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Kip salió de su letargo cuando Karris desmontó. Miró de un lado a otro, con los ojos entrecerrados y la cabeza dolorida. Hacía tan solo un momento estaba agarrado a la mujer, preocupado porque, mientras se aferraba a sus brazos, le estaba tocando los senos y Karris iba a pensar que intentaba sobarla. Más que por las explosiones y las llamaradas de magia.

Era un cretino con todas las letras.

Y antes de darse cuenta habían llegado a los muelles. A Kip le costaba hilvanar los acontecimientos. Primero los hombres estaban plantando cara a Corvan, después le daban la bienvenida, y Corvan impartió órdenes y se perdió de vista en medio del gentío, hablando con unos y con otros. Kip se sentía al mismo tiempo mareado y fuerte como un oso. Karris maldijo en voz alta, pero no entendía por qué. La mujer tiró de sus brazos, aún cerrados alrededor de su cintura. Kip la soltó, y a punto estuvo de caerse cuando Karris se descolgó de la silla.

—Volveré a buscarte enseguida. —Karris le dio una palmadita en el brazo. De repente, sus facciones adquirieron una nitidez extraordinaria. Como si estuviera viendo a través de ella, como si pudiera entenderla. Parecía… vulnerable.

¿Vulnerable? ¿Karris Roble Blanco? En otras circunstancias, la idea habría hecho reír a Kip. Ahora su concentración era demasiado intensa. Había tensión en la mirada de Karris. Parte de esa preocupación era por Kip, pero la palmada en su antebrazo quería decir: «Pronto te pondrás bien». No estaba preocupada por Kip. Su nerviosismo obedecía a otro motivo.

Karris se dio la vuelta, y Kip vio cómo cuadraba los hombros. Estos se elevaron… estaba respirando hondo. A continuación, se adentró en los muelles como si se sintiera tan confiada como siempre rodeada de soldados, trazadores, marineros y civiles asustados. A pesar del bullicio, del nerviosismo y de la batalla no tan lejana, la multitud abría paso a esta visión de guerra y belleza: músculos nervudos y feminidad, la espada de luxina humeando aún en su espalda, hollín en los hombros desnudos y el escote, un bich’hwa curvado en el puño, descalza, ondeando al viento los negros cabellos, firmes sus zancadas.

Karris se detuvo detrás de un trazador de pelo cobrizo que estaba trabajando en una gran barcaza. Habló. La cabeza del hombre giró de pronto como si se hubiera accionado un resorte. No era un hombre cualquiera. El Prisma.

Gavin estrechó inmediatamente a Karris en un abrazo enorme. Alivio.

Karris tenía el cuerpo rígido, los brazos inmóviles a los costados, aturdida o repelida, Kip no podía saberlo. Luego, lentamente, la crispación que le atenazaba los brazos y los hombros pareció derretirse por etapas. Sus brazos se movieron, se elevaron hasta la espalda de Gavin para devolverle el abrazo.

Entonces Gavin vio a Kip. Sorpresa. Soltó a Karris, dijo algo.

La mano abierta de Karris restalló contra la mejilla de Gavin.

Gavin levantó las manos con las palmas hacia arriba. ¿Qué he dicho?

La mirada de Gavin saltó de Karris a Kip, y del muchacho a la barcaza sin terminar a su espalda. Bajó las manos. Kip juraría que la maldición que profirió había llegado incluso a sus oídos. Sintió deseos de encogerse sobre sí mismo. Era como ver pelear a tus padres. Solo quería esfumarse.

Se giró hacia la ciudad. Su vista seguía estando intensamente concentrada en una sola cosa a la vez, sacrificando los conjuntos en favor de las partes. El mal de la luz. Sabía que había un ejército allí, delante de sus narices, pero solo veía a un hombre comprobando la mecha de su arma; a otro, con la mitad del bigote chamuscado, jugando con la baqueta de su mosquete, dándole vueltas; otro más, con la bayoneta calada, usándola para rascarse la espalda y bromeando con sus camaradas como si no sintiera ni pizca de miedo mientras sus ojos, tensos y muertos, proclamaban a voces lo contrario; aun otro, hablando sin cesar a pesar de que nadie estaba prestándole la menor atención.

Kip reparó en las gradas vacías del puerto. No quedaba ni una sola embarcación. Hasta la arenera más pequeña había desaparecido. En el embarcadero paralelo al suyo, vio a un enorme hombre atezado alcanzado y rodeado por una docena de Hombres Espejo. El hombre exudaba un aura desafiante, pero los mosquetes de los Hombres Espejo lo apuntaban desde todos los ángulos.

Puño de Hierro.

—¿Me he vuelto loco o no es ese el comandante Puño de Hierro? —murmuró Kip.

—¿Señor? —preguntó un hombre que estaba de pie junto al caballo del muchacho.

—¡Apartaos! —gritó Kip—. ¡Apartaos! —Entre juramentos, los hombres le abrieron paso.

—¡Kip! ¿Qué haces? —exclamó Corvan Danavis. Desde su posición, no podía ver a Puño de Hierro.

Kip apenas lo oyó. Clavó los talones en el caballo y se agarró como si le fuera la vida en ello. Tras zafarse de cientos de hombres nerviosos, el caballo emprendió el galope. Kip se bamboleaba como un saco de pomelos triturados, todo zumo y pepitas. El caballo corría por la margen del muelle, en la dirección adecuada… pero sin aminorar la marcha. Kip tiró con fuerza de las riendas, pero el caballo tenía el bocado entre los dientes. Y no pensaba aflojar.

Los Hombres Espejo vieron llegar a Kip y gritaron. Unos pocos tuvieron tiempo de disparar. Kip juraría que una bala de mosquete le había lamido la oreja con su lengua abrasadora.

Soy la persona más estúpida que he conocido en mi vida. Mientras el caballo se precipitaba hacia Puño de Hierro y sus captores, aún sin frenar, Kip sacó los pies de los estribos y saltó de la silla, abalanzándose sobre los Hombres Espejo.

Lo que fuera que había hecho antes con toda la luxina verde que había amortiguado los golpes… esta vez no lo hizo. Calculó mal la distancia y se estrelló contra el suelo con fuerza, rodando una y otra vez, golpeándose contra algo la mano izquierda, abrasada y agrietada. Sintió como si una llamarada se propagara por todas las articulaciones de la mano. Se golpeó la cabeza, resbaló de espaldas, entorpecido por sus ropas, e intentó ponerse de pie.

Ante él se extendía la ciudad. No había nadie en esa dirección. Se giró hacia el comandante Puño de Hierro, se le enredaron los pies, se cayó. Se apoyó en la mano izquierda. Las lágrimas afloraron a sus ojos, incontenibles. Agonía.

—¡No! —gritó Puño de Hierro.

Kip se tambaleaba sobre una rodilla, mareado, apoyado únicamente en su torturada mano izquierda. Quería tumbarse de espaldas, demostrar a estos hombres que no era ninguna amenaza, implorarles que le hicieran daño.

Me paso más tiempo de espaldas que una chica de alquiler. Basta.

Uno de los hombres tenía la bayoneta calada. Avanzaba hacia Kip. Kip se impulsó hacia arriba… con la mano izquierda. El fogonazo de dolor se extendió por todo su brazo.

Kip apuntó la mano lastimada hacia el Hombre Espejo y obligó al fuego a desandar el camino, apoyándose esta vez en la mano sana. Una llamarada rugió y envolvió al hombre, que se asó vivo, inservible su armadura de espejos.

Mientras se levantaba con esfuerzo, Kip continuó bañando de fuego a los guardias. Entonces descubrió por qué Corvan había dicho que tardaría un mes en trazar tras sufrir el mal de la luz. Su estómago se rebeló; vomitó.

No podía mantenerse en pie. Los mareos y la náusea lo derribaron como si le hubieran cortado las rodillas. Su estómago sufrió un calambre tan violento que se dobló por la mitad, ovillándose en posición fetal sin dejar de vomitar, ensuciándose los pantalones.

Una vez más, Kip el Caballero de Blanca Armadura consigue no haber servido de nada.

Estaba muerto. Sabía que tenía que estar muerto. Los hombres se abalanzaban sobre él y solo había detenido a uno de ellos. Deberían haberlo matado ya.

—Suelta el resto de la luxina. Te revolverá el estómago otra vez, pero es mejor, te lo aseguro. ¡Ahora, muchacho! ¡No puedo cargar contigo y trazar al mismo tiempo!

—¿Puño de Hierro?

Kip entreabrió los ojos, vio el suelo sembrado de cadáveres a su alrededor y a Puño de Hierro en pie ante él, con los puños erizados de pinchos de luxina azul ensangrentada. Puño de Hierro tenía cortes, sangre seca y quemaduras de pólvora por todo el cuerpo. Llevaba puestas unas gafas azules ceñidas a los ojos, con las patillas sujetas con firmeza en la nuca. Se le había caído el ghotra de la cabeza y tenía el pelo chamuscado en un lateral. ¿Cómo había conseguido escapar después de requisar un cañón? Se le debía de haber echado encima el ejército entero del rey Garadul.

Fuera como fuese, aquí estaba. Magullado, extenuado y herido, pero no tanto como para no ser capaz de salvar a Kip una vez más.

—¡Ahora! —exigió Puño de Hierro—. El mal de la luz empieza a afectarme también a mí. ¡Sé lo que te estoy pidiendo!

Pero entonces, milagrosamente, se sintió mejor. Incluso capaz de ponerse de pie. Puño de Hierro lo agarró del hombro de la camisa y lo levantó en volandas.

—Idiota, hice todo esto para salvarte, y has estado a punto de tirarlo por la borda. ¿Qué diablos estabas pensando?

Pero Kip no estaba en condiciones de responder.

Contemplaba fijamente al ejército que ocupaba el otro muelle.

Por las pelotas de Orholam.

A tan solo doscientos pasos de distancia se estaba librando una batalla a gran escala. Aproximadamente un centenar de soldados y trazadores defendían el muelle frente a miles de soldados y docenas de trazadores. Lo confinado del espacio era lo único que impedía que los hombres de Gavin fueran arrollados. Las líneas de vanguardia eran una vorágine de bayonetas y espadas, unas cuantas lanzas, azadas, guadañas y grandes tijeras de luxina naranja, y magia disparada y bloqueada en todas direcciones. Algo más atrás, Gavin y unos cuantos trazadores estaban terminando la última barcaza, incapaces de sumarse a la refriega porque la construcción de la embarcación requería todas sus dotes para el trazo.

La masa de invasores empujaba implacablemente hacia atrás a los hombres de Gavin, imparable por su propio peso. Kip pensó que ya era demasiado tarde. Y todavía se sentía enfermo, mareado, y al mismo tiempo más fuerte que nunca, debatiéndose entre el deseo de tumbarse a dormir y la necesidad de entrar en acción so pena de consumirse de dentro afuera.

—Sígueme —dijo Puño de Hierro—. Quédate tan cerca como puedas. No puede flotar mucho tiempo.

Sin más explicaciones (¿flotar? ¿qué estaba flotando?), Puño de Hierro cogió carrerilla y saltó desde el borde del muelle, esparciendo luxina azul en un amplio abanico con una mano.

Kip lo siguió, corriendo por la superficie resbaladiza, sujetándose los pantalones con firmeza con la mano izquierda y rezando para no caerse. La rampa azul se inclinaba bruscamente al final del muelle antes de nivelarse a la altura del agua, flotando sobre la superficie como una barca inestable.

—¡Sigue corriendo! —dijo Puño de Hierro.

Frente a ellos, la defensa se desmoronó mientras la enorme barcaza de luxina se alejaba del muelle. Los últimos restos de los defensores intentaban luchar y retirarse al mismo tiempo. Algunos se giraron y fueron abatidos mientras intentaban coger impulso para saltar a la barcaza. Otros renunciaron a la idea de llegar a la embarcación y se afianzaron en sus posiciones.

El ejército de lord Omnícromo, sin embargo, era tan gigantesco y poseía tanta presión acumulada que, sin un centenar de soldados para contenerlo, irrumpió en los muelles como una tromba de agua, con los hombres de detrás empujando a los de delante tan violenta e implacablemente que tanto los defensores como las líneas de vanguardia de los hombres de lord Omnícromo se precipitaron al mar desde lo alto del embarcadero. Docenas, tal vez un centenar de hombres y mujeres se zambulleron en la bahía.

No lo conseguiremos. ¡No tenemos adónde ir!

Pero Puño de Hierro se limitó a extender su camino azul sobre las olas. Por Orholam, ¿acaso iban a cubrir corriendo toda la distancia que los separaba de la barcaza?

Kip no podía hacerlo. Se sentía demasiado mareado. Estaba demasiado lejos.

—¡Más rápido, Kip! ¡Maldito seas! ¡Más rápido! —exclamó Puño de Hierro.

Un surtidor de agua se elevó por los aires a su derecha. Kip miró de reojo en esa dirección, no vio nada, se descubrió corriendo justo al filo de la plataforma azul, a punto de caerse al agua, y corrigió su trayectoria. Más agua saltó a ambos lados de ellos.

¡Nos están disparando!

Sin aliento, con la cabeza dándole vueltas, Kip vio frente a ellos cómo la magia iluminaba el aire entre la barcaza y el muelle. Gavin estaba de pie en la proa de la embarcación, arrojando grandes ráfagas de fuego, dardos, granadas de luz… una auténtica batería de cromaturgia. El espacio a su alrededor a bordo de la barcaza se despejó mientras todos los demás retrocedían asombrados, sobrecogidos, temerosos de quien era capaz de controlar tanta magia. Gavin estaba plantando cara a los trazadores del muelle, en solitario. Y estaba ganando.

Ese es mi padre. No puedo decepcionarlo. He estropeado todo lo demás. Subiré a ese condenado barco.

—¡No puedo seguir! —gritó Puño de Hierro, con voz angustiada—. ¡Tengo que estrecharla, Kip, o no lo conseguiremos!

—¡Hazlo! —chilló Kip.

La plataforma se encogió abruptamente a unos meros tres palmos de ancho. Se hundió en el agua mientras Kip corría por ella, chapoteando.

Pero solo les faltaban treinta pasos. La pasarela empezó a arquearse hacia arriba, fuera del agua, para acoplarse a un costado de la barcaza, lejos de toda la magia que volaba en todas direcciones.

Kip miró a Gavin, y vio que alguien había entrado en el círculo vacío detrás del Prisma. Aunque el muchacho vestía ropas de campesino, Kip lo reconoció de inmediato. ¡Zymun! Zymun se había colado en la barcaza con el resto de los refugiados, y tenía una caja en las manos. La caja de Kip. Lo último que le había dado su madre antes de morir. Lo único que le había dado nunca.

Gavin seguía disparando y desviando magia. Todos estaban observándolo o se habían congregado a un lado de la barcaza para asistir a la llegada de Puño de Hierro y Kip. Puño de Hierro tenía la mirada fija en la pasarela que estaba trazando, absorto en su magia. Kip fue el único que vio salir un cuchillo resplandeciente de aquella caja.

El siguiente paso de Kip tocó fuera de la estrecha plataforma de luxina. Se hundió de golpe en el agua. Torpe, Kip. Estúpido, Kip. El estrepitoso chapuzón contribuiría a crear una distracción de la que Zymun se podría aprovechar.

Lord Omnícromo había enviado a Zymun para que asesinara a Gavin. Kip lo había visto… y había decidido irse a otro lado. Había tenido una docena de oportunidades para hacer lo correcto y las había dejado escapar todas. Incluso hacía cinco minutos, si no hubiera ido detrás de Puño de Hierro, habría conseguido subir a la barcaza. Podría haber detenido a Zymun.

Kip no volvería a fallar. Se negaba. Impulsó las manos hacia abajo, abrió los ojos a pesar del agua y empezó a absorber luz. El dolor era endiablado. Le daba igual. La absorbió como si fuera la boca de uno de los grandes motores de los deslizadores de Gavin. Y la impulsó hacia abajo.

Salió disparado del agua. Por la mano de Orholam, o por toda la suerte que llevaba toda su vida jugando en su contra, invertida ahora por fin, voló en la dirección adecuada. Aterrizó en la cubierta de la barcaza, arrollando a media docena de personas arracimadas en torno a la barandilla, observándolo… y se mantuvo en pie, aunque había caído en un ángulo desesperado y hubo de correr tanto como fue capaz para no caerse.

Irrumpió en la zona despejada alrededor de Gavin cuando Zymun se cernía ya sobre el Prisma. Zymun hundió la gran daga blanca en la espalda de Gavin un instante antes de que Kip colisionara con él, con la coronilla de Kip aplastando la nariz de Zymun. Su impulso los arrastró a ambos al costado opuesto de la barcaza.

Se precipitaron por la borda y se hundieron con un chapuzón clamoroso. Kip cogió aire antes de sumergirse e inmediatamente empezó a forcejar con Zymun, dándole puñetazos, buscando la daga que empuñaba en una mano y la funda que sujetaba en la otra. Zymun no se había llenado los pulmones de aire. Abrió las manos y agitó los brazos, intentando alejarse de Kip con movimientos aterrados. Kip intentó apuñalar al otro muchacho, aún debajo del agua, y falló.

Salió a la superficie, jadeando. Zymun emergió a cinco pasos de distancia, con la nariz chorreando sangre que se diluía en el agua.

Kip oyó gritos detrás de Zymun. Los tiburones habían hecho acto de presencia y agitaban las aguas entre Zymun y los muelles, levantando espuma blanca en su frenesí.

—¡Kip! ¡Agarra la cuerda! ¡Agarra la cuerda! —gritó alguien. Un cabo golpeó el agua a su lado.

Zymun lanzó a Kip una mirada de reojo cargada de odio y empezó a nadar hacia la orilla. Era buen nadador. Más veloz que Kip. Perseguirlo sería una locura. Además, estaba sangrando.

—¡Kip!

Kip sintió que le sobrevenían los primeros temblores del mal de la luz. Ay, mierda.

Pero ya había perdido la daga una vez. Lo era todo. No volvería a perderla. Meciéndose con las olas, intentando no fijarse en la veintena aproximada de aletas que cortaban el agua en dirección al muelle, enfundó la daga y se la guardó dentro del pantalón. Solo entonces agarró la cuerda.

Por suerte había un lazo en el extremo. Kip consiguió pasárselo por encima de la cabeza antes de sufrir la primera arcada. No tenía nada en el estómago, por lo que se limitó a jadear entrecortadamente mientras la barcaza lo remolcaba hasta que los hombres de cubierta pudieran izarlo fuera del agua.

—Suelta el resto de la luxina, Kip —estaba diciéndole alguien.

—No puedo, no puedo. —Sabía que iba a ser una tortura. No podía soportar más el dolor. Ni siquiera podía abrir los ojos.

—Vamos, Kip, hazlo por mí —dijo con delicadeza Gavin.

Kip liberó los últimos restos de luxina. Lo último que sintió fue el dolor que le atravesaba la cabeza, lanzas de luz que desterraron las tinieblas, tan solo para dejar más a su paso.