En verdad es imposible saber hasta qué punto es fidedigna la historia aquí detallada, cuyas ramificaciones han subsistido casi hasta nuestros días, porque el suceso que la desencadenó se produjo en la aldea de Krásnoie hace tanto tiempo que no queda ya casi ninguno de los testigos de entonces, y los que quedan lo relatan cada uno a su manera o bien ni siquiera lo recuerdan. Claro que, en realidad, el suceso tampoco parecía merecedor de retenerlo en la memoria desde entonces. Por lo que a mí se refiere, lo que hice fue reunir cuanto había llegado a mis oídos sobre el asunto y añadir algún detalle de mi cosecha; hasta podría ocurrir que el volumen de lo añadido superase al de lo recabado. Como quiera que sea, la historia en cuestión me pareció tan amena que decidí exponerla por escrito. Y si el lector la encuentra exenta de interés, tediosa o, simple y llanamente, estúpida, no tiene más que dejarla de lado y considerar que no he relatado nada.
La cosa sucedió, como quien dice, al principio mismo de la guerra; no diré que corrieran ni los últimos días de mayo ni los primeros de junio del año 1941, sino que, por fijar alguna, la época podía ser ésa.
Era un día como otro cualquiera y, según es propio de esa época del año, hacía calor. Todos los habitantes del koljós se encontraban ocupados en las tareas del campo, excepto Niura Beliashova; ésta prestaba sus servicios en la estafeta de correos, de modo que no tenía vinculación directa con el koljós, y aquel día, como disfrutaba de su descanso semanal, estaba recalzando las patatas de su huerto.
Era tanto el calor que, tras haber hecho tres pasadas de uno a otro extremo del huerto, Niura se encontraba muerta de cansancio. El vestido se le había empapado en la espalda y bajo los sobacos y, al secarse, se había tornado en esas zonas blancuzco y coriáceo a causa de la sal. El sudor le bajaba hasta los ojos. Niura se detuvo para recogerse los mechones que le asomaban por debajo de la pañoleta y echar una ojeada al sol. Poco faltaría ya para la hora de comer.
Pero el sol no llegó a verlo. Un gran pájaro de acero, de pico retorcido, que no sólo eclipsaba el astro, sino el mismo cielo, se abatió directamente hacia Niura.
—¡Ay! —exclamó Niura, aterrada. Y cubriéndose el rostro con las manos, se dejó caer desvanecida en un surco.
Borka, el jabalí que hozaba no lejos del porche, se hizo a un lado con un trotecillo, pero al ver que la cosa no iba con él, regresó al lugar que antes ocupaba.
Transcurrido cierto tiempo, Niura volvió en sí. Sentía el calor del sol en la espalda, y el aire olía a tierra seca y a estiércol. De algún lugar vecino llegaban el piar de los gorriones y el cloquear de las gallinas. La vida seguía su curso. Niura abrió los ojos y vio ante sí los terrones del huerto.
«¿Qué hago aquí tumbada?», se preguntó, perpleja.
En aquel momento recordó el pájaro de acero.
Niura era una muchacha de cierta cultura que, en ocasiones, leía los Apuntes de un Agitador, salidos regularmente de la pluma del partorg Kilin. Y los Apuntes manifestaban de manera inequívoca que la superstición, en todas sus formas, es un legado que se remonta a una época oscura, y que es preciso erradicarla sin la menor vacilación. En opinión de Niura, era un razonamiento muy sensato. Al volver la cabeza hacia la derecha, vio el porche de su casa y al jabalí Borka, que seguía hozando como si nada hubiera sucedido. En aquello no había nada de sobrenatural. Borka no dejaba de hozar nunca, si encontraba un lugar adecuado. Y si el lugar era inadecuado, seguía hozando a pesar de todo. Niura volvió un poco más la cabeza, y divisó el cielo, puro y azul, y el amarillo sol de brillo cegador.
Haciendo un alarde de osadía, miró a la izquierda, y de nuevo se dejó caer boca abajo. El terrorífico pájaro existía en realidad. Estaba plantado a corta distancia del huerto de Niura, y mantenía abiertas sus alas verdes.
«¡Fuera de mi vista!», le ordenó Niura mentalmente.
Sentía deseos de persignarse, pero, echada como estaba boca abajo, habría resultado incómodo. En cuanto a incorporarse, le faltaba el valor necesario.
Se sintió sacudida por una corriente eléctrica.
«¡Pero si eso debe de ser un avión!».
En realidad, así era. Lo que Niura había tomado por un pájaro metálico era un avión ordinario del tipo U-2; y el pico retorcido que creyó ver, su hélice agarrotada e inmóvil.
Después de haber esquivado por los pelos el tejado de la casa de Niura, el avión se desplomó en el suelo, rodó cierta distancia por la hierba y fue a detenerse junto a Fiedka Reshiétov; poco había faltado para que lo abatiese con el ala derecha. Fiedka, un robusto mozo pelirrojo, hocicudo y alto como una pértiga al que todos conocían por el mote de el Hombros, estaba segando en aquel lugar.
Al ver al Hombros, el piloto se desabrochó el cinturón, se asomó a la ventanilla de la carlinga y gritó:
—¡Eh, campesino! ¿Qué aldea es ésta?
Sin dar la menor muestra de sorpresa o de temor, el Hombros se aproximó al avión y se puso a explicar con sumo gusto que el pueblo se llamaba Krásnoie, aunque antes su nombre había sido Griáznoie,[1] si bien como koljós comprendía también las aldeas del Kliúkvino y Novo-Kliúkvino, pero que estos dos últimos lugares se encontraban al otro lado del río, mientras que Staro-Kliúkvino, a pesar de encontrarse en la misma orilla, pertenecía a otro koljós. El koljós local se denominaba Espiga Roja, y el otro había sido bautizado con el nombre de Voroshilov, en honor del ilustre personaje. En los dos últimos años, el Voroshilov había cambiado tres veces de presidente: el primero había ido a parar a la cárcel por robo; el segundo, por corrupción de menores, y el tercero, que había sido enviado allí como agente moralizador, moralizó un poco al principio, pero luego, como había empezado a beber, continuó con su afición sin detenerse hasta haberse bebido su hacienda personal y la caja del koljós. Por último, en su frenesí alcohólico y víctima de un ataque de delirium tremens, se colgó en su gabinete, dejando una nota que sólo contenía una palabra: «Ej», seguida de tres signos de exclamación. En cuanto a lo que pudiera significar eso, nadie lo sabía. Por lo que al presidente actual se refería, aunque también empinaba el codo sin ningún recato, no se habían perdido del todo las esperanzas.
El Hombros habría querido facilitar al aviador otra serie de datos relativos a las poblaciones del contorno, pero en aquel momento empezó a acudir corriendo la gente.
Los primeros en llegar, como se puede imaginar, fueron los pilluelos. Tras ellos llegaron, afanadas, las mujeres, algunas con niños, otras embarazadas, y muchas de ellas a un tiempo embarazadas y con niños. Hasta se podía ver alguna con un rapaz aferrado a los bajos del vestido, otro cogido de la mano, un tercero acunado en el brazo opuesto y un cuarto en el vientre, haciendo tiempo. Dicho sea de paso, en Krásnoie (bueno, ¿en Krásnoie nada más?) las mujeres parían muchos hijos y de muy buena gana, y siempre estaban embarazadas o de cuarentena, o bien de cuarentena pero embarazadas ya otra vez.
Tras las mujeres llegaron renqueando los viejos, mientras que el resto de los habitantes del koljós, interrumpidas sus tareas en los lejanos campos, acudían corriendo, provistos de hoces, rastrillos y azadas, lo cual confería al espectáculo innegables concomitancias con el cuadro que, titulado La rebelión de los campesinos, estaba colgado en el club del distrito.
Niura, que se encontraba todavía tendida en el huerto de su casa, abrió de nuevo los ojos y se incorporó a medias, apoyándose en los codos.
«¡Señor! —se dijo, desasosegada por el pensamiento que acababa de asaltarla—; yo aquí, tumbada, mientras la gente lleva ya rato mirando».
Y afianzándose en las piernas todavía inestables a causa del susto, se deslizó ágilmente por entre las cañas del plantío hasta la valla, y se precipitó hacia el tropel de gente, paulatinamente más y más nutrido.
Abriéndose paso a codazos entre las mujeres, que ocupaban la parte de atrás, rogó con voz lastimera:
—¡Ay, paisanas, dejadme pasar!
Y las lugareñas, comprendiendo por el tono que Niura tenía la perentoria necesidad de adelantarse, se hicieron a un lado.
Venía luego la barrera de hombres, que Niura apartó igualmente a codazos al tiempo que decía:
—¡Ay, paisanos, dejadme pasar!
Hasta que, situada por fin en primera fila, ante sus ojos y a cortísima distancia aparecieron el avión, con su franja pintada que rodeaba todo el fuselaje, y el piloto, que vestía un chaquetón de cuero castaño. El aviador contemplaba con expresión distraída el tropel, mientras hacía girar en un dedo un gorro raído con unas gafas protectoras en la visera.
Junto a Niura estaba plantado el Hombros, quien, después de mirarla de arriba abajo, soltó una risita y dijo en tono cariñoso:
—¡Vaya con Niurka! ¡Si está viva! ¡Y yo que creía que ya no eras de este mundo! Porque he sido el primero en ver el avión. Estaba ahí, segando en el cerro, cuando he levantado los ojos y lo he visto pasar volando, lo que se dice rozando tu porche, Niurka, derechito, vamos, hacia la chimenea. «¡Vaya, a ésa la afeita!», me he dicho.
—Mientes como un bellaco —dijo Nikolái Kúrzov, que estaba de pie a la derecha del Hombros.
El Hombros, reaccionando vivamente a la invectiva, midió también a Nikolái con la mirada (cosa sencilla, teniendo en cuenta que le sacaba una cabeza) y, tras una breve reflexión, observó:
—Los perros ladran, y yo hablo. Y tú cierra el pico, ¿entendido? Y no lo despegues sin que yo no te haya dado permiso, no sea que te parta los morros.
Dicho aquello, dirigió una rápida mirada a los congregados, hizo un guiño al piloto y, satisfecho de la impresión causada, continuó su discurso.
—El avión, Niurka, ha pasado a un vershok[2] de tu chimenea, como máximo. Y si llega a rozarla, puedes estar segura que mañana estaríamos lavando tu cadáver. Yo no habría ido al lavatorio, pero Kolka Kúrzov, sí. El cuerpo de las mujeres despierta su curiosidad. El año pasado lo tuvieron detenido tres días en la comisaría de Dolgov por colarse en un baño de mujeres y quedarse escondido donde se desnudan.
Todos se rieron, aunque sabían que el Hombros se había inventado la anécdota para la ocasión.
—Ay, Hombros, Hombros, ¿cuándo has visto tú que el avión fuese a chocar con la chimenea? ¿O es que te has asustado? ¿Eh?
El Hombros contrajo toda la cara en un gesto de desprecio, y habría escupido, pero no había dónde hacerlo, a causa de la mucha gente congregada.
Así que se tragó el salivazo y dijo:
—¿Y de qué iba a asustarme yo? Ni el avión es mío ni es mía la casa. Si fuese mía, tal vez me hubiera asustado.
Entre tanto, un niño que se había colado hasta allí entre las piernas de los adultos, golpeó con un palo el ala del aparato, con tal maña que hizo que retumbase como un tambor.
—Pero ¿qué haces? —tronó el aviador en dirección al pilluelo.
El muchacho, asustado, fue a esconderse de un salto entre la masa de espectadores, pero transcurrido un instante, volvió a aparecer, aunque desprovisto del palo.
El Hombros, a quien no había pasado por alto aquella sonoridad del ala, sacudió repetidamente la cabeza y preguntó al aviador con velada malignidad:
—¿Está forrado de piel de cerdo?
—De percal —contestó el aviador.
—Y eso ¿qué es?
—Pues eso… —explicó el aviador—. Un tejido.
—¡Qué cosas se oyen! —se admiró el Hombros—. Y yo que pensaba que era todo de acero…
—Si fuera de acero —volvió a adelantarse Kúrzov—, el motor no lo podría levantar.
—No es el motor lo que lo levanta, sino la fuerza del despegue —dijo Gládishov, el almacenero, conocido por su erudición.
Pero estas palabras de Gládishov, cuya cultura estimaban todos, fueron acogidas con cierto escepticismo.
Las comadres no prestaban atención a estas discusiones; ellas habían encontrado su propio tema de conversación: el aviador y su indumentaria, cuyos méritos enjuiciaban en voz alta, mirando al hombre de hito en hito, sin cohibirse por su presencia, como si de un objeto inanimado se tratase.
—El chaquetón, paisanas, es de pura piel de becerro —afirmaba Taika Goroshkova—. ¡Y encima con pliegues! Bien se ve que éstos con la piel no escatiman…
Ninka Kúrzova se mostró en desacuerdo:
—Eso no es becerro, sino cabritilla.
—¡Ay, me saca de quicio! —exclamó Taika, indignada—. ¿Desde cuándo es eso cabritilla? La cabritilla forma granitos.
—Pues granitos forma ésta.
—Pero ¿dónde están aquí los granitos?
—Toca y lo verás —dijo Ninka.
Taika examinó con aire indeciso al piloto y contestó:
—Yo, por mí, ya tocaría; pero seguro que tiene cosquillas.
El aviador estaba confundido y, al no saber qué actitud adoptar ante la situación, se sonrojó.
De este atolladero lo sacó Gólubiev, el presidente del koljós, que había llegado al lugar del suceso en un carro.
Los acontecimientos que se narran habían tomado a Gólubiev por sorpresa cuando, en compañía de Vólkov, el tenedor de libros manco, realizaba una inspección en casa de la campesina Dunia, sospechosa de destilación clandestina de bebidas alcohólicas. El resultado de la inspección estaba a la vista: el presidente saltó del carro con especial cautela y tanteó repetidamente con la punta del zapato la abrazadera de hierro que, suspendida mediante un alambre, hacía las veces de estribo.
En los últimos tiempos, el presidente bebía de forma tan copiosa y tan a menudo, que nada tenía que envidiar al que se había ahorcado en Staro-Kliúkvino. Unos pensaban que bebía porque era un borracho; otros, que por razones familiares. Porque la familia del presidente era numerosa: la esposa, siempre aquejada del riñón, más seis hijos, constantemente sucios y enzarzados en peleas, que no paraban de comer.
Todo esto no habría sido tan terrible si, para colmo de males, no anduviesen los asuntos del koljós como andaban. Lo cual no quiere decir que fueran muy mal, ya que incluso se podría decir que iban bien, sino que empeoraban de un año a otro.
Al principio, cuando las ganancias de cada isba iban a parar a un fondo común, las cosas presentaban un cariz imponente. Administrar, en tales condiciones, era agradable. Pero luego, alguien se lo pensó mejor y se puso a tirar en la dirección contraria, por mucho que no se lo consintieran. El presidente se sintió como una mujer a la que hubieran sentado sobre un montón de cachivaches, para que los vigilara, rodeada por todos lados de gente que pretendía llevársele algo. Mientras ella asía a un fulano por la manga, otro, aprovechando el momento, le quitaba alguno de los objetos sobre los que estaba sentada. Y cuando intentaba habérselas con este último, el pájaro ya había volado. ¿Qué hacer en semejante situación?
El presidente había sufrido lo indecible a causa de tal estado de cosas, sin darse cuenta de que él no era el único culpable. Así, se pasaba el tiempo presagiando inspecciones y auditorías en las que iba a verse obligado a rendir cumplida cuenta de todo. Sin embargo, hasta aquel momento siempre había salido airoso del trance. Los inspectores, intendentes e instructores que en ocasiones enviaban desde el distrito bebían vodka y comían con el presidente manteca y huevos; después de firmar los documentos de comparecencia exigidos por la superioridad, partían otra vez en paz y armonía. Al final, el presidente había llegado a perderles toda aprensión, pero, hombre de sagacidad innata, se daba cuenta de que tal situación no podía prolongarse indefinidamente, y de que sobre él se cernía la amenaza de una de esas inspecciones superiores de Máxima Responsabilidad, en la que se diría la última palabra.
Por esta razón, y al tener noticia de que en las afueras del pueblo, cerca de la casa de Niura Beliashova, había tomado tierra un avión, Gólubiev no experimentó la menor sorpresa. Comprendiendo que había llegado la hora de rendir cuentas, se disponía a hacer frente a las cosas con hombría y dignidad. Después de haber dado orden al tenedor de libros Vólkov de que reuniese a la junta de gobierno y, apurado ya el té con que esperaba camuflar en alguna medida los efluvios del alcohol, se instaló en el carro y partió hacia el lugar en que se había detenido el avión, al encuentro de su destino.
Al verlo aparecer, la masa de espectadores se dividió, formando una especie de pasillo humano entre el aviador y él. El presidente se internó en este pasadizo con andar más bien solemne y, todavía a considerable distancia del piloto, le tendió la mano.
—Gólubiev, Iván Timoféievich, presidente del koljós —dijo a modo de presentación, pronunciando con claridad las palabras y cuidando, por lo que pudiera ser, de desviar el aliento.
—Teniente Melieshko —se presentó el aviador.
Al presidente le causó algún desconcierto el hecho de que el representante de la Inspección superior fuese tan joven y de grado tan modesto, pero, disimulando su impresión, dijo:
—Es un placer. ¿En qué puedo servirlo?
—Pues, a decir verdad, ni yo mismo lo sé —repuso el aviador—. Me ha fallado el sistema del aceite y tengo el motor clavado, de manera que he tenido que recurrir a medidas excepcionales.
—¿Se refiere usted a su comisión especial?
—¿Qué comisión especial? Le estoy diciendo que el motor se ha clavado y se me ha presentado una situación de emergencia.
«Miente, miente cuanto quieras», pensó Iván Timoféievich, si bien en voz alta dijo:
—Si el motor está averiado, se puede arreglar. —Y, dirigiéndose a Lúkov, añadió—: Anda a echar un vistazo, Stepán, a ver qué ocurre. Stepán —explicó al aviador— nos arregla los tractores. Es capaz de montar y desmontar cualquier máquina.
—Destruir es fácil; construir, no tanto —se sinceró Lúkov.
Y, sacándose la llave inglesa del bolsillo lateral del mugriento chaquetón, se encaminó resueltamente hacia el avión.
—Ejem… No es preciso —se apresuró a detenerlo el aviador—. Esto no es un tractor, sino un aeroplano.
—No existe diferencia —declaró Lúkov, sin darse por vencido—. En su máquina y en las mías, una tuerca no es más que una tuerca. Si la giras hacia un lado, la aprietas; si la giras hacia el otro, la aflojas.
—No debería haber aterrizado aquí —dictaminó el presidente—, sino en las cercanías de Staro-Kliúkvino. Allí tienen una estación de reparación de tractores y se lo habrían arreglado todo en un abrir y cerrar de ojos.
—Cuando hay que hacer un aterrizaje de emergencia —explicó pacientemente el piloto— no se puede elegir. Yo he visto un campo sin sembrar, y hacia él me he lanzado.
—Si el campo no está sembrado es porque el sistema de cultivo que seguimos incluye una etapa de barbecho —se justificó el presidente—. ¿Tal vez desea usted inspeccionar los campos o examinar la documentación? Tenga la bondad de acompañarme a la oficina.
—Pero ¿para qué quiero yo ir a su oficina? —exclamó enojado el aviador, viendo que el presidente estaba dando un giro extraño a las cosas sin que, por lo demás, resultase claro el motivo de tal actitud—. De todas formas, espere un momento. ¿Tiene teléfono en la oficina? Es preciso que haga una llamada.
—Pero ¿por qué llamar así, sin más? —arguyó el presidente, ofendido—. Antes debería usted examinar las cosas, escuchar las explicaciones, hablar un poco con la gente…
—Escuche —el tono del aviador se tornó suplicante—, ¿a qué vienen todas estas divagaciones? ¿Para qué tengo que hablar con la gente? Lo que necesito es hablar con mis superiores.
—Usted verá lo que más le conviene —respondió el otro en el tono de quien ha sido condenado—. Sólo que hablar con la gente, pienso yo, nunca está de más. La gente lo ve todo, lo sabe todo. Aquí no llega nadie, ni se hace un comentario, ni se da un puñetazo en la mesa, sin que la gente lo sepa. Pero, en fin, ¡para qué hablar! —dijo con un ademán de rechazo, según invitaba al aviador a montar en el carro—. Suba, que lo llevo. Y telefonee usted cuanto guste.
Los habitantes del koljós volvieron a abrir paso. Obsequioso, Gólubiev ayudó al piloto a subirse al carro y a continuación se encaramó él, no sin esfuerzo, dando lugar a que la ballesta de su lado se combase por completo.