87

Karris recogió una segunda espada de manos de un hombre que estaba tendido en el suelo, desangrándose por la herida que tenía en el estómago. No sabía para qué bando combatía, ni le importaba. La ciudad olía a pólvora, a cloaca, a sudor, era la clase de hedor que se adhiere a las armaduras de cuero y no se va nunca. Mientras corría, trazó una fina pátina de luxina verde sobre las espadas, la selló, la recubrió de luxina roja y selló esta a su vez.

Toda la zona era un entramado de callejones. Los edificios se encontraban distribuidos al azar, con la aparente intención de fastidiar a los vecinos, e imposibilitaban ver nada en línea recta. La buena noticia era que eso impediría que el rey Garadul amasara allí a sus hombres en gran número.

La mala noticia era que… ¡ay, mierda! Karris dobló una esquina y estuvo a punto de estamparse contra tres Hombres Espejo, perdidos, asomándose a los distintos callejones y aparentemente a punto de iniciar una discusión sobre qué camino seguir. Karris los embistió antes de que ninguno de ellos pudiera reaccionar. Lanzó todo su peso contra el más bajito, que tenía los pies plantados con firmeza en el suelo, y consiguió frenarse y hacerle perder el equilibrio. Se giró mientras trazaba un arco escarlata con la espada que empuñaba en la mano izquierda.

El segundo Hombre Espejo intentó levantar la espada para protegerse, pero demasiado lento, sin la menor posibilidad. La hoja de Karris traspasó su guardia y se enterró en su cuello por encima del gorjal. El corte no era muy profundo, pero sí lo suficiente, y letal. La luxina roja salpicó el exterior de su armadura, y cuando Karris retiró el arma de un tirón, el interior se salpicó de sangre roja a juego. Permaneció en pie, pero para Karris ya estaba muerto.

Entre la colisión con el primer Hombre Espejo y el degollamiento del segundo, Karris había perdido de vista al último. Giró sobre los talones, agazapada, bloqueando con ambas espadas, la izquierda abajo, la derecha arriba en una presa invertida. La estocada habría traspasado directamente la débil guardia de su mano derecha si antes no se hubiera agachado. En vez de eso, el canto de su propia arma le pegó un golpe en el hombro. No sabía si se había cortado. ¿Qué clase de imbécil se mete en una pelea sin armadura?

Se levantó con una maniobra agresiva, pero el Hombre Espejo detuvo su ataque. A continuación, abrió los ojos de par en par. Una lenta oleada de luz roja los bañó a ambos. Su espada había arrancado chispas de la de Karris, inflamando la luxina roja… y no solo en su espada. Allí donde los dos filos habían chocado, la espada del Hombre Espejo había raspado también la luxina roja, y las mismas chispas le habían prendido fuego. Karris se había propuesto reservar las llamas para más tarde, pero también podía sacarles partido ahora.

Karris giró la muñeca, imprimió una veloz trayectoria curva a la espada llameante y apuñaló al Hombre Espejo en la cara con la que empuñaba en la zurda.

Si te vas a poner una armadura pesada, no dejes nunca la visera abierta mientras dure la batalla.

Le dio una patada para separarlo de su arma en una rociada de dientes rotos y sangre exhalada, giró de nuevo, y vio que el Hombre Espejo con el que había chocado se arrastraba por el suelo en busca de su espada. Le pisoteó la mano extendida y hundió su filo en la armadura de espejos. Hacía falta un golpe fuerte y directo para traspasar esa coraza, pero lo había ensayado mil veces con la Guardia Negra, que entrenaba asumiendo que los asesinos partirían con ventaja, armaduras de espejos incluidas.

Tras liberar la hoja de nuevo, enjugó los restos de luxina roja inflamada de la espada con el manto de uno de los hombres y aplicó una capa nueva. Se quemaría sola como no tuviera cuidado. Recogió el arco recio y la aljaba medio vacía que portaba uno de los cadáveres.

Y ahora, ¿dónde diablos estaba? ¿Y dónde estaba Kip?

Karris había tomado un atajo, o eso creía. Sabía que había un mercado en la zona sur de la ciudad y le parecía recordar aproximadamente su ubicación. Había enviado a Kip en pos del rey Garadul con la esperanza de que el muchacho sembrara algo de caos en el proceso, lo que le permitiría a ella acercarse al monarca por la espalda y asesinarlo.

Quizá no hubiera sido la decisión más inteligente. Por Orholam, había abandonado a Kip. Un trazador en pañales.

Como si hubiera podido hacer gran cosa por ayudarle. En la Cromería llamaban gólem verde a lo que había hecho Kip. Hubo un tiempo en que se enseñaba como magia de guerra. Ya no.

Crear un gólem verde planteaba tres problemas. Para empezar, no se podía sellar la luxina. Si lo hacías, no podías moverte. Algunos trazadores lo resolvían creando grandes placas selladas y soldando las juntas con luxina verde abierta. Lo que estaba haciendo Kip era mucho más difícil. Estaba sosteniendo toda la magia a la vez. Requería una concentración inmensa, y la armadura solo sería tan resistente como su fuerza de voluntad. Si alguien rompía su concentración perdería la armadura instantáneamente. Segundo, usar tanta luxina verde consumía enseguida a los trazadores. En la Guerra del Falso Prisma, Karris había oído hablar de trazadores verdes que rompían el halo tras crear un gólem verde tan solo tres o cuatro veces. Tercero, había que ser fuerte como un toro. El traje (la armadura, el gólem, lo que fuera) pesaba. Para el trazador era menos porque su voluntad aguantaba una parte del peso, pero aun así seguían teniendo que desplazar una enorme mole de luxina. Dicho lo cual, emplear luxina verde abierta en las piernas implicaba que un trazador experimentado sería capaz de dar grandes saltos, y cuando se ponían en marcha, eran prácticamente imparables.

Todo eso significaba que lo más probable era que Kip consiguiera que lo matasen. Y Karris lo había abandonado. Maldición. ¿Qué clase de mujer abandona a un niño?

Karris comprobó la posición del sol desde las sombras. El astro aún estaba bajo en el firmamento, y estos callejones estaban envueltos en sombras y niebla. Al levantar la cabeza se sorprendió. Los tejados se alzaban entre la bruma como lejanas cumbres cuadradas reinando sobre las nubes. Entonces vio las bengalas que señalaban la retirada. Eran del color que supuestamente debían usar Gavin o los Guardias Negros, y estaba segura de que eso era lo que indicaban. Pero ¿retirarse adónde?

Los muelles. Sabían que iban a perder la ciudad. Tan solo intentaban que el rey Garadul pagara el precio más alto posible. Karris no disponía de mucho tiempo para cerciorarse de que pagara el precio definitivo.

Entró corriendo en una casa vacía; estaba segura de que allí todas las casas estaban vacías. Tras abrirse paso entre los excrementos de gallina y varios perros, más una vaca esquelética (muchas personas metían a los animales en casa para pasar la noche, tanto por su seguridad como para caldear el interior), encontró las escaleras, subió a las habitaciones de la familia, que se habían vaciado apresuradamente, y llegó a la escalerilla que conducía a la azotea.

Todas las casas de Garriston, cuadradas y achatadas, tenían estos tejados llanos. La azotea se convertía en una tercera habitación para muchas familias. Un lugar idóneo para refrescarse durante las largas y calurosas noches de verano, la única oportunidad que tenían los plebeyos de disfrutar de la brisa procedente del mar Cerúleo. Los edificios se apiñaban unos contra otros, pero en absoluto constituían un conjunto homogéneo. No todos los edificios tenían tres plantas, e incluso en aquellos que sí, los pisos eran de distintas alturas.

Aun así, cuando Karris llegó al tejado, la belleza de la escena la dejó sin respiración por unos instantes. Los tejados encalados, pequeños cuadrados y rectángulos, reluciendo al sol, con la niebla arremolinándose en cada vértice, las iglesias y las contadas mansiones elevándose como montañas entre las nubes, y el Palacio de Travertino dominándolo todo. Más al sur se podía ver la Muralla de Agua Brillante, como un cinturón dorado que ciñera la ciudad. Más cerca, una negra columna de humo se elevaba de la muralla de la ciudad, fogonazos de magia de las puertas.

Se concentró. Encontró el mercado que estaba buscando. La niebla le impedía ver lo suficiente para saber si su intuición había sido acertada.

Ya que has apostado la vida de Kip en esta mano, qué menos que acercarte a ver si has ganado.

Maldiciéndose por estúpida, Karris trazó un arnés verde para las armas, enfundó las dos espadas a su espalda, se entretuvo unos segundos ajustando las correas para acomodar la aljaba y el arco, maldijo las mangas de su vestido, ceñidas y rotas, maldijo sus hombros musculosos y se arrancó las mangas. Respiró hondo. Corrió hasta el borde de la azotea y saltó.

Las casas estaban tan próximas entre sí que el salto no entrañaba dificultad. Algunos hogares estaban unidos por tablas, incluso, para que los vecinos pudieran visitarse. Mientras no tuviera que cruzar la calle, sería un juego de niños. Corrió tan deprisa como le era posible. Una calle a salvar, después otro bloque de casas, después el mercado. Su mirada no dejaba de saltar de un lado a otro mientras se acercaba al desafío de cruzar la calle que se abría ante ella.

¡Allí! El tejado de una de las casas del otro lado era considerablemente más bajo. Karris se desvió a la izquierda y saltó, sobrevolando las cabezas de treinta o cuarenta Hombres Espejo. Aterrizó en el tejado, rodó, se levantó justo a tiempo de dar otro salto, esta vez hasta un tejado más alto. Lo alcanzó con un pie extendido. Se impulsó hacia arriba, intentando elevarse un poquito más sin detener la inercia que la empujaba hacia delante.

Arqueó el cuerpo en el aire, pero no lo bastante arriba. Aterrizó con la mitad del torso en la superficie lisa de estuco encalado, resbaló, arañó a su alrededor en busca de asidero.

Las puntas de sus dedos se engarfiaron en el estuco sucio y agrietado que empezaba a desmenuzarse. Osciló de costado, perdió un asidero por un segundo cuando el estuco se hizo pedazos. Proyectó la mano hacia lo alto del tejado, se agarró con fuerza esta vez, y se balanceó hacia el otro lado. Su pie alcanzó el borde, rasgando la abertura de su falda aún más arriba. Se apresuró a terminar de encaramarse, desconfiando del resto del estuco que podía desmoronarse en cualquier momento.

No había tiempo para felicitarse por estar viva. Karris comprobó las espadas y el arco, miró de reojo hacia abajo, a la caída de veinte pies que conducía a la irregular superficie de la calle; precipitarse al vacío le habría costado una pierna rota, por lo menos. Reanudó la carrera.

Llegó a un tejado con vistas al mercado y se detuvo. El rey Garadul se acercaba al frente de cientos de Hombres Espejo y unos cuantos trazadores… y Kip se cernía sobre ellos como una espada flamígera. Literalmente.

Las cosas iban a ponerse realmente feas.

Karris sonrió.