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Cuando Gavin oyó la explosión supo inmediatamente de qué se trataba. Ya casi había desandado el camino hasta la muralla desde los muelles, donde había empleado la primera luz del alba para ayudar a trazar botes para los refugiados. La evacuación sería completamente posible si la gente se mostraba razonable. Gavin había dicho a los prohombres de la ciudad que los nobles podían traer tres baúles, los armeros y los apotecarios también, dos en el caso de los mercaderes más adinerados, y los demás tendrían que conformarse con lo que pudieran cargar en los brazos.

Era una medida lógica, aunque rigurosa. Los tyreanos fugitivos necesitarían medicamentos, y nadie quería dejar atrás ningún arma que el rey Garadul pudiera utilizar para pertrechar a sus tropas y expandir la invasión. Y si bien a Gavin le dolía favorecer a los ricos en detrimento de los más necesitados, los primeros se llevarían sus fortunas con ellos lejos de la ciudad. De lo contrario, el rey Garadul podría aprovecharlas para fortalecerse y perpetuar el baño de sangre. Si la gente actuaba según lo acordado, aún quedaría sitio de sobra para que todo el que quisiera escapar pudiera hacerlo.

Solo que, como cabía esperar, todo el mundo hacía trampas. Absolutamente todos. Los nobles se presentaban con seis baúles. Los mercaderes traían cinco. Otros mentían y afirmaban ser armeros y apotecarios cuando no lo eran.

Gavin puso al mando al encargado de un gremio de la zona, se fue a trazar las barcazas y al regresar se encontró con que el hombre estaba permitiendo que los miembros de su gremio trajeran equipaje extra. Gavin no tardó ni cinco segundos en trazar un patíbulo a un lado del muelle, y otros diez en ahorcar al hombre. Designó otro responsable antes de que el primero hubiera exhalado su último aliento.

—Toma las decisiones aprisa y con tanta ecuanimidad como te sea posible —instruyó Gavin al tonelero ceñudo, con la cara picada de viruelas, que estaba ahora al mando—. Aunque cometas algún error, recuerda que te respalda toda mi autoridad. Acepta un solo soborno, y me esforzaré por conseguir que tu muerte sea más horrenda que la de tu antecesor. —Dicho lo cual, se fue. No tenía tiempo para eso.

Se encontraba al pie de la muralla cuando oyó la explosión. Era exactamente lo que se había temido. Ese era el motivo de que hubiera creado la Muralla de Agua Brillante. Con tantos hogares y comercios adosados al muro, defenderse de los enemigos del exterior era difícil, pero defenderse de los del interior sería tarea imposible. Cualquiera que poseyera una tienda podía ocultar barriles de pólvora, cavar un pequeño túnel bajo la muralla y encender una mecha. Podrían actuar en el más estricto anonimato, sin que nadie los interrumpiera. Y lo harían.

Escoltado por la Guardia Negra, Gavin hundió los talones en los flancos de su caballo. Pero no se dirigió a la brecha. Un boquete en el muro era un trofeo, naturalmente, pero enseguida atraería a los defensores, y quizá no fuera bastante para permitir el acceso de todo un ejército. Podría convertirse en un callejón sin salida, un matadero. Era preferible aprovechar la distracción causada por esa brecha para abrir una puerta en otra parte.

Gavin envió mensajeros a la Puerta de la Vieja y a la Puerta de la Amante, y puso rumbo a la Puerta de la Madre. En lo alto de la muralla se tropezó con el general Corvan Danavis y su séquito. Sin duda Corvan se disponía a dirigir personalmente la defensa de la brecha del muro.

Corvan se detuvo lo necesario para informar:

—Están conteniendo a sus trazadores y sus engendros de los colores. No sé por qué. Pero si perdemos una puerta en los próximos veinte minutos, no llegaremos al mediodía. —Ese era Corvan, condensando la información en lo absolutamente crucial.

—Si cae —dijo Gavin—, dirígete a los barcos una hora antes de mediodía.

Corvan asintió con la cabeza. Nada de luchar hasta la muerte. Gavin le dio una palmada en el hombro y el general prosiguió su camino.

Desde lo alto de la puerta, Gavin observó la masa enfervorizada del otro lado. Prácticamente nadie seguía disparando contra los invasores desde las almenas, pero el ejército embestía como una bestia ciega, extendiendo sus negras zarpas hacia la pared.

Muchos de los hogares del exterior de la muralla habían sido demolidos en apenas unas horas, pero entre los que quedaban en pie, el ejército había encontrado aquellos que se podían escalar más fácilmente. En media docena de puntos, un reguero constante de hombres se encaramaban al muro y se trababan con los defensores recién incorporados.

A lo lejos, los hombres del rey Garadul estaban emplazando sus morteros. Demasiado tarde, en realidad. No tenía ningún sentido que bombardearan la ciudad ahora, cuando probablemente tan solo conseguirían matar a tantos de los suyos como defensores. Sin embargo, ya estaban cargando los morteros. Gavin había descubierto que a muchas personas les gustaba mantenerse a una distancia prudencial de la batalla, pero también les gustaba poder decir que habían participado en ella. Esos cretinos dispararían unas cuantas andanadas y después se jactarían de haber sido los verdaderos artífices de la victoria.

Era agradable ver que también el rey Garadul padecía problemas de disciplina.

¿Dónde estaba el monarca, por cierto?

Desde el punto más elevado de la puerta, Gavin se giró hacia la ciudad y escudriñó entre las nieblas. El rey Garadul se había adentrado en el corazón de la ciudad. ¡Idiota! Vale, Gavin había hecho lo mismo más de una vez, pero estaba armado como pocos. La presencia de Gavin en el campo de batalla no constituía un simple incentivo para la moral. El rey Garadul comandaba el ataque, rodeado tal vez por un centenar de Hombres Espejo. Cuando Gavin lo divisó, vio al monarca encararse con un mensajero, gesticulando furiosamente.

Quiere ver a sus trazadores.

¿Y por qué no están ahí con él?

Gavin se desplazó al frente de la lanza de la Madre y oteó la colina, a unos quinientos pasos de distancia. Varios estandartes y un nutrido grupo de gente coronaban el cerro. Trazó unas lentes, ajustó la distancia necesaria entre ambas para mejorar el enfoque y estudió la imagen sobre la niebla baja. Una figura multicolor estaba levantando un mosquete, apuntando directamente hacia él. Qué disparate. Ningún mosquete podría disparar tan…

El mosquete rugió. La carga era enorme, a juzgar por la nube de humo negro. Gavin no pudo oír el disparo por encima del resto de los sonidos de la batalla, por supuesto. Uno de los morteros disparó a su vez. Gavin continuó observando al hombre. Trazó las dos lentes juntas para reafirmar la imagen. Un engendro policromo. Probablemente un policromo completo, o que fingía serlo, a juzgar por todos los colores que había trazado en su cuerpo. Curioso. El hombre también estaba observándolo.

Alrededor de lord Omnícromo se daban cita, no solo el complemento habitual de generales y lacayos, sino también docenas de trazadores. Era evidente que no tenían prisa por ir a ningún sitio.

Alguien le devolvió el mosquete a lord Omnícromo, que apuntó sin preámbulo y disparó. Un segundo después, algo golpeó la lanza de la Madre dos pasos por encima de la cabeza de Gavin y explotó, arrancando un pedazo de roca. ¿Proyectiles de luxina? ¿Desde una distancia de quinientos pasos? Gavin seguía estando sumido en sus cavilaciones cuando los Guardias Negros lo condujeron a rastras al otro lado de la lanza.

Lord Omnícromo quería ver muerto al rey Garadul. Así de sencillo, y así de arriesgado. Probablemente había azuzado incluso al monarca ante la Muralla de Agua Brillante, retándolo a actuar como un prómaco y consiguiendo que el joven rey se situara al frente de sus fuerzas, a la espera de que pereciera en combate.

Si tu enemigo quiere algo, niégaselo.

Gavin trazó una tablilla amarilla con el mensaje: «Garadul preso, no muerto. A toda costa». La recubrió de luxina azul y amarilla líquida y la lanzó en la dirección que creía que había tomado Corvan.

Pero la intuición de Gavin le decía que el asalto principal se iba a producir en otro lugar, mientras los defensores concentraban sus esfuerzos allí.

—A la Puerta de la Vieja —ordenó a sus Guardias Negros—. ¡Deprisa!