Kip siempre se había imaginado que una carga debía de ser algo glorioso. Cualesquiera que fuesen sus expectativas, no se parecían en nada a esto. Debía aguantarse los pantalones con la mano izquierda, magullada, mientras empuñaba el mosquete con la derecha. ¡Y cómo pesaba! El corazón latía desbocado en su pecho y todos los demás corrían más deprisa que él.
Le costaba entender qué sucedía a su alrededor. Un tipo que rugía a los soldados que podían llamarle dios o sargento primero Galan Delelo encabezaba el asalto, arengando a sus hombres. Las espaldas de los demás soldados ocupaban el resto del campo visual de Kip, y el dolor de la carrera lo distraía de todo lo demás salvo los silbidos intermitentes, que al principio no reconoció, hasta que comprendió que era el sonido de las balas de mosquete que pasaban volando por su lado, momento a partir del cual ya no pudo pensar prácticamente en nada más.
Por un momento vio las murallas de la ciudad cuando los hombres que tenía delante se perdieron de vista en el fondo de una acequia antes de reaparecer por el otro lado. Recordó cómo se había burlado de esas murallas no hacía ni una semana. Ahora ofrecían un aspecto ciertamente impresionante. La cara del muro estaba incrustada de chabolas como moluscos entre las que se apelotonaban ya los hombres del rey Garadul, intentando utilizar los edificios bajos y los refugios improvisados a modo de escalera. Pero incluso durante el breve atisbo que vislumbró Kip, una de las decrépitas construcciones a las que se encaramaban los hombres se tambaleó y se desplomó, aplastando a los escaladores y levantando una nube de polvo.
Algo húmedo y viscoso le golpeó la cara mientras corría. Se giró, vio vagamente que alguien se caía a su lado… y de improviso el suelo dejó de estar donde debería.
Aterrizó con fuerza en el canal de riego sin agua. Resbaló sobre el rostro, dio una voltereta y rodó mientras el aire escapaba de sus pulmones. Gimiendo, pugnando por recuperar el resuello, comprendió que no estaba solo. Se encontraba rodeado de hombres acobardados, encogidos al amparo de la exigua protección que les proporcionaba el desnivel.
El sargento primero Galan Delelo reapareció al borde del canal.
—¡No seáis patéticos, sabandijas! Desde la muralla tienen una trayectoria directa hasta esta zanja, condenados imbéciles. ¡Arriba! ¡Si no estáis muertos, levantaos u os pegaré un tiro yo mismo!
Por un segundo, nadie se movió.
—No te atreverás —dijo alguien.
El sargento desenfundó una pistola y le descerrajó un tiro en el vientre.
—¿Quién es el siguiente? —gritó. Apuntó con el arma a otro hombre, que portaba una gran saca turquesa.
—¡Soy un mensajero! —exclamó el hombre.
—Ahora eres un soldado —replicó el sargento Delelo, ajeno o indiferente a la lluvia de fuego de mosquete que caía a su alrededor, levantando pequeños penachos de tierra—. ¡En marcha!
El hombre soltó la saca de mensajero, agarró el mosquete de Kip y emprendió la carga, junto con todos los demás.
Kip se quedó tendido en el suelo, rodeado de cadáveres. Cuando recuperó el aliento, se tocó la cara. Sangre, pedazos rojos y grises de… No quería pensar en ello. Lo importante era que volvía a ser libre. Al menos hasta que apareciera el próximo oficial al frente de los cobardes que volverían a llenar el canal.
No disponía de mucho tiempo. Si Kip se entretenía demasiado dándole vueltas a la cabeza, no se movería, y tenía que ponerse en marcha cuanto antes. El sargento primero estaba en lo cierto, la acequia no estaba lejos de la línea de fuego. Si Kip se demoraba, conseguiría que lo mataran.
Quería ver mejor la batalla, trazar un buen plan. Pero no sabía hasta qué punto podría juzgar lo que fuera que viese, y ni siquiera sabía en qué dirección echar a correr.
Recogió la saca del mensajero y se la echó al hombro. Vio los restos de una carreta algo más atrás, lejos de la muralla.
¿Hemos pasado corriendo al lado de eso? Kip ni siquiera se había percatado. En cualquier caso, los bueyes que tiraban de la carreta estaban muertos o agonizaban, mugiendo de dolor, cubiertos de sangre. Kip corrió en su dirección.
Se agachó a la sombra de la carreta y se encontró con dos hombres que habían llegado antes que él. Lo miraron con los ojos abiertos de par en par, aterrados.
—¡Moveos! —gritó Kip.
Se encaramó a lo alto de la carreta destrozada y oteó la llanura. Al principio, solo vio cadáveres. Varios cientos, tal vez. Era difícil distinguir la sangre, por lo que parecía que estuviera contemplando a un montón de personas durmiendo a pierna suelta en el suelo. El castigo no era excesivo, habida cuenta del tamaño del ejército, pensó Kip, pero el espectáculo de tantos cadáveres no era algo que pudiera racionalizarse sin más. Esas personas estaban muertas. Él podría haber sido una de ellas. Aún podía serlo.
Apartó la mirada, intentó encontrar algo útil. Los hombres del rey Garadul habían conseguido llegar a lo alto de la muralla. Desde unos cuantos lugares, defensores y atacantes por igual se precipitaban al vacío, forcejeando. Los mosquetes y las pistolas escupían nubes de humo negro por doquier.
A la izquierda de Kip se elevaba una pequeña loma, lejos del alcance de los mosquetes de la muralla. La rodeaban varios cientos de jinetes y trazadores. Enfrente del cerro, los trazadores estaban creando un puente sobre el canal de riego. Kip vio entonces que el puente original había quedado arrasado durante la retirada de los ocupantes de Garriston. Eso había frenado el avance del rey Garadul, probablemente porque se habían detenido a hablar de ello en vez de limitarse a cargar con sus caballos hasta el otro lado.
En lo más alto de la loma, Kip divisó varios portaestandartes y una figura que podría ser el rey Garadul en persona. Estaba gritando, gesticulando exageradamente en dirección a lord Omnícromo, quien resultaba inconfundible porque resplandecía a la luz del amanecer.
Kip no supo que había tomado una decisión hasta que se descubrió cruzando la llanura a la carrera. Recogió un mosquete del suelo, tirado junto a una mujer encogida en posición fetal, gimiendo, y reanudó la marcha. Su venganza estaba muy cerca.
Mientras Kip se acercaba al cerro, este se cubrió de movimiento y las cornetas empezaron a impartir órdenes. Segundos después, Kip vio que los caballos se ponían en movimiento. El rey Garadul se disponía a atacar la muralla en persona, a la altura de la Puerta de la Madre. ¿Esperaba que sus hombres abrieran la puerta antes de que llegara él, o era sencillamente un estúpido?
Kip se encontraba a medio camino de lo alto de la loma cuando vio a una mujer cuya figura le resultaba familiar. Se detuvo.
Karris Roble Blanco había llamado por señas a uno de los jinetes que galopaban tras el rey Garadul. El hombre aminoró la marcha por ella, y Karris montó en la silla a su espalda con una agilidad asombrosa. El hombre se giró para preguntarle algo y se desplomó. Kip distinguió el destello fugaz de una daga, envainada rápidamente a continuación mientras Karris clavaba los tacones en los ijares del caballo y partía a gran velocidad en pos del monarca. Estaba sola, y aún tenía puestas las fundas oculares. No podía trazar, pero aun así iba a intentar matarlo. Aunque lo consiguiera, sería un suicidio.
He jurado salvarla. Y he jurado matarlo.
Kip era un jinete espantoso, pero sería imposible darles alcance sin una montura. Al ver un grupo de caballos amarrados cerca de lo alto de la loma encaminó sus pasos directamente hacia ellos.
—… por la Puerta de la Amante. Tendrás que nadar. Únete a los refugiados. Se…
Kip rodeó una tienda a tiempo de ver al joven trazador, Zymun, montar en el caballo. Estaba recibiendo órdenes de lord Omnícromo en persona. El corazón le dio un vuelco. Estaban a menos de veinte pasos de distancia.
—¿Te hace falta un caballo? —preguntó alguien, justo a su lado.
Kip estuvo a punto de dar un respingo. Se quedó pestañeando rápidamente, embobado delante del mozo de cuadra.
—Menuda tienen montada ahí fuera, ¿eh?
—¡Mensaje! —exclamó Kip, acordándose de la saca que llevaba colgada al hombro—. ¡Un mensaje para el rey! ¡Sí, un caballo! Necesito un caballo.
—Me lo figuraba —dijo el mozo. Se fue a buscar un bruto que fuera lo bastante grande.
Kip volvió a mirar en dirección a lord Omnícromo y Zymun. Se había perdido el resto de la conversación, pero vio que lord Omnícromo entregaba una caja al trazador montado.
Esa caja. Kip no podía creérselo.
Esa caja era suya. El mismo tamaño. La misma forma. Esa era su herencia. Lo único que su madre le había dado nunca. Y obraba en poder de Zymun.
El joven trazador hizo una reverencia ante lord Omnícromo. Kip se escondió mientras el caballo de Zymun daba la vuelta y partía al galope hacia el este. Lord Omnícromo regresó a lo alto del cerro con paso decidido. El mozo de cuadra le trajo un caballo a Kip, le ayudó a montar y guardó el mosquete en una funda adosada al costado de la silla.
Kip titubeó. Lord Omnícromo se alejaba colina arriba, donde lo aguardaba su séquito. Él era el meollo de todo esto, Kip lo sabía. Debería matarlo. Por Orholam, la oportunidad se le estaba escurriendo entre los dedos. Pero hacia el sur, Karris cargaba a galope tendido hacia la muerte, y al este, esa serpiente de Zymun estaba robándole el único recuerdo que conservaba de su madre. Matar a lord Omnícromo y poner fin a la guerra. Matar a Zymun y recuperar el cuchillo. O salvar a Karris y probar suerte con el rey Garadul. No podía tenerlo todo.
Kip había hecho promesas a los vivos y a los muertos. Apretó los dientes, convencido de estar tomando la decisión equivocada… pero tomándola de todas formas. Hay que anteponer la vida de los inocentes a la muerte de los culpables. Gavin amaba a Karris, y se merecía otra oportunidad de ser feliz. Kip cabalgó en pos de la trazadora.