93

Kip despertó en una pequeña habitación azul. Todas las superficies eran de luxina azul, incluso el catre en el que estaba acostado, aunque lo habían mullido con un montón de mantas. A juzgar por el suave vaivén, comprendió que se encontraba a bordo de una de las barcazas azules.

Y le dolía endiabladamente la espalda. A decir verdad, le dolía todo el cuerpo. Tenía la mano izquierda cubierta de vendajes y podía sentir que se la habían recubierto con una gruesa capa de ungüento. Sus hombros y brazos eran una colección de morados, se sentía como si alguien le hubiera aporreado las piernas con una tabla, le martilleaban las sienes, y prácticamente todos los rincones de su cuerpo experimentaban algún tipo de molestia. Movió el dedo pequeño de un pie. Sí, eso también le dolía.

Y tenía hambre. Asombroso.

Estás en un barco de refugiados, Kip. No va a haber nada de comer.

Intentó volver a conciliar el sueño. Sería lo mejor. Se sentiría mejor cuando despertara. Y para entonces podrían pescar algo. Rodó de costado y sintió una punzada entre los riñones. ¿Qué…? Se revolvió y comprendió que estaba tumbado encima de algo.

Lo rozó con los dedos al introducirlos en la cintura del pantalón. Abrió los ojos de golpe. El cuchillo. Su legado. Si no le doliera tanto, se habría echado a reír. Estaba claro que lo habían llevado hasta allí envuelto en las mantas, y así lo habían dejado. Nadie se había dado cuenta. En una flota de barcos con miles de refugiados y soldados y tal vez cientos de embarcaciones, con los piratas y demás preocupaciones, aparentemente Kip no ocupaba el primer lugar en los pensamientos de Gavin. En fin, ¿qué esperaba? No podían desnudarme y ponerme ropa seca; no hay ropa seca.

Kip rodó para quitarse de encima del cuchillo y se sentó. Se le escapó un gemido. Estaba realmente molido. Y hambriento. Pero eso ahora carecía de importancia.

Una figura pasó por delante de la puerta y Kip se apresuró a esconder el cuchillo debajo de una pierna.

Gavin asomó la cabeza.

—¡Estás despierto! —exclamó—. ¿Cómo te encuentras?

—Como si se me hubiera sentado encima un elefante.

Gavin sonrió y se sentó al filo del catre.

—Tengo entendido que pusiste todo tu empeño en robarle el papel a Puño de Hierro. Está que se sube por las paredes. Se supone que es él el que debe salvarme la vida, ¿sabes?

—¿Está enfadado? —preguntó Kip, preocupado.

Gavin se puso serio.

—No, Kip. Nadie está enfadado contigo. Aunque no lo reconocerá nunca, se siente orgulloso de ti.

—¿Seguro?

—Y yo también.

—Pensé que había llegado demasiado tarde. —¿Gavin estaba orgulloso de él? Su mente no lograba abarcar por completo esa idea. ¿Su madre siempre se había avergonzado de él, y el Prisma se sentía orgulloso? Kip pestañeó varias veces seguidas, apartó la mirada—. ¿De verdad que estás bien?

Gavin sonrió.

—Mejor que nunca —dijo—. Ah, te… ¿Conocías a ese chico? ¿Al asesino?

Kip sintió un nudo en la garganta.

—Era uno de los trazadores que arrasaron Rekton. Se llamaba Zymun. Intentó matarme allí. ¿Se lo comieron? —Kip recordó que el muchacho sangraba profusamente mientras nadaba en dirección a todos aquellos tiburones.

—No lo sé. Siempre digo que, a menos que veas a tu adversario muerto con tus propios ojos, conviene asumir que sigue con vida. —Esbozó una sonrisa desprovista de humor ante algún tipo de pensamiento íntimo—. Pero —añadió, saliendo de su ensimismamiento— supongo que eso explica esto. —Sacó la caja de palisandro que había contenido la daga de Kip.

Se la entregó al muchacho.

—Está vacía —explicó—, pero creo que se parece a la que tu madre te entregó. O bien Zymun se la robó al rey Garadul o se trata de un modelo corriente. Parece que contenía un cuchillo, pero debieron de tragárselo las olas. Lo siento.

Kip sintió el impulso de confesar, pero el cuchillo le pertenecía. Gavin podría intentar arrebatárselo. Kip ni siquiera había llegado a verlo bien, con detenimiento.

—En cualquier caso —dijo Gavin—, descansa. Tengo trabajo que hacer. Encargaré que te traigan algo de comer y hablaremos más tarde. ¿De acuerdo? —Se levantó, se detuvo en la puerta—. Gracias, Kip. Me has salvado la vida, hijo. Bien hecho. Estoy orgulloso de ti.

Hijo. ¡Hijo! Había orgullo en la voz de Gavin cuando lo dijo. Kip había conseguido que el Prisma se sintiera orgulloso de él. Fue como si una luz despuntara sobre las montañas e iluminara rincones de su alma que jamás había explorado.

El nudo que se le había formado en la garganta se agrandó, se le anegaron los ojos de lágrimas. Gavin se volvió, dispuesto a marcharse.

—¡Espera! ¡Padre, espera!

Kip se quedó paralizado, al igual que Gavin, silueteado en el umbral. La última vez que Kip empleó esa palabra había sido con insolencia, y las cosas no habían terminado bien.

Su turbación no hizo sino empeorar cuando Kip comprendió de repente que Gavin había dicho «hijo» en el sentido de «muchacho». Deseó poder tirarse por la borda y regresar con los tiburones.

—Lo siento muchísimo —dijo—. No quería…

—¡No! —Gavin lo atajó con un ademán—. Si algo has demostrado hoy, Kip, es que eres un Guile.

Kip se pasó la lengua por los labios.

—Karris… vi cómo te golpeaba. ¿Fue por mi culpa?

Gavin se rio con delicadeza.

—Kip, una mujer es el misterio que desafía toda investigación.

Kip aguardó.

—¿Eso es un sí?

—Karris me golpeó porque me lo merecía.

Eso tampoco ayudaba realmente.

—Descansa… hijo —dijo Gavin. Hizo una pausa, como si paladeara la palabra—. Se acabó esa bobada del «sobrino». Quiero que el mundo sepa que eres mi hijo. Y al diablo con las consecuencias. —Una sonrisita radiante. Y se marchó.

Kip no podía dormir. Apoyó la espalda en una pared azul y sacó la daga. La hoja estaba hecha de un extraño metal blanco, resplandeciente, con una fina espiral negra en el centro que se extendía desde la punta hasta la empuñadura. Los adornos se limitaban a siete diamantes perfectos incrustados en el mango. Bueno, seis diamantes y tal vez un zafiro. Kip no sabía gran cosa de joyas, pero seis de las piedras eran transparentes como el cristal y rutilaban. La séptima igualaba a las demás en tamaño y claridad, pero refulgía con un mágico brillo azul. Kip enfundó la daga.

¿Cómo consiguió mi madre algo así? ¿Cómo es que no lo empeñó para comprar cencellada?

Kip abrió el estuche de palisandro para guardar la daga, y con la mano vendada la giró y la soltó bocabajo en su regazo. Le dio la vuelta y vio que el forro de seda estaba suelto, no sujeto a la caja en sí sino a un marco que ocupaba el estuche. Tiró del marco para levantarlo. Debajo encontró un estrecho compartimiento que contenía cordones de repuesto a juego con el color de la funda para anudarla al cinturón a diferentes alturas. No se trataba de ningún compartimiento secreto, pero era evidente que Zymun no lo había descubierto, ni tampoco el rey Garadul, porque había una nota dentro.

Con trepidación, mirando de reojo a la puerta para asegurarse de que no pasaba nadie, Kip leyó la nota, redactada con la caligrafía gruesa y pausada de su madre: «Kip, ve a la Cromería y mata al hombre que me violó y me arrebató todo lo que tenía. No escuches sus mentiras. Júrame que no me vas a fallar. Si alguna vez me has querido, si alguna vez has querido hacer algo bueno en este mundo, usa esta daga para matar a tu padre. Mata a Gavin Guile».

Kip se sentía atenazado, paralizado. Alguien estaba engañándole, traicionándole. Kip sintió cómo se agitaba en su interior un remolino de rabia. Tenía que ser su madre. Adicta. Ramera. Embustera. La madre de Kip mentiría a cambio de cencellada: era capaz de abandonarlo encerrado en un armario. Gavin había sido estricto con él, pero nunca le había engañado. Ni lo haría jamás. Nunca. Era la familia de Kip. La primera que había tenido en su vida.

Pero su madre había guardado la daga, e incluso la caja. Podría haber vendido cualquiera de las dos a cambio de una montaña de cencellada. Se habría acordado de ellas cada vez que la asaltara la locura de la abstinencia. Si esto era más importante para ella que la cencellada, ¿por qué iba a mentir?

Kip se estremeció, sintiéndose como si la tierra estuviera abriéndose a sus pies. Desconocía la verdad. Pero la averiguaría. Se lo juró.

Dobló la nota y vio un garabato en el dorso que antes había pasado por alto, unas letras escritas más apresuradamente que el resto, pero innegablemente pertenecientes a su madre: «Te quiero, Kip. Siempre te he querido». Ella nunca había pronunciado esas palabras en voz alta. Ni una sola vez. En toda su vida.

Arrojó la nota lejos de él como si se tratara de una serpiente. Enterró la cara entre las mantas para que nadie lo oyera. Y lloró.