—No está mal para tratarse de una derrota —dijo Corvan Danavis cuando entró en el camarote de Gavin.
Gavin se sentó, pestañeando, con los párpados aún lastrados por el sueño. La «cabezada» que había echado después de hablar con Kip lo había dejado embotado. Pero con todo lo que había trazado en la última semana, no era de extrañar que se sintiera desubicado.
—Hemos perdido una ciudad —dijo—, tres cuartas partes de la Guardia Negra, y cientos si no miles de soldados. Mi hijo natural… al que acabo de reconocer… ha asesinado públicamente a un sátrapa legítimo, lo que provocará que los demás sátrapas vuelvan a temerse que me propongo conquistar el mundo. Tenemos miles de refugiados que habrá que dejar Orholam sabe dónde, Garriston ha caído en manos de un ejército de herejes y he construido una muralla prácticamente inexpugnable que ahora protegerá a mis enemigos. Ah, y tu hija se ha unido a sus filas. Si eso no está mal para tratarse de una derrota, no se me ocurre qué más haría falta.
—Podría haber sido peor.
Gavin se acarició la mejilla, allí donde Karris lo había abofeteado. Ha sido peor, Corvan, se sintió tentado de decir. Se había alegrado tanto de ver a Karris con vida que la abrazó sin pensar. Solo por eso ya se merecería el sopapo. Pero ella se había aferrado a él, tan solo por unos instantes. O quizá no se debiera más a que se alegraba de estar a salvo, lejos del ejército del rey Garadul, aunque Gavin había alimentado la esperanza de que se tratara de algo más.
Fue entonces cuando ella le susurró al oído: «Conozco tu gran secreto, desgraciado. ¿Por qué no pudiste ser lo bastante hombre para decírmelo personalmente?».
¿Su gran secreto? Se le congeló el corazón en el pecho. ¿Qué gran secreto?
Karris lo soltó y lo miró a los ojos. Incapaz de soportarlo, Gavin había apartado la mirada… y vio a Kip. Kip, a quien había dado prácticamente por muerto. Como un cretino, dijo: «¿Kip?».
No pretendía insinuar que Kip fuera su gran secreto. Sería absurdo. Karris sabía lo de Kip, por supuesto. Pero su cerebro se negaba a funcionar como debería. La proximidad de Karris, la batalla, los efectos del sobreesfuerzo al trazar, y la inesperada sensación de vulnerabilidad sembraban el caos en sus pensamientos.
Karris le pegó una bofetada. Se lo merecía.
—Siempre puede ser peor —le dijo Gavin a Corvan—. ¿Aguantará el tiempo? —Si tenía que conseguir que estas barcazas capearan una tormenta, le esperaba mucho trabajo.
—Aguantará —dijo Corvan—. Cuando salgas ahí fuera, tu actitud será fundamental.
Gavin se detuvo. Corvan le había hablado así antes, pero no desde la guerra.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que a ese tal lord Omnícromo le trae sin cuidado Garriston. Para él, la ciudad solo era una oportunidad de arrebatarnos la victoria y culparte del asesinato del sátrapa para poder movilizar a la gente en tu contra. Lo que quiere es destruir la Cromería. Quiere desterrar la fe en Orholam y establecer un nuevo orden. Y ni siquiera sabemos aún de qué nuevo orden se trata.
—Entonces, en vez de «derrota», ¿qué tal si hablamos de «derrota aplastante»? —Gavin sabía que estaba siendo infantil, pero Corvan era la única persona en presencia de la cual podía comportarse así. Era agradable haber recuperado a su amigo.
—Tenemos que prepararnos para ir la guerra —dijo Corvan—. Y no solo por el control de una pequeña ciudad.
—¿Crees que la gente se unirá a él?
—En masa —respondió Corvan—. Mi hija lo ha hecho, y no es ninguna estúpida. De modo que nos conviene asumir que tiene carisma, y ya hemos visto que es lo bastante listo para derrotarnos y conseguir lo que se propone. Así pues, debemos sopesar nuestras opciones y prepararnos.
—Lamento que se haya unido a él, Corvan. Parecía una chica tan sensata. Debería haber cuidado mejor de ella cuando estaba…
—Es una chica sensata. Ella no me preocupa. Regresará —dijo Corvan. Había tensión en su voz, como cabría esperar. Intentaba convencerse también a sí mismo. Pero Gavin sabía que sería mejor no insistir.
—Bueno, ¿y qué tenemos?
—Tú y yo. Hemos recuperado a Karris, a Kip y a Puño de Hierro, cuando podríamos haberlos perdido a los tres fácilmente. Contamos con la devoción, la lealtad, la admiración y la motivación de treinta mil personas que ahora creen en Gavin Guile con toda su alma. Eso es lo que yo llamo el comienzo de un ejército. Eres el Prisma. ¿Cómo te va a hacer frente un reyezuelo pagano?
Gavin se rio, porque ambos sabían que existían al menos mil maneras. También infundía algo de miedo el modo en que pensaba Corvan. Cómo analizaba las cosas. Gavin tendría que andarse con cuidado. Hay secretos que no puedes contar ni siquiera a tu mejor amigo. Grandes propósitos cuyo éxito depende de la discreción.
Contemplativo, Gavin dijo:
—¿Sabes?, he escrito una lista con todas las cosas que quiero hacer antes de morir, y la mejor de ellas era liberar Garriston. Lo que permití que ocurriera allí después de la guerra fue… No sé si es lo peor que habré hecho en mi vida, esa categoría es muy amplia, pero consentí que lo que estaba ocurriendo en Garriston siguiera ocurriendo. Durante dieciséis años. Pese a todo mi poder, nunca logré convencer al Espectro para que lo detuvieran.
—Una vez conocí a un tipo que tenía la manía de cambiar las reglas cuando no podía ganar. No se rendía cuando los demás decían que ya había perdido. Así que… Garriston es un amasijo de edificios decrépitos con murallas indefendibles.
—Por eso construí murallas nuevas, cambié las reglas. ¡Lo intenté, Corvan! ¡Perdí! —Gavin hizo una mueca al comprender el verdadero significado de las palabras de Corvan—. Ah, y ahora dirás que solo he perdido un amasijo de edificios decrépitos. Y yo te diré, ¡sí!, ¡eso ya ha quedado claro! Y tú añadirás que cuando decidí liberar Garriston probablemente no me preocupaba el estado de los edificios, sino el de sus habitantes.
—Y además, todas esas personas que querías liberar están aquí. Y tú reconocerás la superioridad de mi sabiduría.
Gavin se rio. A veces, era como si no hubiera pasado ni un solo día desde su separación.
—Bueno, sabemos cuál de esas cosas no va a pasar.
Corvan sonrió. Tenía razón, no obstante.
—Bien —dijo—, sal ahí fuera y sonríe, reparte palmaditas en la espalda entre tus soldados y compórtate como un emperador con un gran propósito ante él… un prómaco dispuesto a hacer realidad ese gran propósito. Has liberado a estas personas. Las protegerás y les proporcionarás un nuevo hogar. Se hará justicia. Y te ayudarán.
—A veces pienso que tú deberías haber sido el líder en vez de yo.
—Yo también —dijo Corvan. Sonrió—. Los caminos de Orholam son misteriosos. Demasiado misteriosos, en ocasiones.
—Gracias —dijo Gavin. Se rieron juntos. Era una sensación agradable. Un bálsamo para el alma dolorida.
—Por cierto, ¿cómo tienes la espalda? Juraría que esa sabandija te apuñaló. Adoran a Kip como un héroe por detenerlo, ¿sabes?
—Lo detuvo en el último momento, supongo —dijo Gavin, aunque el puño del muchacho debía de haberle golpeado en los riñones de refilón cuando Kip lo derribó, porque había sentido una punzada abrasadora. Tiró de la camisa para enseñársela a Corvan. La tela estaba rasgada, pero su piel se veía intacta—. Por los pelos —dijo.
Corvan soltó un silbido.
—La mano de Orholam te protege, amigo.
Gavin gruñó. A juzgar por cómo le dolía la cabeza, desearía que la mano de Orholam tuviera un poco más de cuidado.
—Bueno, ha llegado el momento de jugar a los emperadores —dijo. Juntos, caminaron hasta la puerta del camarote. ¿Quién había trazado camarotes en la barcaza, por cierto?
Gavin hizo una pausa.
—Corvan, tengo una duda.
—¿Sí?
—Todos esos años que pasaste en esa pequeña ciudad. Es una casualidad tremenda que Kip y tú estuvierais en el mismo lugar.
—La casualidad no tuvo nada que ver —dijo Corvan, con gesto serio.
—Le seguiste la pista. Lo buscaste. Lo vigilabas. —Gavin no necesitaba que Corvan se lo confirmara. Lo sabía—. Pero nunca te acercaste mucho a él.
—Procuré no hacerlo, al menos. Es un buen chico. Pero es quien es. —Lo que quería decir era: Es el hijo de tu hermano. Corvan se miró las manos y bajó la voz, de modo que aunque hubiera alguien escuchando a hurtadillas al otro lado de la habitación no podría distinguir sus palabras—. Sabía que podrías pedirme que lo matara algún día. No quería que fuera más difícil de lo necesario.
Ambos guardaron silencio durante largo rato.
Lealtad para uno, ese era el lema de los Danavis. Corvan no creía en Orholam, ni en la Cromería, ni en ningún credo. Creía en Gavin. A veces era sobrecogedor tener a alguien que creyera en ti de esa manera. Por un segundo, Gavin contempló la posibilidad de revelar a Corvan su séptimo y último propósito. De confiar en él. Pero no. Era más seguro así. Se lo diría cuando llegara el momento.
—Menudo mundo —dijo Corvan, al cabo.
—Menudo día —dijo Gavin, observando el firmamento plomizo. Puaj.
Corvan resopló.
—Sí, radiante —dijo, y siguió su camino.
El sarcasmo de Corvan a veces constituía un enigma.
Gavin se encogió de hombros y salió a dar palmaditas en los hombros, a interesarse por los heridos, por los víveres y por el rumbo, principalmente dejándose ver, mostrándose atento y al mando. Karris no dejaba de observarlo, pero no le dirigió la palabra. Otro problema del que tendría que encargarse.
Fue a visitar a Kip. El muchacho dormía hecho un ovillo. Lo cual no tenía nada de extraño. Gavin seguía escuchando historias. Según los distintos testigos, Kip había trazado verde, azul, rojo y tal vez amarillo. Con quince años. Gavin esperaba ganar algo de tiempo para ambos manipulando la piedra de pruebas; el camino de Kip sería lo bastante complicado de por sí. Ahora era demasiado tarde. Listo, valiente y policromo, el muchacho había demostrado con creces que era un auténtico Guile. Gavin debería redoblar sus esfuerzos por ocultarle la verdad.
Había mucho trabajo por hacer.
Sin olvidar que debía enfrentarse a su padre y decirle que su esposa estaba muerta y que su nieto ilegítimo había asesinado a un sátrapa, y eso intentando eludir cualquier posible conversación sobre casarse con la hija de algún sátrapa para arreglar las cosas… conversación en la que Gavin tenía todas las de perder.
Se acercó al costado de la embarcación para trazar una trainera con la que ir a la otra barcaza. Miró a su alrededor en busca de algo azul a partir de lo que trazar. No había nada. Levantó la cabeza. No había ninguna nube en el cielo. Estaba a bordo de una barcaza, en alta mar, bajo un firmamento radiante. Pero algo andaba mal.
Intentó trazar azul. Era el Prisma; podía dividir la luz blanca en cualquiera de sus componentes.
No ocurrió nada.
Le sobrevino una oleada de pánico. Contó sus colores con los dedos, del pulgar al índice primero, de arriba abajo. Subrojo, rojo, naranja, amarillo, verde, az… Nada. Se quedó mirando fijamente el dedo corazón, como si fuera el culpable. No había azul. No podía trazarlo. Ni siquiera podía verlo. Había empezado. No al séptimo año. Ahora. Nunca había sabido cómo se daba cuenta un Prisma de que el final estaba próximo. Ahora lo sabía. Estaba perdiendo los colores. No le quedaban cinco años, había empezado ya. Gavin se moría.