Incapaz de seguir soportando el calor, el oficial de servicio, el capitán Zavgórodni, que vestía una guerrera desabrochada y calzaba botas en las que una larga ausencia de lustre había sido sucedida por una gruesa capa de polvo, fue a sentarse en el porche del edificio de la plana mayor, y concentró su atención en la escena que estaba desarrollándose ante la entrada del cuartel en que se alojaba la compañía afecta a la comandancia.
La escena era la siguiente: el soldado Iván Chonkin, que cumplía su último año de servicio en el Ejército Rojo y se distinguía por su pequeña estatura, sus piernas zambas y el lastimoso aspecto de su guerrera estrujada por el cinto y su gorra de verano, de la que sobresalían unas orejas grandes y rojas, estaba plantado en posición de firmes ante Peskov, el brigada de la compañía, al que miraba atemorizado con ojos inflamados por el sueño.
El brigada, un rubio bien cebado, de mejillas sonrosadas, estaba sentado sin compostura en un banquillo de madera sin barnizar y fumaba despacio un cigarrillo, con las piernas cruzadas.
—¡Cuerpo a tierra! —ordenó el brigada en voz más bien baja, como con desgana.
—Y Chonkin se tendió obedientemente en el suelo.
—¡En pie!
Chonkin se incorporó de un salto.
—¡A tierra! ¡En pie! ¡A tierra! —El brigada se dirigió a Zavgórodni—. ¿Tendría usted la bondad de decirme, camarada capitán, qué hora indica su reloj de oro?
El capitán lanzó una ojeada a un reloj de gran tamaño producido por la fábrica Kírov (pero no de oro, naturalmente; el brigada bromeaba) y contestó abúlicamente:
—Las diez y media.
—¡Tan temprano todavía y este calor! —se lamentó con voz plañidera. Y, volviéndose hacia Chonkin, añadió—: ¡En pie! ¡A tierra! ¡En pie!
Alímov, el ordenanza, salió al porche y anunció con voz chillona:
—Lo llaman por teléfono, mi brigada.
—¿Quién es? —preguntó el brigada, volviéndose con disgusto.
—Lo ignoro, mi brigada. Es una voz muy ronca, como de alguien que esté resfriado.
—Pregúntale quién es.
El ordenanza entró en el edificio, y el brigada volvió a enfrentarse a Chonkin:
—¡A tierra! ¡En pie! ¡A tierra!
El ordenanza, de regreso, se aproximó al banquillo de madera y, tras mirar con sentimiento de adhesión la figura de Chonkin, yacente en el polvo, hizo su informe:
—Es del baño público, mi brigada. Quieren saber si deben enviar a alguien con el jabón o si lo recogerá usted en persona.
—Ya ves que estoy ocupado —respondió el brigada, conteniéndose—. Dile a Trofímovich que vaya a buscarlo. —Y, volviéndose de nuevo a Chonkin, prosiguió—: ¡En pie! ¡A tierra! ¡En pie! ¡A tierra! ¡En pie!
—Oiga, brigada —intervino Zavgórodni, a quien aguijoneaba la curiosidad—. ¿Qué le ha dado con el chico?
—Pues que es un dejado, camarada capitán —explicó el brigada con vivo sentimiento, para encararse en seguida a Chonkin—: ¡Cuerpo a tierra! Está terminando el servicio y todavía no sabe saludar. ¡En pie! En vez de seguir las ordenanzas, se lleva a la oreja una mano donde no hay dos dedos juntos. Y en las formaciones marcha como si fuera de paseo. ¡A tierra!
El brigada se sacó un pañuelo del bolsillo y, enjugándose el sudor que le empapaba el cuello, prosiguió:
—Estos chicos son un caso perdido, camarada capitán. Te desvelas por ellos, los instruyes, te destrozas los nervios ¡y es como si nada! ¡En pie!
—Pues mándelo al palo de la bandera —propuso el capitán— y que vaya y vuelva diez veces marcando el paso, deteniéndose cada vez para saludar.
—Buena idea —convino el brigada escupiendo el cigarrillo de entre los labios—. Me parece una sugerencia muy apropiada, camarada capitán. ¿Has oído lo que ha dicho el capitán, Chonkin?
Chonkin, que se había detenido frente al brigada, sacudido por una respiración violenta, no dijo ni palabra.
—¡Mira qué aspecto! Cubierto de polvo…, con la cara sucia… ¿Y eso es un soldado? ¡Eso no es nada! Diez veces hasta el palo, media vuelta y regreso. ¡En… marcha!
—Así, así —dijo el capitán, animado—. Y ordénele usted que levante más los pies. Han de quedar a cuarenta centímetros del suelo. ¡Qué desastre!
Soliviantado por el capitán, el brigada se puso a lanzar órdenes:
—¡El pie más arriba! ¡El brazo doblado a la altura del codo! ¡Los dedos deben tocar la sien! ¡Yo te enseñaré cómo hay que saludar a la oficialidad! ¡Media vuelta! ¡Marchando!
En aquel momento, el teléfono empezó a sonar en el pasillo del edificio de la plana mayor. Zavgórodni volvió la cabeza en aquella dirección, pero no se levantó. No quería ausentarse del lugar.
—Fíjese usted, brigada —gritó de pronto—: se le ha soltado una polaina. ¿Quiere usted ver cómo se enreda los pies y se va al suelo? ¡Es para morirse de risa! ¿Puede usted explicarme por qué todos los que nos envían son alcornoques como ése?
Pero el teléfono del corredor no dejaba de sonar con timbrazos cada vez más agudos e insistentes. Zavgórodni se levantó de mala gana y se adentró en el edificio.
—El capitán Zavgórodni al habla —su voz sonó indolente junto al receptor—. Dígame.
La aldea de Krásnoie distaba ciento veinte kilómetros, o tal vez más, del lugar donde la compañía estaba de guarnición, y el sonido era deplorable. Interferida por chasquidos indefinibles y un fondo de música, la voz del teniente Melieshko no permitía al capitán Zavgórodni comprender el sentido de su mensaje, hasta el punto de que al principio, sin dar a las palabras del teniente el crédito debido, optó por regresar al interrumpido espectáculo. Pero según se alejaba del teléfono, y cuando se disponía a atravesar el umbral, comprendió de repente lo que acababa de oír y, al cobrar plena conciencia de su significado, se abrochó la guerrera, frotó las botas una con otra, con ánimo de limpiarlas un poco, y salió al encuentro del comandante de la plana mayor para informarlo.
Tras haber llamado a la puerta con el puño (el comandante de la plana mayor era un tanto sordo) y sin esperar más, Zavgórodni abrió con cautela y, después de entrar; dijo a voz en grito:
—¿Da usted su permiso, camarada comandante?
—No —respondió en voz baja el comandante, sin levantar la cabeza de sus papeles.
Pero Zavgórodni, que no había visto jamás que el comandante autorizara a nadie a hacer cosa alguna, no prestó ninguna atención a la negativa.
—¿Permite usted que lo informe, camarada comandante?
—No se lo permito —contestó alzando la cabeza—. Pero ¿qué aspecto es ése, capitán? Sin afeitar, los botones mal abrochados, el calzado sucio…
—¡Anda y que te…! —dijo a media voz el capitán al tiempo que fijaba en los del comandante sus ojos llenos de alegría.
El comandante había leído en los labios del capitán el sentido aproximado de lo dicho, pero no estaba seguro de acertar, sobre todo porque, en principio, no podía concebir que un oficial de menor rango faltase al respeto a un superior.
Por esta razón, y haciendo como si las palabras del capitán le hubiesen pasado inadvertidas, continuó con lo suyo:
—Puedo regalarle una lata de betún, si no tiene usted para comprarla en el economato…
—Muchas gracias, camarada comandante —dijo cortésmente Zavgórodni—. Debo comunicarle que al teniente Melieshko le ha fallado el motor y ha tenido que efectuar un aterrizaje de emergencia.
—¿Dónde? —preguntó el comandante.
—En tierra.
—No se haga usted el gracioso. Le estoy preguntando en qué lugar, exactamente, ha aterrizado Melieshko.
—Junto a la aldea de Krásnoie.
—¿Y qué hacemos? —preguntó mirando a Zavgórodni con aire confundido.
El otro se encogió de hombros.
—Usted, como comandante, juzgará mejor. En mi opinión, habría que informar al coronel comandante del regimiento.
El comandante de la plana mayor, que nunca se había distinguido por su audacia en lo concerniente a las relaciones con sus superiores, las consideraba ahora, a causa de su sordera, con aprensión aún mayor, consciente de que en cualquier momento lo podían pasar a la reserva.
—El coronel comandante —dijo— se encuentra ahora ocupado dirigiendo las maniobras de vuelo.
—Un aterrizaje de emergencia no deja de ser una maniobra de vuelo —le recordó Zavgórodni—. Eso debe saberlo el coronel comandante.
—¿De manera que no considera usted inoportuno molestar al coronel comandante con este asunto?
Zavgórodni guardó silencio.
—¿Y si Melieshko sale del paso por sus propios medios? No es imposible…
Zavgórodni lo miró con una especie de comprensiva simpatía. El comandante, que procedente de infantería había solicitado su traslado a la plana mayor, era poco menos que ajeno a los asuntos del aire.
—Si usted me da permiso para ausentarme de la compañía, camarada comandante, yo mismo daré parte.
—Una idea muy acertada —concedió el comandante con regocijo—. Vaya usted mismo e informe al coronel. Es una prerrogativa que puede tomarse, como oficial de servicio. Espere un instante, Zavgórodni. No hemos pensado que, si usted se marcha… ¿Y si, de pronto, ocurriese algo en la compañía?
Pero Zavgórodni, que había salido y cerrado la puerta a sus espaldas con esmero, ya no lo oía.
Cosa de una hora más tarde, Zavgórodni estaba ya de regreso. Lo acompañaban el teniente coronel Opálikov, al mando del regimiento, y el ingeniero Kudlái. En ese espacio de tiempo se había presentado asimismo en la plana mayor el teniente coronel Pajómov, jefe del batallón de servicios del aeródromo. Después de haber despachado ciertos asuntos suyos con el comandante de la plana mayor, y ante la aparición de Pajómov, mostró Opálikov deseos de marchar, pero el comandante lo retuvo, y se pusieron a debatir todos juntos las medidas que debían tomarse.
Kudlái manifestó que no había en el almacén motores de recambio y que, de solicitar uno a la división, no tardarían menos de una semana en recibirlo. Zavgórodni propuso desprender las alas del fuselaje y transportar el avión por carretera hasta la base. El comandante, por su parte, propuso remolcar el aparato, lo cual suscitó en Zavgórodni una sonrisita despectiva. El teniente coronel Pajómov no dijo nada y, dando muestras de celo en el cumplimiento de su deber, hizo unas cuantas anotaciones en una libreta.
Opálikov, que había escuchado con aire divertido a los que tomaron la palabra, se puso en pie y comenzó a recorrer la habitación de una esquina a otra.
—Después de escuchar y analizar todos los disparates que han dicho ustedes, cada uno según sus capacidades, he llegado a la conclusión de que hay que dejar el avión donde está, a la espera del nuevo motor. Si lo hacemos viajar ciento veinte kilómetros en un transporte rodado, lo que quede no servirá ni para chatarra. Entre tanto, es preciso destacar un centinela junto al aparato para evitar que los chiquillos del lugar hagan de las suyas con el cuadro de mandos. Eso —dijo con un ademán dirigido a Pajómov— corre de tu cuenta.
El teniente coronel Pajómov dejó la libreta en el alféizar de la ventana y se puso en pie.
—Perdone usted —dijo tímidamente—, pero ese plan es irrealizable.
Aunque de grado no inferior a él, mayor en edad y, por tanto, no obligado a sometérsele, Pajómov reconocía la superioridad de Opálikov, consciente de que estaba más próximo a los altos mandos y convencido de que iban a ascenderlo a coronel antes que a él. Por esta razón le hablaba de usted.
—Irrealizable ¿por qué motivo? —indagó con impaciencia Opálikov, que detestaba las objeciones, cualquiera que fuese su naturaleza.
—Toda la compañía afecta a la comandancia está de servicio desde hace dos semanas, y no hay personal para los relevos —explicó Pajómov recuperando la libreta, que consultó de una ojeada—. Hay siete hombres en la enfermería, veintidós trabajando en el aprovisionamiento de leña y uno de permiso. Y eso es todo.
—Alguno habrá de quien echar mano. Cualquiera, aunque sea un inútil. Alguien que duerma junto al aparato, que sepa dar razón en un momento dado…
—Nadie en absoluto, camarada teniente coronel.
Y el semblante de Pajómov, al decir esto, reflejaba tal tristeza que resultaba imposible no creerlo.
—Sí, desde luego, es un mal asunto —comenzó a decir Opálikov, como pensando en voz alta. Pero de repente se le escapó una exclamación—: ¡Lo tengo! Escucha, ¿por qué no enviar a ese…? ¿Cómo se llama? Ese soldado tuyo, el pasmarote que suele montar a caballo…
—No te referirás a Chonkin. —Pajómov no daba crédito a aquella sugerencia.
—Chonkin, por supuesto. ¡Qué inteligencia la mía, se mire como se mire! —exclamó Opálikov con extrañeza, golpeándose la frente con la palma de la mano.
—Pero es que Chonkin…
—¿Qué pasa con él?
—Que nos quedaremos sin nadie que lleve la leña a la cocina.
—En nuestro regimiento —declaró Opálikov— no hay nadie insustituible.
La propuesta fue aprobada sin que el teniente coronel Pajómov osara argumentar nada en contra.