera usted para hablar? —quiso saber Yártsev, incapaz de aguantar la situación más tiempo.

—Es que no estoy preparado, camarada jefe instructor —balbuceó Chonkin indeciso, bajando la mirada.

—Si es así, ¿por qué ha levantado usted la mano?

—Yo no la he levantado, camarada jefe instructor. Sólo trataba de coger un escarabajo. Sámushkin me ha tirado un escarabajo al cuello.

—¿Un escarabajo? —indagó Yártsev con una voz que no auguraba nada bueno—. ¿Usted a qué viene aquí, camarada Chonkin? ¿A instruirse o a cazar escarabajos?

Chonkin guardó silencio. El jefe instructor se puso en pie y comenzó a pasear con desasosiego por el pradillo.

—Estamos estudiando todos juntos —empezó, empleando unas palabras elegidas con el mayor cuidado— un tema muy importante: las características morales del soldado del Ejército Rojo. Usted, camarada Chonkin, está muy atrasado en formación política respecto de la mayoría de sus compañeros, que escuchan atentamente al instructor. No crea usted que están lejos los exámenes de inspección. ¿Cómo piensa usted afrontarlos? Lo que ocurre, dicho sea de paso, es que a usted le falta disciplina. La última vez que yo estuve de servicio en la compañía, usted no acudió a la clase de educación física. Ahí tiene usted un ejemplo concreto de cómo una deficiente formación política conduce a la transgresión flagrante de la disciplina militar. Siéntese, camarada Chonkin. ¿Quién desea tomar la palabra?

Alzó la mano el jefe de escuadra Balashov.

—Ahí tienen ustedes —dijo Yártsev—; no sé por qué será, pero el camarada Balashov es siempre el primero en levantar la mano. Y siempre da gusto escucharlo. ¿Ha preparado usted el resumen, camarada Balashov?

—En efecto —contestó modesta pero dignamente Balashov.

—Me consta —aprobó Yártsev mirando a Balashov con una devoción que no conseguía ocultar—. Hable usted.

El jefe instructor tomó de nuevo asiento en el muñón del árbol y, con ánimo de demostrar cuanto antes el auténtico placer que le procuraban las atinadas y precisas respuestas de Balashov, entornó los ojos.

Balashov desplegó ampliamente el cuaderno con pastas de cartón que le servía para distintos fines, y se puso a leer con voz sonora y llena de expresión, sin intercalar ni una palabra de su cosecha.

Mientras leía, los soldados se entregaban cada uno a su ocupación favorita. Uno de ellos, resguardado tras la espalda de un compañero, se deleitaba con Madame Bovary; otros dos jugaban a los barcos, y Chonkin se entregó a sus pensamientos.

Los pensamientos de Chonkin eran de naturaleza varia. Una atenta observación de la vida y de las leyes que la gobiernan le había enseñado que en verano, de ordinario, hace calor, mientras que en invierno hace frío. «Pero —se decía— imaginemos que fuese a la inversa: que hiciera frío en verano y calor en invierno. En tal caso, el invierno se llamaría verano, y el verano, invierno». A su cabeza acudió un segundo pensamiento, todavía más interesante y sustancial, pero en el acto mismo olvidó de qué se trataba, y no consiguió recuperarlo por más esfuerzos que hizo. Y buscar ese pensamiento perdido era mortificante. En aquel momento sintió que lo golpeaban ligeramente en el costado. Volvió la cabeza y vio a Sámushkin, del cual se había olvidado por completo. Sámushkin le indicó con un dedo que se inclinara hacia él, dando a entender que debía decirle algo. Chonkin tuvo un momento de duda. Sámushkin debía de haber maquinado alguna de las suyas. Soltarle un grito en la oreja, a lo mejor; pero no se atrevería, en presencia del jefe instructor. Un escupitajo, entonces.

—¿Qué te pasa? —preguntó Chonkin en un susurro.

—No tengas tanto miedo, caramba —susurró Sámushkin, que se había inclinado sobre el oído de Chonkin—. ¿Sabías que Stalin ha tenido dos esposas a la vez?

—¡Qué cosas dices! —respondió Chonkin, desechando el comentario con un ademán.

—Te lo digo en serio. Dos esposas.

—Déjate de tonterías.

—Si no lo crees, pregúntale al jefe instructor.

—¿Para qué? —se obstinó Chonkin.

—Hazlo por un amigo. Yo se lo preguntaría, pero me da apuro, porque el último día intervine muchas veces.

La expresión de Sámushkin revelaba la enorme importancia que para él revestía que Chonkin le hiciera ese favor, en realidad insignificante. Y Chonkin, que era una persona bondadosa, incapaz de negarle nada a nadie, no opuso más resistencia.

Balashov estaba todavía leyendo su resumen. El jefe instructor escuchaba distraídamente, sabiendo que Balashov, soldado meticuloso, sin duda habría transcrito palabra por palabra el texto del manual y, por tanto, en su respuesta no podía haber ningún exabrupto.

Pero como sea que el tiempo se acababa y había que preguntar a los demás, Yártsev lo interrumpió:

—Muchas gracias, camarada Balashov. Me queda una pregunta que hacerle. ¿Por qué se considera que nuestro Ejército es popular?

—Porque sirve al pueblo —respondió Balashov sin pensarlo demasiado.

—Correcto. ¿Y a quién sirven los ejércitos de los países capitalistas?

—A las camarillas del capital.

—Correcto —dijo Yártsev, muy satisfecho—. He escuchado con placer sus palabras. Razona usted atinadamente y saca auténticas conclusiones de los datos que hemos revisado. Le pondré la calificación de sobresaliente y solicitaré del jefe del batallón que consigne nuestro reconocimiento en su hoja de servicio.

—Para servir al pueblo obrero —dijo Balashov quedamente, utilizando la fórmula habitual.

—Siéntese, camarada Balashov —respondió el jefe instructor, al tiempo que, con sus ojos menudos de penetrante mirada, se ponía a escudriñar el grupo de soldados sentados frente a él—. ¿Quién desea ampliar los conceptos del último orador?

Chonkin alzó la mano. Yártsev advirtió el movimiento.

—¿Qué sentido debemos dar, camarada Chonkin, a ese movimiento de su mano? ¿Es, quizá, que sigue debatiéndose con el escarabajo?

—Querría hacer una pregunta, camarada jefe instructor.

—Adelante.

El instructor se dilató todo él en una sonrisa, dando a entender con su expresión que Chonkin, naturalmente, podía intervenir tan sólo con alguna pregunta elemental en grado sumo o incluso estúpida, pero que él, Yártsev, tenía la obligación de descender al nivel de cualquier soldado y esclarecer sus dudas. Pero se equivocaba. La pregunta podía ser, tal vez, estúpida, pero no elemental en grado sumo.

—¿Es cierto —indagó Chonkin— que el camarada Stalin ha tenido dos mujeres?

Yártsev se puso en pie con la misma presteza que si le hubieran clavado una lezna en salva sea la parte.

—¿Qué? —gritó, trémulo de furia y espanto—. ¿Qué dice usted? ¡Guárdese de mezclarme en ese asunto!

Y percatándose de haber hablado desafortunadamente, interrumpió sus palabras.

Chonkin, sin saber qué actitud tomar, adoptó un aire de pasmo, pues no tenía la menor idea de a qué podía obedecer tal furia por parte del jefe instructor.

Esforzándose por explicar su conducta, aclaró:

—Yo, camarada jefe instructor, no quería… Sólo deseaba preguntar… Me han dicho que el camarada Stalin…

—¿Quién le ha dicho eso? —gritó Yártsev—. ¿Quién, si se puede saber? ¡Habla usted por boca de otros, Chonkin!

Chonkin miró con expresión de impotencia a Sámushkin, que hojeaba plácidamente el Breve curso de historia del Partido Comunista Bolchevique, como si lo ocurrido no tuviese absolutamente ninguna relación con él. Chonkin comprendió que, si achacaba a Sámushkin la cosa, éste se desentendería sin pestañear siquiera. Y, por mucho que Chonkin no comprendiese a qué respondía específicamente la inusitada ira del jefe instructor, se daba cuenta de que, una vez más, Sámushkin le había jugado una mala pasada; peor, tal vez, que cuando le hizo la «bicicleta».

Entre tanto, el jefe instructor, que habiéndose lanzado a gritar completamente incapaz de refrenarse, bautizaba a Chonkin con todos los epítetos que le venían a la cabeza, diciendo que a la vista estaban las consecuencias de la inmadurez política y de la pérdida de cautela; que las personas como Chonkin constituían un valioso hallazgo para nuestros enemigos, atentos a encontrar el menor resquicio por donde, sin reparar en medios, infiltrarse con su bagaje de turbias maquinaciones; y que personas tales como Chonkin empañaban el buen nombre no sólo de su sección y de su compañía, sino de todo el Ejército Rojo.

Difícil es vaticinar en qué habría parado el monólogo de Yártsev si no lo hubiera interrumpido Alímov, el ordenanza, que visiblemente había llegado a la carrera desde la misma ciudad, pues le costó no poco tiempo recobrar el resuello. Al llevarse la mano a la gorra para saludar, respiraba todavía penosamente y se quedó mirando a Yártsev sin articular palabra.

La aparición de Alímov sustrajo de sus pensamientos a Yártsev, quien lo interpeló en tono irritado:

—¿Y a ti qué te ocurre?

—Pido permiso para dirigirme a usted, camarada jefe instructor —dijo Alímov, recuperando mal que bien el aliento.

—Concedido —respondió Yártsev con cansancio, al tiempo que se dejaba caer en el tocón.

—Por orden del comandante del batallón, el soldado Chonkin debe presentarse en el cuartel.

Esta contingencia procuró a Chonkin y a Yártsev idéntico contento.

Según desataba el caballo, Chonkin se dirigía improperios por haber permitido que el diablo le tirara de la lengua. Para ser, seguramente, la única vez en todo el tiempo de su servicio que formulaba una pregunta, ¡toma, cuánto enojo! De manera que se hizo el firme propósito de no volver a preguntar nada más en toda su vida, seguro de que lo contrario le serviría para meterse en un lío del que ya no podría salir.