Querido lector, seguramente no se te habrá escapado que la escasa estatura, las piernas zambas y las orejas rojas eran las características de Iván Chonkin, aquel soldado que cumplía su último año de servicio. «¡Pues vaya figura desdichada! —dirás con enojo—. ¿Qué ejemplo es ése para la generación joven? ¿Y dónde habrá visto el autor un “héroe” semejante, así, entre comillas?». Y yo, el autor, entre la espada y la pared; cogido, como suele decirse, con las manos en la masa, me veré obligado a reconocer que no lo he visto en ningún lugar, sino que lo extraje de mi imaginación, y no precisamente con ánimo de proponerlo como ejemplo, sino únicamente para pasar el rato. «Admitamos que fuera así —replicarás con recelo—, pero ¿por qué inventar? ¿Es que el autor no pudo copiar de la vida misma su modelo? ¿Un gigante de la guerra, alto, apuesto, disciplinado, con sobresalientes calificaciones en formación militar y política?». Claro que habría sido preferible, pero no llegué a tiempo. Todos los dechados habían sido ya empleados por alguien como modelo, y a mí no me quedó más que Chonkin. Y aunque al principio reaccioné con amargura, acabé por resignarme. Porque, al igual que al hijo, al héroe de un libro hay que aceptarlo tal cual es; no puede uno echarlo por la ventana. Aunque los hijos ajenos tal vez sean mejores, más listos, eso no impide que queramos más al propio, precisamente por eso, porque es nuestro.
Y aunque la vida de Chonkin antes de alistarse no constituya, ni mucho menos, una de esas brillantes páginas biográficas dignas de atención, me parece justo dedicar siquiera dos palabras a dar cuenta de su lugar de nacimiento, su forma de vida y sus actividades anteriores.
De manera que diré que en una aldea del estuario del Volga vivía en su época una tal Mariana Chónkina, mujer viuda y en nada diferente de cualquier campesina. Su marido, Vasili Chonkin, había muerto en 1914, durante la guerra imperialista que, como es sabido, se convirtió más adelante en guerra civil y se prolongó largo tiempo. En los días en que se libraban los combates de Tsaritsin, la aldea donde vivía Mariana se encontraba en una intersección de rutas militares, transitada por blancos y rojos indistintamente, y la casa vacía de Mariana era del agrado tanto de unos como de otros.
En cierta ocasión, y durante toda una semana, en la casa de Mariana se alojó un tal alférez Golitsin, vinculado de forma sumamente confusa con una conspicua familia de grandes duques rusos. El alférez se marchó de la aldea y, al parecer, se olvidó de ella. Pero la aldea lo tenía a él muy presente y cuando, transcurrido un año, o tal vez más, ya que nadie llevaba la cuenta, Mariana tuvo un hijo, los vecinos empezaron a mofarse diciendo que, aunque indirectamente, el suceso estaba inspirado por el gran duque. Cierto que también Serega, un pastor del lugar, fue tenido por responsable, pero él negó terminantemente cualquier participación en el caso.
Mariana puso a su hijo el nombre de Iván y le dio Vasílievich por patronímico, en memoria de su difunto marido.
Los seis primeros años de su vida, de los que no guardaba ningún recuerdo, los pasó Iván sumido en la miseria. De salud precaria, Mariana fue descuidando las tareas del campo, malviviendo y pasándolas negras, hasta que un día se ahogó en el río. Era a principio del invierno; ella había bajado a aclarar la ropa, resbaló y cayó al Volga. Y los primeros recuerdos de Chonkin de sí mismo y de la vida se refieren, precisamente, a aquella época.
No quedó solo Iván, al que acogieron unos vecinos sin hijos que compartían su apellido, Chonkin también ellos, y hasta es posible que fueran parientes. Tras largos años sin fruto de su matrimonio, aquellas gentes habían llegado a considerar la posibilidad de adoptar a un niño de la inclusa, cuando se les ofreció de pronto aquella ocasión. Vistieron a Chonkin, lo calzaron y, cuando el niño hubo crecido, comenzaron a enseñarle lo más sencillo de los trabajos del campo. Lo enviaban unas veces a remover el heno; otras le hacían escoger las patatas del sótano o le encomendaban cualquier otra tarea doméstica. Sin embargo, todos estos trabajos se los pagaban.
En cierto momento comenzaron en la aldea a buscar kulaks. No pudieron encontrar ni uno, pero como se había ordenado dar con alguno a toda costa, siquiera para escarmiento, echaron mano de los Chonkin, no sólo explotadores del trabajo ajeno sino, por si fuera poco, de los niños. Los Chonkin fueron deportados, e Iván ingresó en un hospicio donde, durante más de dos años, lo estuvieron torturando con la aritmética sin provecho alguno. Al principio soportó todo aquello dócilmente, pero cuando la cosa degeneró en la división de cantidades con decimales, el niño puso pies en polvorosa y reapareció en su aldea natal.
Para entonces, Iván tenía ya estatura y fuerzas suficientes para colocar unas bridas, de manera que le dieron un caballo y lo enviaron a trabajar a una granja lechera.
Y la gente, que no había olvidado la alta cuna de Chonkin, decía:
—¡Ahí va el gran duque con su rucio a trajinar el estiércol!
En el Ejército, donde no le conocían el apodo, y visto que en sus papeles personales nada figuraba acerca de un linaje ducal, dejaron de llamarlo de aquella manera.
Nada más ver a Chonkin por primera vez, Pajómov, sin pensarlo ni un momento, ordenó:
—¡A las cuadras!
No pudo la orden ser más adecuada. En las cuadras, Chonkin se sentía como pez en el agua. Desde aquel momento, a todas horas se lo veía montado a caballo, transportando leña y patatas a la cocina. Pronto se familiarizó Chonkin con su cargo, y con igual presteza captó sus preceptos básicos, tales como, por ejemplo: «Soldado que duerme, trabajo que avanza», «No te apresures a cumplir orden alguna, que podrían cambiarla», etcétera, etcétera.
Y aunque en el transcurso de su servicio, y a diferencia de los demás mozos de su edad, no consiguió especializarse como mecánico o motorista, de no ser por el brigada, Chonkin se habría sentido plenamente satisfecho con su vida. Estaba exento de las obligaciones de participar en cuadrillas de limpieza, de fregar suelos en la compañía y de hacer instrucción. En el cuartel puede decirse que apenas ponía los pies; en invierno, de ordinario, dormía en la cocina, y en verano, en las cuadras, sobre el heno. Directo como era su trato con la cocina, se alimentaba de acuerdo con la minuta número cinco, que era la prevista para el personal del Aire. Sólo de una obligación no estaba dispensado: la de asistir a los cursos de formación política.