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Karris nunca había participado en una batalla a gran escala, pero había sido testigo de varias en compañía de Lobo Veloz, uno de los generales de Gavin. En otra época, lo habrían reverenciado como a un gran líder. En vez de eso, se había enfrentado a Corvan Danavis, y hasta en tres ocasiones había sido derrotado por fuerzas menos numerosas pero comandadas por el genio bigotudo. En cualquier caso, se trataba de un caballero mayor y galante que sentía debilidad por Karris, a la que le gustaba explicarle lo que veía cuando los ejércitos chocaban en la distancia. A menudo estaba demasiado ocupado como para contarle gran cosa, por supuesto, pero a veces parecía que pensar en voz alta le ayudara a ordenar las ideas. De modo que ahora, mientras Karris galopaba colina abajo en dirección a la refriega, pudo encajar mejor las piezas que se desplegaban ante sus ojos.

Los edificios que se apoyaban en las dos caras del muro (y que tarde o temprano serían los culpables de su caída, a Karris no le cabía la menor duda) en realidad estaban ayudando a corto plazo. Eran como un talud de escarpa, lo suficientemente ancho como para dificultar el empleo de escaleras de asalto, demasiado impredecible como para que los hombres cargaran de frente por cualquier otro sitio. Tarde o temprano los soldados del rey Garadul descubrirían qué partes eran más estables y cuánto peso eran capaces de sostener, pero hasta entonces los edificios decrépitos obstaculizaban y provocaban la muerte de quienes embestían la muralla.

Mientras Karris cabalgaba, las almenas se poblaron de trazadores por primera vez. La muralla no era muy alta, pero sí lo bastante ancha como para que sus defensores maniobraran de un lado a otro del adarve a gran velocidad, y habían visto que la caballería del rey Garadul se dirigía hacia allí.

Rojos y subrojos trabajaban en equipos en las almenas, los unos arrojando viscosa luxina incendiaria sobre los atacantes, y los otros prendiéndole fuego. El rey Garadul tenía una línea de trazadores al frente, azules y verdes que intentaban desviar la melaza incendiaria en pleno vuelo y estrellarla contra la muralla. Los rojos disparaban su propia luxina contra los defensores, aunque a los equipos de Garadul no se les daba tan bien encenderla y no siempre lo conseguían. Los mosqueteros de ambos bandos se esforzaban al máximo por abatir a los trazadores enemigos.

Los defensores partían con ventaja, pero el número de atacantes era tan desproporcionado que Karris no se explicaba cómo podían resistir tanto tiempo. ¿Y por qué el rey Garadul había llevado su caballería allí ahora? Directamente contra la pared, su capacidad de maniobra se veía mermada y constituía un blanco fácil para los trazadores azules de lo alto de la muralla, que salían de detrás de las almenas, disparaban unas cuantas dagas de luxina y volvían a parapetarse.

Lo único que debía hacer Karris era abrirse paso entre la multitud (algo que no resultaba difícil cuando se iba a caballo), robar un mosquete, sobrevivir el tiempo suficiente para acercarse al rey Garadul y volarle la tapa de los sesos. En medio del fragor, la intensidad, la carnicería, la confusión y el estruendo de la batalla, cabía dentro de lo posible que nadie se percatase siquiera de que el disparo asesino se había producido detrás del monarca.

Karris oyó un grito a su espalda, de alguna manera distinto del resto de voces. Giró la cabeza, agachada aún sobre su caballo lanzado al galope. Una docena de Hombres Espejo la perseguían a lomos de sus gigantescos corceles de guerra. Se le encogió el corazón.

Se acabaron las sutilezas.

Volvió a tirar de las fundas oculares. Se le estaba desgarrando la piel alrededor de los ojos, pero seguía sin estar más cerca de conseguir arrancarse los condenados chismes. Si pudiera trazar, tendría una oportunidad. Reprimió con esfuerzo la inesperada oleada de furia asesina que amenazaba con poseerla.

A ochenta pasos de distancia vio una línea de mosqueteros que estaban recargando. Escudriñó la muchedumbre en busca de alguien que tuviera un arma de pedernal; las de mecha no servirían para lo que se proponía. A continuación, frenando su caballo para aguardar el momento oportuno, pasó como una exhalación mientras uno de los oficiales terminaba de recargar y se acercaba la culata del mosquete al hombro. Karris se lo arrebató de las manos.

El comandante Puño de Hierro la había amonestado a menudo por sus acrobacias a caballo, por practicar cosas que ambos sabían que no tenían ninguna utilidad aparte de impresionar a los nuevos reclutas de la Guardia Negra. La imagen del gigante sacudiendo la cabeza, dándose por vencido con una sonrisa, cruzó sus pensamientos mientras encajaba el mosquete cargado en la funda de la silla. Seguía llevando puesto el mismo condenado vestido que la dejaba semidesnuda a la vez que le impedía los movimientos. No lo conseguiría. Karris sacó los pies de los estribos, giró la muñeca a su espalda para asir con firmeza el arzón trasero, afianzó las riendas entre el caballo y el pomo de delante, y desmontó mientras el animal continuaba trotando. Golpeó el suelo e inmediatamente dio un salto, sintiendo cómo se desgarraban las mangas de su vestido. Siempre había practicado esto con un arzón mejor, pero también con caballos más altos, y estuvo a punto de pasarse la silla de largo cuando ascendió. Tardó un instante, pero se acomodó en la silla, de espaldas. Desenfundó el mosquete, apuntó, intentando absorber con las rodillas la mayor parte de las sacudidas producidas por el movimiento del caballo, intentando calcular cuánto tiempo pasaría desde que disparara hasta que sonara la detonación. Apuntó al Hombre Espejo que encabezaba la persecución, a cuarenta pasos de distancia, y apretó el gatillo.

Había apuntado a la perfección, había calculado el momento adecuado, pero el mosquete no disparó. Amartilló el percutor una vez más, comprobó el mecanismo. No vio el pedernal por ninguna parte. Se había caído, probablemente durante su impresionante demostración de acrobacia. ¡Diablos!

Karris arrojó el mosquete lejos de sí, cambió la posición de las manos, giró la cabeza por encima del hombro para cerciorarse de que iba a rebotar en terreno llano y desmontó. Desmontar y volver a montar de espaldas en realidad era mucho más complicado que el truco original, pero lo ejecutó a la perfección, golpeando el suelo con ambos pies, impulsándose con ellos al unísono mientras el tirón del movimiento hacia delante del caballo la catapultaba por los aires. Solo que, mientras se proyectaba hacia arriba y adelante, la mitad de la cabeza del animal se desintegró ante el impacto de una bala de mosquete y su cuerpo cayó en picado buscando la tierra. Si Karris empuñara aún las riendas, también ella se habría visto arrastrada hacia el suelo. En vez de eso, se convirtió en una bala de cañón humana. La fuerza de su salto y la inesperada caída del caballo provocaron que se retorciera en el aire como una gata. Estaba volando, cabeza abajo y de espaldas.

Solo le dio tiempo a pensar una cosa: Rueda con el impacto.

Pero cuando chocó no hubo tiempo absolutamente para nada. Se tratara de lo que se tratase, se dividía en varios niveles, y por suerte era blando. Lo que no impidió que su cabeza, sus brazos y sus piernas parecieran salir disparados en direcciones distintas. Cuando por fin rodó por el suelo, hubieron de pasar unos cuantos segundos antes de que recuperase la movilidad.

Alguien estaba jurando. Vio pies. Karris estaba tendida encima de un hombre que pugnaba por escapar de debajo de ella. Debía de haber impactado contra media docena de soldados que estaban de espaldas a ella… y los había arrollado a todos. Uno de los hombres tenía una pierna torcida en un ángulo forzado. Otro se giró para mirarla, maldiciendo, con la nariz transformada en un surtidor de sangre.

Una explosión inmensa le impidió entender lo que decía. Se había producido a unos sesenta pasos de distancia. Todo pareció congelarse por un momento en el campo de batalla, y entonces las cosas empezaron a moverse demasiado deprisa como para asimilarlas todas a la vez.

Karris se levantó de un salto… y estuvo a punto de desplomarse. La cabeza le daba tantas vueltas que hubo de recurrir a toda su fuerza de voluntad para no caerse. Se auscultó someramente. Presentaba dolorosas abrasiones en brazos y piernas, su vestido había quedado reducido a jirones, pero no tenía ninguna herida grave. Se tocó los ojos. Las fundas oculares estaban intactas, por supuesto. Y embadurnadas de sangre, lo que dificultaba más aún la visibilidad. Genial.

Ahora que se encontraba en el corazón de la batalla, el mundo se había estrechado. Veía imágenes sueltas, como retablos, pero no el conjunto. Karris distinguió a un trazador en lo alto de la Puerta de la Madre… ¿Izem Azul? ¿Qué hacía él aquí? Se erguía con la piel completamente teñida de azul, extendidos los brazos, disparando dagas de luxina en rápida sucesión. Semejante eficiencia constituía un espectáculo prodigioso; hacía falta una concentración extraordinaria para disparar con las dos manos a la vez. Era como una docena de mosqueteros… tres docenas, a pesar de que la niebla refractaba la luz del sol esa mañana. Cada vez que se giraba, caía algún hombre. Se volvió hacia los Hombres Espejo, y Karris vio cómo aquellas cuchillas azules rebotaban en todas direcciones al chocar con las armaduras reflectantes, triturando a todos los que rodeaban a los Hombres Espejo, aunque a veces encontraban una mella o golpeaban una armadura con la contundencia necesaria para traspasarla.

Frente a Karris se erguía un cuerpo sin cabeza, escupiendo surtidores de sangre al compás de los últimos latidos de su corazón.

El sonido de los disparos de mosquete y el rugido de la sangre en sus oídos se fundió en un solo clamor, un palpitar en el que se entrelazaban la vida y la muerte.

Los Hombres Espejo corrían hacia un boquete en la muralla, de unos siete pasos de diámetro. De modo que ahí era donde se había producido la explosión.

Un trazador rojo, uno de los libres del rey Garadul, se había vuelto loco. Se reía en voz baja mientras arrojaba melaza incendiaria sobre todos los que lo rodeaban. Los hombres gritaban atemorizados cuando les salpicaba la sustancia. Alguien estaba implorándole que se detuviera.

Un hombre resbaló y, con un alarido, se cayó desde lo alto del borde destrozado de la muralla.

A un lado, entre las almenas, el sol se reflejó en unos cabellos cobrizos. Karris clavó en él la mirada. ¡Gavin! Se agachó para dar una orden al oído a otro hombre. Corvan Danavis. De modo que el hombre realmente era un general. ¿Y estaba aquí? Gavin le dio una palmada en el hombro, y se separaron.

Karris se giró, acordándose de los Hombres Espejo que la perseguían, tal vez demasiado tarde.

El líder se encontraba a veinte pasos de distancia, atravesando las líneas a caballo, gritando a los hombres que se apartaran, espada en mano. Estaba solo, un inesperado movimiento lateral en las filas lo había aislado de sus hombres, pero demasiado cerca. Karris estaba desarmada y aún le temblaban las rodillas.

A diez pasos de distancia, su perseguidor pareció dar un salto en la silla. Karris podía ver todo su torso de frente, de modo que sabía que no había recibido ningún disparo de la muralla, pero aun así se cayó de la silla.

Alguien había matado al hombre por la espalda. ¿Qué diablos? Karris miró detrás del hombre.

Kip.

¿Kip? El joven llegaba cabalgando a galope tendido tras los Hombres Espejo, siguiendo el camino que habían abierto entre las filas de soldados. Pero no tenía ningún mosquete. Sostenía, en cambio, una pelota verde tan grande como su cabeza. Su piel se había teñido de verde, una expresión feral anidaba en sus ojos… y parecía que fuera a caerse de la silla de un momento a otro.

Sin que pareciera importarle conducir su montura directamente contra otros caballos, Kip echó el orbe verde hacia atrás como si se dispusiera a lanzar una pelota por los aires; se trataba de una idea errónea pero muy extendida entre los trazadores novatos, quienes creían que, puesto que la bola poseía masa, se debía ejercer fuerza sobre ella. Kip proyectó el brazo hacia delante y acto seguido, con un chasquido audible, la esfera verde salió disparada contra los Hombres Espejo.

Se estrelló contra el yelmo refractante de uno de ellos. La armadura de espejos disgregó la luxina sin esfuerzo, pero aún tenía que absorber el impacto físico. Una coraza podría contener una bala, pero su portador seguiría sufriendo la rotura de un par de costillas. En este caso, la cabeza del hombre se giró bruscamente de costado, arrojándolo de la silla, mientras el orbe verde rebotaba y golpeaba a otro Hombre Espejo en el hombro, sin llegar a desmontarlo, antes de embestir al caballo de un tercero, golpeando al animal en el hocico y consiguiendo que perdiera el equilibrio.

La fuerza del lanzamiento elevó a Kip por los aires, lejos a su vez de su propia silla, deteniendo prácticamente todo su impulso hacia delante. Su caballo se encabritó, en un intento por no colisionar con los otros en el último segundo, pero se habían sobresaltado por los jinetes que caían y la gigantesca bola verde que pasó volando sobre sus cabezas, y uno de ellos se interpuso directamente en su camino. Los dos brutos chocaron a gran velocidad, aplastando la pierna del Hombre Espejo que quedó atrapado entre ambos.

Los caballos se desplomaron, pero a Karris le preocupaba más Kip. Lo había perdido de vista cuando cayó. Aún había soldados en el río, abriéndose paso entre los Hombres Espejo, sin conocer ni importarles el motivo de esta pelea. Tan solo querían escapar de la sombra de estas murallas mortíferas y entrar en la ciudad.

Karris recogió una espada del suelo y, agazapada, se internó en la muchedumbre. Tres jinetes habían dado media vuelta e intentaban retroceder. Karris no conseguiría llegar a tiempo.

Uno de ellos estaba sacando un mosquete de la funda de su silla, para disparar contra ella, cuando su cabeza explotó con un estallido de luz amarilla y neblina rosada. Esta vez Karris estaba segura de que el disparo no había llegado de la muralla. Debía de venir de la dirección opuesta… ¿de la colina? ¿Y qué diablos podría haber provocado algo así? ¿Una bala de mosquete explosiva?

Seguía estando demasiado lejos. Vio que dos Hombres Espejo desenfundaban sendos mosquetes y apuntaban.

Dos lanzas gemelas de color verde (columnas, prácticamente, tal era su tamaño) brotaron del suelo donde los jinetes estaban apuntando y los empalaron. El primero recibió el impacto directamente en el pecho. Se produjo una llamarada de luz verde fragmentada mientras la coraza reflectante resistía por unos momentos, antes de hacerse pedazos, y la lanza verde continuó ascendiendo, levantando al Hombre Espejo por los aires. Su compañero no corrió mejor suerte. La lanza golpeó la superficie de la coraza, refractando de nuevo algo de luxina en un fogonazo de luz verde, y se deslizó sobre la superficie hasta introducirse bajo su barbilla y traspasarle la cabeza, arrancándole de cuajo el yelmo destrozado como la cabeza de un diente de león ante los soplidos de un niño.

Ambos se elevaron varios pasos por los aires antes de que las lanzas de luxina verde se partieran, los dejaran caer al suelo y se disolvieran hasta desaparecer.

Kip se puso en pie de un salto, mucho menos muerto de lo que debería.

Karris llegó a su lado instantes después. El muchacho la observó con curiosidad, y la Guardia Negra dijo:

—Kip, soy yo. ¿No me reconoces? Soy Karris. —A pesar de su asombrosa exhibición de poder, Kip era un trazador novato, y los efectos mentales y emocionales de los colores siempre se acusaban más al principio. La ferocidad del verde podía volver peligroso a cualquier trazador.

Kip levantó bruscamente una mano, y Karris se sobresaltó.

—Kip, soy yo, Karris —dijo, consciente de que la batalla distaba de haber terminado, aunque el clamor del fuego de mosquete en lo alto de la muralla se había reducido hasta desaparecer casi por completo.

—No te muevas —dijo el muchacho, mirándola fijamente a la cara. Levantó un dedo e hizo como si se propusiera metérselo en el ojo. Karris sintió el calor que irradiaba de él. ¿Qué? ¿Kip también era subrojo?

Se produjo un siseo cuando el muchacho tocó la funda ocular. Debió de alcanzar el punto de fusión, porque la funda se disolvió. Kip se concentró en la otra.

Y así de fácil, Karris podía volver a trazar.

Oh, diablos. Sí.

—¿Qué me dices? —preguntó Kip.

¿A qué se refería?

—¿Gracias? —respondió Karris.

—Pues yo digo que vayamos a matar al rey —dijo Kip, con una sonrisa febril. Cuando los poseía su color, los verdes tendían a no hacer mucho caso del sentido común.

Karris levantó la cabeza y vio que Rask Garadul acababa de entrar por el boquete que habían practicado en la muralla. La mitad de sus hombres habían pasado ya. Era el momento perfecto para atacar… bueno, obviando el hecho de que Karris y Kip estaban al otro lado del muro con todo el ejército del rey Garadul.

Karris trazó algo de rojo a partir de los charcos de vísceras que los rodeaban. La sobrevino una balsámica oleada de rabia. Se sentía fuerte.

—Vayamos a matar al rey —dijo.