Dazen se arrastraba en la oscuridad. Eso era la muerte, pero más allá se encontraba la vida, en alguna parte. El suelo estaba cubierto de cantos afilados que le laceraban cruelmente las manos y las rodillas. Había absorbido toda la luxina roja que pudo antes de salir de la celda azul, y de no ser por la fiebre se iluminaría con una llama, pero seguía teniendo la cabeza embotada, se sentía estúpido. Lo único que podía hacer era aferrarse a su ira, y al principio el rojo le había ayudado a conseguirlo.
Obtendré mi venganza, pensó, pero le faltaba pasión. Solo existía el dolor en sus manos y sus rodillas, el reptar. Se negaba a detenerse. El túnel se curvaba una y otra vez, pero no podría extenderse eternamente. Pronto se quedaría dormido, y sucumbiría o despertaría fortalecido. Lo suficiente como para aplastar a Gavin. Se rio sin fuerzas y continuó arrastrándose.
Condenadas rocas afiladas. ¿Qué había hecho su hermano? ¿Excavar su prisión en piedra infernal?
Hijo de perra, eso era exactamente lo que había hecho Gavin. Se había gastado una fortuna tan solo para mantener a Dazen aislado. Malnacido repugnante. Pero detener a Dazen no era tarea sencilla. Siguió gateando. Nadie podía negarle la libertad tan fácilmente.
Aun así, la obsidiana era tan rara que revestir un túnel entero con ella habría costado más de lo que ganaba la familia Guile en un año. ¿Por qué habría hecho Gavin algo así? Las propiedades mágicas de la piedra le permitían, si la oscuridad era absoluta y se establecía una conexión directa (como la que facilitaba la sangre, por ejemplo, o una herida abierta), absorber la luxina de un trazador. No era de extrañar que la luxina roja hubiera dejado de alimentar el odio de Dazen. Toda ella se había drenado.
Lo asaltó una preocupación indefinible. Las curvas del túnel, quizá se tratara de eso. Los túneles se curvaban para que la luz de la celda azul no pudiera bañarlos. Por consiguiente, la oscuridad sería absoluta. Y la obsidiana cumpliría su función.
Que la noche eterna se lleve a Gavin. No va a detenerme. Me da igual terminar hecho un guiñapo sanguinolento. Saldré de aquí.
Una parte de Dazen le rogaba que se detuviera, que reflexionara. Esa parte azul, racional, que anidaba en su interior. Pero no podía parar. Si no seguía moviéndose, nunca llegaría a ninguna parte. Estaba tan enfermo, tan febril, que quizá no pudiera reanudar la marcha si la interrumpía. Gavin quería paralizarlo.
No. No, no, no. Dazen se obligó a continuar. Ahora el suelo parecía distinto. No era de obsidiana. La había dejado atrás. Gateó más deprisa. Juraría que algo brillaba ante él. Orholam misericordioso, era…
El suelo desapareció debajo de él, abatiéndose sobre unos goznes ocultos. Dazen cayó, rodando sin parar, incapaz de frenar, por un tobogán que se cerró de golpe a su espalda. Continuó rodando, bañado en luz verde.
¿Verde?
Una cámara inmensa, circular, con paredes verdes como árboles. Un agujero en lo alto para el agua, la comida y el aire, y otro en el suelo para los desperdicios. Dazen se miró desesperadamente la piel en busca de la luxina roja. Se había esfumado. Había desaparecido por completo, absorbida por el túnel de obsidiana.
Dazen comenzó a reírse como un idiota, desesperado, enloquecido. Una prisión verde, después de la prisión azul. Sus carcajadas dieron paso a los sollozos. No había una prisión. Ni dos. Ahora lo sabía. No le cabía la menor duda. Había siete prisiones. Una por cada color, y en dieciséis años, solo había conseguido escapar de la primera.
Se rio y lloró. Contra una luminosa pared verde, el cadáver se rio con él. De él.