El prisionero había sucumbido por completo a la fiebre. El corte que se había practicado en el pecho y los cabellos mugrientos con los que había taponado la herida se habían encargado de ello. Muerte o libertad. Había llegado el momento.
Intentó ponerse de pie, sin éxito. Temblaba demasiado. Tal vez había esperado demasiado tiempo. Quería, necesitaba, esperar hasta que la fiebre alcanzara su punto álgido a fin de disponer siquiera de una oportunidad. Si había errado en sus cálculos, sencillamente moriría, y todos los problemas de Dazen se acabarían con él.
Sería una lástima.
Se recostó, encontró el pequeño cuenco lleno de pelo sucio a su lado, intentó inspeccionarlo en busca de algún defecto por milésima vez. No lograba ver nada. Se sentía al borde del llanto, la fiebre estaba poniendo todas sus emociones patas arriba.
—Lo siento, Dazen. Te he fallado —dijo en voz alta. Palabras sin sentido. Surgidas de la nada. A esa parte de él que llevaba tantos años marinándose en azul le pareció curioso. No inesperado, pero extraño así y todo. ¿Por qué debería producirle alguna emoción el simple hecho de que su sangre estuviera literalmente más caliente de lo normal? Inusitado, pero intrascendente.
Ensanchó el tajo de su pecho, sacó el pegote de mugre cuajado de sangre y lo tiró a un lado. No salió todo a la vez. Quedaban trazas pegadas a la herida. Raspó la cochambre restante con una uña mugrienta. El dolor le produjo una arcada.
Qué estupidez. ¿Había usado la uña? ¿Para intentar limpiar una herida? Debería haber trazado unas pinzas. No estaba pensando con claridad. Parpadeó mientras su cuerpo se tambaleaba. No, el fracaso era inaceptable. Las personas inferiores podían fracasar. Él no. No antes de poner a prueba su plan.
Gavin se estiró hacia la cavidad poco profunda que había tardado dieciséis años en excavar con sus propias manos.
En fin, muchas personas no tendrían nada que enseñar tras dieciséis años de esfuerzos.
Se le escapó una carcajada estentórea.
El cadáver de la pared adoptó una expresión preocupada. Mantén la calma, Dazen. Gavin. Lo que sea. Quienquiera que seas, hoy eres un prisionero, hoy puedes ser un hombre libre. U hombre muerto, lo que no deja de ser otra expresión de la libertad, ¿no es cierto?
Dazen cogió el cuenco de cabellos finamente trenzados y lo colocó en el interior de la depresión de piedra que había excavado a lo largo de los años. Encajaba a la perfección, como no podía ser de otra forma. Lo había hecho para que encajara, y lo había comprobado mil veces mientras lo creaba. Sentado justo enfrente del cuenco y su depresión, Dazen se desató el taparrabo y se contoneó con dificultad hasta que pudo dejarlo a un lado.
—Si Karris pudiera vernos ahora, ¿eh? —dijo el difunto—. ¿Cómo pudo elegirlo a él antes que esto?
Dazen se limitó a mirar de soslayo al cadáver, sentado en su resplandeciente pared azul, burlándose de él, con las piernas grotescamente extendidas delante de un cuenco de pelo y un agujero poco profundo.
—No puedes humillarme —replicó Dazen—. Hago lo que es necesario. Si eso es depravado, que así sea. —Se humedeció los labios agrietados. Había dejado de beber agua. Tenía que estar al borde de la deshidratación para esto. Sentía la boca pastosa.
El cadáver dijo algo en respuesta, pero Dazen hizo oídos sordos. Por un momento, se le olvidó cuál era el siguiente paso. Tenía que hacer agua. Quería tumbarse. Por Orholam, qué cansado estaba. Si consiguiera descansar un poco, recuperaría las fuerzas…
¡Una bofetada! Ese era el siguiente paso. Un poco más de dolor, y después la libertad, Dazen. Un poquito más. Eres un Guile. No puedes estar encadenado de esta manera. Eres el Prisma. Se ha cometido una injusticia. El mundo tiene que conocer tu venganza.
Sentado todavía (no había ningún motivo para moverse de allí, no conseguiría regresar si se alejaba), estudió todas las superficies expuestas de su cuerpo.
Empezó a abofetearse. En todos los rincones a los que alcanzaba la vista. Con fuerza.
—¿Esto te parece racional? —preguntó el cadáver—. Puede que dieciséis años rodeado de azul no hayan sido suficientes.
Gavin (Dazen, maldita sea) lo ignoró. Se abofeteó los antebrazos, el estómago, todo el pecho salvo donde estaba el corte (no quería desmayarse cuando la victoria estaba tan cerca) y las piernas. Todas las superficies de su cuerpo que tenía a la vista recibieron manotazos hasta volverse insensibles, inmunes al dolor y, lo más importante, coloradas.
Gavin seguía siendo humano. Aunque fuera un supercromado, incluso él cometía diminutos errores. Esa era la apuesta de Dazen. Ese era el motivo de que Gavin no hubiera dejado nada de color allí abajo. Si hubiera creado la luz azul a la perfección, toda ella restringida a un espectro portentosamente cerrado, ningún objeto reflejaría otra cosa. Gavin no tendría que preocuparse ni siquiera aunque su prisionero dispusiera de gafas rojas, verdes o amarillas. Pero los sutiles reflejos verdes que Dazen atisbaba cada vez que orinaba en la cavidad antes de que esta absorbiera el color sugerían que había una fisura en el espectro.
Ahora todo dependía de cuánto y cuán deprisa consiguiera trazar.
Tembloroso, estremecido a causa de la fiebre y del martirio al que había sometido a su piel, casi ensangrentada, orinó. No directamente en la depresión. No directamente en el cuenco de pelo. Temía que, si orinaba con demasiado ímpetu, traspasaría el aceite que con tanto sacrificio había extendido por el interior del cuenco de pelo. De modo que se orinó en la mano, y dejó que el cálido fluido cayera con suavidad en el cuenco.
Me has convertido en un animal, hermano.
Pero puestos a elegir, Dazen sería un zorro. La deshidratación había vuelto su orina tan sobrecogedoramente amarilla como su cuerpo era capaz de producir, y el cuenco de cabellos trenzados y lubricados aguantó. El corazón de Dazen dio un salto en su pecho (sintió deseos de llorar) cuando volvió a ver el color amarillo por primera vez en dieciséis años. ¡Amarillo! ¡La fisura en el espectro era real! Por Orholam, qué preciosidad.
Trazó a partir de él. Una cantidad diminuta nada más, era como intentar sorber agua a través de una bolsa, mientras el cuenco se vaciaba paulatinamente. Trazó una bola amarilla, más pequeña incluso que su pulgar, en la palma de su mano izquierda.
Inmediatamente comenzó a fragmentarse en forma de luz… pero era luz amarilla. Por primera vez, Dazen vio su celda en algo más que tonos azules. Vio su cuerpo en algo más que tonos azules. Y el amarillo, al encontrarse en el centro del espectro en vez de en el extremo opuesto, hacía que el rojo fuera mucho más fácil de ver. La fisura del espectro se extendía en ambas direcciones.
Y el cuerpo entero de Dazen había enrojecido a causa de la paliza.
Dazen trazó rojo con fuerza, tan intensamente como fue capaz, mientras la pequeña canica amarilla chisporroteaba y se desvanecía. Era suficiente. Tenía que serlo. La piel de su brazo ofrecía una tonalidad apagada a la luz azul que una vez más reinaba en la celda, pero sabía que era roja.
Y ahora, el verdadero motivo por el que se había infligido la fiebre.
Dazen trazó el calor de su propio cuerpo. Era asombrosamente ineficiente. Nunca antes había dado resultado. Estaba temblando, la fiebre era tan intensa que le impedía pensar. Pero… pero…
Se aferró al calor de su cuerpo, intentó imaginárselo elevándose en ondas, como si estuviera en el desierto. Una llama diminuta, una chispa era todo cuanto necesitaba. Obtuvo el máximo a lo que podía aspirar. Como un anciano, Dazen se obligó a incorporarse. La magia pesaba, y con tanta como planeaba lanzar, no debía desplomarse nada más empezar. Se arrodilló y sonrió al cadáver.
Este le devolvió la sonrisa, como si esto fuera algo que se esperaba. Como si llevara años esperándolo.
Dazen juntó las manos. Lanzó un hilo rojo de prueba desde la mano derecha, directamente al rostro del cadáver. Su mano izquierda liberó de golpe todo el calor acumulado…
Y generó una chispa diminuta.
La chispa prendió. El rojo se inflamó, y de repente la celda azul se inundó de luz roja y calor. Dazen trazó más, y más aún, y liberó la luxina en un mazazo apuntado contra el cadáver, directamente contra el punto débil de la pared de la celda.
La onda expansiva lo derribó pese a todos sus esfuerzos por resistir la sacudida. Había disparado la bola de fuego con tanta fuerza de voluntad que su cuerpo debilitado no tuvo la menor oportunidad de encajar el retroceso.
No creía que hubiera perdido el sentido, pero cuando abrió los ojos el mundo seguía siendo azul. Fracaso. Orholam misericordioso, no.
Dazen rodó de costado, esperando ver al cadáver burlándose de él. Pero se había esfumado. En su lugar se abría un agujero. Un boquete de bordes irregulares, humeantes, refulgiendo con la viscosa luxina roja que se consumía lentamente. Un agujero, y un túnel al otro lado.
No pudo contenerse. Dazen empezó a llorar. Libertad. No podía sostenerse en pie, estaba demasiado débil, pero sabía que debía salir. Tenía que llegar tan lejos como pudiera antes de que Gavin descubriera su ausencia. De modo que empezó a gatear.
Al salir de la celda de luxina azul, contuvo el aliento, convencido de que se iba a activar alguna trampa o alguna alarma. Nada. Aspiró con fuerza, se llenó los pulmones de aire limpio y fresco, y continuó arrastrándose hacia la libertad.