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Karris eligió un caballo de los Hombres Espejo al que parecía que aún le quedaba algo de brío y resuello, y partió. La barda del animal estaba recubierta de espejos en los que se reflejaba el sol de la mañana. Lo mismo podría haber dibujado una diana en la espalda. En fin, tampoco el resto de su aspecto era precisamente discreto.

No tenían mucho tiempo. Los cuatrocientos pasos que los separaban de los engendros de los colores de lord Omnícromo solo podían salvarse atravesando un laberinto de callejones o calles sembradas de escombros. Los ralentizaría, pero no mucho. Antes, sin embargo, había cosas que hacer. Karris se giró para echar un vistazo al rey Garadul, rechinando los dientes ante la carnicería.

Estaba muerto, sin duda. Sintió un vacío peculiar. Deseaba verlo muerto. Se lo merecía. Ahora lo estaba, así de fácil. Pero lo más probable era que su muerte no hubiera servido de nada. Vio su bich’hwa tirado en el suelo, junto al cadáver. Hijo de perra. Lo recogió y miró a su alrededor, pero no había ni rastro de su yatagán.

El tiempo se agotaba. Los hombres de Corvan Danavis estaban terminando de recoger la pólvora, la munición y las armas de repuesto de los cadáveres, y empezaban a formar. Kip ofrecía el deplorable aspecto que cabía esperar. Corvan dijo:

—Se llama mal de la luz, Kip, y podría provocarte cualquier tipo de efecto. Dejarte tan indefenso como un cachorrito o tan fuerte como un demonio marino. He visto a hombres pudorosos arrancarse la ropa porque no soportaban que nada les tocase la piel. Y mujeres recatadas que… en fin, eso ahora no tiene importancia.

—Eh, que solo fue aquella vez —protestó Karris mientras ensillaba. En la medida de lo posible, convenía que un trazador no se refugiara demasiado en sí mismo tras haberse excedido con la magia.

Corvan se rio.

—No sé si alguna vez se te podría calificar de «recatada», Karris Roble Blanco. —Dejó que su mirada se deslizara por la pierna de Karris—. Hoy seguro que no.

Karris siguió la mirada de Corvan. Ups. Había conseguido abrir la raja de su vestido prácticamente hasta la cadera, y estar sentada a horcajadas en un caballo no ayudaba. En fin, ¿qué podía hacer? ¿Ir a cambiarse?

—¡Se acabó el descanso! —gritó Corvan a sus hombres—. ¡Nos vamos a los muelles! Mantened el ritmo o morid. —Uno de los oficiales se acercó a hacerle una pregunta, y el general se enfrascó en sus responsabilidades.

Lo que dejaba a Karris a solas con Kip. Preferiría acudir a la batalla sin lastres, pero no iba a abandonarlo, otra vez no. Había cosas más importantes que su libertad de movimientos. Guió el caballo hasta la plataforma.

—Kip, ven aquí —dijo, con más aspereza de lo que pretendía.

El muchacho, visiblemente aturdido, se encaramó a lo alto de la silla y partieron.

Al principio, Karris pensó que iban a escapar limpiamente. Entonces llegaron al puente. El extremo más alejado estaba bloqueado con vagones y carretas que debían de haberse incendiado momentos antes de que llegaran los hombres de Corvan, o habrían visto el humo.

Los hombres que encabezaban la columna se detuvieron en seco, y los que corrían detrás colisionaron con ellos, colapsando la columna y sembrando el caos. Corvan, a caballo cerca del frente, se esforzaba por separar de la confusión a unos cuantos trazadores para que despejaran las barricadas en llamas. En circunstancias normales, les llevaría uno o dos minutos.

Cerca de la retaguardia de la columna, Karris tiró bruscamente de las riendas y empezó a gritar a los hombres que la rodeaban para que formaran una línea de defensa.

—¡Cargad los mosquetes, calad bayonetas! —Giró en redondo a tiempo de ver al primero de los engendros de los colores que los perseguían.

Karris nunca había visto nada parecido. Sabía que los engendros verdes podían alterar sus articulaciones para conferir a sus piernas una elasticidad extraordinaria, pero los verdes no eran los únicos engendros de los colores que saltaban de tejado en tejado a sus espaldas.

Un engendro amarillo, con los brazos radiantes, corrió directamente hacia el borde de una terraza mientras acumulaba luxina en ambas manos. Saltó de la cornisa y proyectó las manos hacia abajo, liberando un chorro de luxina amarilla contra el suelo y aprovechando el retroceso para ganar altura y conseguir llegar al siguiente tejado. Como si estuviera jugando a la pídola en el aire.

Un destello verde, mucho más cerca.

Karris disparó una bola verde hacia arriba, interceptando al engendro verde mientras descendía. Su proyectil desvió al engendro verde de su trayectoria, levantándolo de modo que, en vez de aterrizar entre los aterrorizados soldados, se estrelló contra el costado de un edificio. Los soldados que lo rodeaban se recuperaron antes que el engendro. Karris oyó el cascabeleo del fuego de mosquete.

¡Maldición! Los veteranos lo habrían despachado con las cuchillas, reservando la escasa munición para enemigos más activos.

Otro engendro verde atravesó el aire, y Karris erró el tiro. Aterrizó violentamente entre las filas más retrasadas, dispersando a los hombres. Otros, asustados, levantaron sus mosquetes y dispararon, la mayoría de ellos errando el blanco e hiriendo a sus compañeros.

Cuando abatieron a ese, convergían ya sobre ellos engendros de todos los colores. El ejército de lord Omnícromo estaba doblando una esquina, a menos de trescientos pasos de distancia, trotando, ganando velocidad para lanzar una carga. Media docena de los trazadores rojos y subrojos de Omnícromo viajaban a caballo. Se acercaron a doscientos pasos de distancia y dispararon grandes misiles incendiarios contra los hombres de Corvan, masificados y encajonados.

Un engendro azul, todo aristas y cuchillas relucientes, fue el siguiente en cruzar los tejados a la izquierda. Una subroja estaba saltando de azotea en azotea a la derecha, calva, con el cuerpo literalmente en llamas.

De la nada, un trazador enorme cayó en mitad de la calle directamente enfrente de Karris, de espaldas a los hombres de Corvan. Se irguió con los brazos extendidos, como si estuviera sosteniendo unas cuerdas y esperara un cargamento pesado. Sus brazos se proyectaron bruscamente hacia fuera mientras el engendro azul y la subroja se abalanzaban al ataque.

Ambos engendros de los colores se convulsionaron violentamente cuando se tensaron las invisibles correas de luxina supervioleta que les ceñían el cuello. El cuerpo del engendro azul adoptó una posición horizontal de repente cuando toda la luxina que contenía se diluyó en un instante ante la pérdida de concentración. Se estrelló contra el suelo enfrente de la retaguardia.

El engendro subrojo, sin la ventaja de una armadura azul alrededor del cuello, apenas si cambió de dirección. Su cuerpo aterrizó en el siguiente tejado y se desplomó, mientras su cabeza llameante rodaba por los aires directamente hasta el río.

El trazador que los había salvado miró atrás de reojo para cerciorarse de que los engendros de los colores hubieran muerto. Karris se quedó sin aliento. Era Usef Tep, el mismísimo Oso Púrpura, el héroe de la Guerra del Falso Prisma. Mientras Karris asimilaba ese hecho, vio que los misiles incendiarios que se arqueaban hacia la retaguardia viraban bruscamente a uno y a otro lado en pleno vuelo, explotando a una distancia segura.

Otro engendro verde al que ni siquiera había visto se estrelló contra el suelo, acribillado de cuchillos de luxina azul. Karris vio a Eleleph Corzin, con la piel encendida de azul, saliendo de un callejón.

—¡Nosotros os guardamos las espaldas! ¡Marchaos! —exclamó una mujer.

Karris se giró para ver al menos una docena de trazadores en pie en lo alto de la última azotea. Era como si Karris se hubiera adentrado en una galería de héroes. La mujer que había gritado era Samila Sayeh. Junto a ella se encontraba Deedee Hoja Caída, con la piel envuelta en enredaderas de luxina verde pura. Manos Llameantes se erguía en la esquina del edificio, proyectando un raudal incesante de bolas de fuego con cada mano. A su derecha, las hermanas Tala y Tayri. Un Talon Gim cubierto de sangre, con el brazo izquierdo inutilizado, se reunió con Usef Tep en la calle. Y otros que Karris reconocía de su juventud, o que habían luchado por Dazen y a quienes había oído describir con todo lujo de detalles.

—¡Maldita sea! Ese muchacho y tú sois los únicos que podéis salvar a Gavin. ¡Cógelo y largaos de aquí de una vez! —chilló Samila Sayeh, echando chispas por los ojos.

Los hombres de Corvan avanzaron cuando cayeron las barricadas. Karris sintió a Kip revolverse detrás de ella. El ejército de lord Omnícromo era como una marea imparable. Karris espoleó al caballo, mirando tan solo de reojo por encima del hombro a la conflagración mágica que rugía a su espalda.

Fue suficiente. Todos los hombres de Corvan llegaron al otro lado del puente. A partir de allí, fue una trepidante carrera en línea recta hasta los muelles.

Karris llegó con el último grupo. Corvan, al frente, se dirigía hacia Gavin, que estaba al borde del muelle. Al parecer estaba trabajando, trazando barcazas. Alguien alertó a Gavin, y Karris vio a este lanzar una de sus características sonrisas torcidas en dirección a Corvan.

Y en ese momento Karris lo supo. Fue como si le hubieran dado un mazazo. Se le formó un nudo en la garganta. Todas las piezas encajaron en su sitio. Mil piezas acumuladas a lo largo de los últimos dieciséis años, y unas pocas reunidas en el transcurso de los últimos días: Esa sonrisa. La palmadita en el hombro de Corvan esa misma mañana, en la muralla. Si Karris no llevara más de una década en la Guardia Negra, no lo habría sospechado siquiera. Pero Gavin y Corvan deberían odiarse mutuamente. Eso podía explicarse. Eran profesionales, cierto. Tenían motivos para trabajar juntos, de acuerdo. Pero el mando sin fisuras y la obediencia instantánea son el fruto del tiempo y la confianza. ¿Cómo podían confiar el uno en el otro estos hombres?

¿Quién regresa de la guerra convertido en mejor persona?

Gavin había dicho: «Lo que pone en esa nota, no es verdad. Te juro que no es verdad». ¿Por qué tanto empeño en desmentir algo que sabía que saldría a la luz minutos más tarde?

Porque no era mentira.

Ay, mierda.