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—Kip, pase lo que pase, no te separes de mí —le susurró Karris al oído.

La tensión y la certidumbre que destilaban sus palabras indicaron a Kip que algo iba a ocurrir. Enseguida. Se abstuvo de preguntar nada, aunque se moría de ganas. Los guardias estaban cerca, si bien todo el mundo volcaba su atención en lord Arco Iris y su diarrea verbal sobre el deber y la justicia. Hacía rato que Kip había dejado de escucharlo. Su mirada estaba fija en una chica, a menos de diez pasos de distancia. Liv.

Hubiera jurado que durante un rato intentó abrirse paso hasta Karris y él, pero llevaba los últimos diez minutos paralizada, escuchando a lord Arco Iris. La muchedumbre que los separaba se había movido y Kip vio que Liv lucía unos avambrazos de tela amarillos. Liv era amarilla. Tenía que tratarse de ella.

Estiró el cuello para mirar a su alrededor, en dirección a la Muralla de Agua Brillante.

—Deja de llamar la atención —masculló Karris, con los dientes apretados. Lo que dejó a Kip absolutamente sin nada que hacer. Si observaba a Liv, eso llamaría la atención sobre ella, el discurso le revolvía el estómago, no podía contemplar la muralla, y cuando miraba a Karris, no podía por menos de fijarse en su vestido. Karris estaba tremendamente guapa cuando Kip la vio embozada en el pesado manto negro que cubría su uniforme de la Guardia Negra. Con el fino vestido negro que llevaba puesto ahora, su belleza arrancaba el corazón del pecho de Kip, lo pisoteaba y le prendía fuego. Su porte era distinguido, imperioso, regio, la elegancia personificada. Nadie le había ofrecido ni siquiera un chal a pesar del frío que hacía esa noche. A la luz incipiente, Kip podía ver que tenía la piel de gallina.

—Menuda helada, ¿eh? —dijo.

Uno de los guardias resopló.

—Te puedo reventar la cabeza, si tanto te empeñas —dijo Karris, sin dejar de mirar al frente.

Kip no tenía ni idea de qué estaba hablando, ni de qué se reía el guardia.

—¿Qué he…? —Bajó la mirada al busto de Karris. Sus pezones se definían nítidamente contra la fina seda. Kip se quedó boquiabierto mientras Karris giraba la cabeza y lo descubría embobado.

—Kip. Las gafas oscuras no te dan permiso para recrearte.

¿Se quiere abrir la tierra y tragarme de una vez? Karris pensaba que estaba bromeando con sus… Ay, Orholam. Era el imbécil más grande de la historia.

El discurso concluyó sin que sucediera nada extraordinario. Kip miró cuidadosamente de reojo a Karris. Esta había girado el rostro hacia el este, donde el firmamento clareaba ya.

—Está esperando a que despunte el alba —susurró Karris mientras los guardias les indicaban a empujones que empezaran a caminar—. Prepárate.

—¿Quién?

—¡Silencio! —dijo el Hombre Espejo situado a la izquierda de Kip. Le pegó un golpe con la culata del mosquete.

Ah, conque puedo hacer chistes impertinentes por accidente, pero cuando solo intento escapar vas y te enfadas.

Al principio, Kip no podía ver muy bien adónde se dirigían en medio del inmenso gentío. Gradualmente, sin embargo, vio que los trazadores estaban uniéndose a un grupo mucho más numeroso arengado por el rey Garadul.

Kip perdió de vista a Liv enseguida. Las gafas oscuras que llevaba puestas lo cegaban casi por completo. Podía ver por los márgenes si se esforzaba, pero así era imposible escudriñar la multitud. Y llevaba las manos atadas a la espalda, otro problema que tampoco podía solucionar.

Decenas de miles de soldados rodeaban al rey Garadul. El hombre estaba agitando los brazos, gritando, pero Kip únicamente pudo escuchar algunos fragmentos de su discurso mientras los trazadores se sumaban a la periferia del grupo.

—… purificar la ciudad… Recuperar lo que nos ha sido robado… castigar…

Sonaba bastante siniestro.

De nuevo, Kip parecía ser el único que no estaba pendiente de cada palabra, así que cuando salió el sol, acariciando primero la Muralla de Agua Brillante tras ellos porque era más alta que la llanura a sus pies, detectó movimiento en las almenas.

No podía ver bien entre la montura de las gafas, pero las formas de cinco hombres, una cuadrilla de artilleros, se convirtieron en tres, después en dos con un movimiento brusco, y al final en uno solo. El cañón situado en lo alto de la muralla apuntaba en una trayectoria elevada hacia Garriston, pero el hombre que lo operaba estaba inclinando el ángulo cada vez más hacia abajo.

Una chispa fugaz.

¡Bum!

El cañón escupió un fogonazo. Kip no vio caer el proyectil, pero lo sintió. Fue como si la tierra hubiera dado un salto.

Por un momento, nadie reaccionó, pensando que debía tratarse de un error. Alaridos de miedo y dolor. Karris chocó con él, tirándolo al suelo.

Kip se golpeó la cabeza al caer, por lo que al principio pensó que la segunda explosión solo se había producido en su imaginación.

—¡Botes de metralla! —exclamó Karris—. ¡Mierda! ¡Tenemos que huir! Puño de Hierro está apuntando a esa carreta.

¿Carreta? ¿Puño de Hierro? ¿Por qué iba a disparar Puño de Hierro contra ellos?

Kip no podía dejar de parpadear. Algo extraño ocurría con su vista… ¡ah! El impacto de su cabeza contra el suelo había arrancado una de las lentes negras de la montura.

—¡Coge esa lente y libérame las manos! —ladró Karris.

Ambos estaban tendidos en el suelo, maniatados. El cascabeleo del fuego de mosquete inundaba el aire.

Uno de los Hombres Espejo quiso agarrar a Kip e intentó ponerlo de pie.

Aunque estaba tendida de espaldas, Karris proyectó el pie izquierdo contra el envés de la rodilla del guardia. El hombre se tambaleó y, antes de que tocara el suelo, el pie derecho de Karris había salido disparado hacia arriba e inmediatamente de nuevo hacia abajo para estrellarle el talón en la garganta. Se produjo un crujido. Un surtidor de sangre atravesó el barbote que cubría la boca del moribundo.

Kip no se podía creer lo que acababa de presenciar, pero Karris ya se había puesto en marcha. Se encaramó encima del hombre, tendiéndose sobre él cuan alta era. Con las manos aún a la espalda, desenvainó un palmo de la hoja del cuchillo que el guardia portaba en el cinto y cortó las cuerdas que le apresaban las muñecas.

—¡Alto! —chilló un Hombre Espejo, apuntando a la cabeza de Karris con el mosquete.

Seguían oyéndose gritos por todas partes. Se había desatado el caos. Voces, disparos, los lamentos de los moribundos.

Kip lanzó una patada contra la rodilla del Hombre Espejo, tal y como acababa de hacer Karris segundos antes.

El Hombre Espejo lo vio venir y proyectó la culata del mosquete contra la pierna de Kip…

… y salió volando por los aires como si el mismísimo Orholam le hubiera pegado un revés.

Una detonación, un rugido, una presión tan insoportable que la vista de Kip se nubló por unos instantes. Todos los que aún estaban de pie perdieron el equilibrio. Algo, Kip ni siquiera sabía de qué se trataba, sobrevoló sus cabezas como una exhalación.

Debía de haber perdido unos segundos. Rodó de costado, intentó incorporarse, se cayó. Tenía las muñecas ensangrentadas, pero libres de ataduras. El aroma acre de la pólvora impregnaba el aire. Una lluvia de astillas tabaleó en el suelo.

Cuando Kip intentó levantarse de nuevo, alguien le ayudó. A menos de cien pasos de distancia, donde se encontraba antes la carreta de la pólvora, vio un cráter de más de diez pasos de diámetro y al menos dos de profundidad. En un inmenso radio a su alrededor, solo había cadáveres.

Karris le dio la vuelta, moviendo los labios, con la piel tiznada de pólvora. Kip no podía oírla.

Vio que Karris silabeaba una maldición al comprender lo que ocurría. Kip estaba seguro de que había exclamado «¡Puño de Hierro!» y una sarta de blasfemias. Le puso un mosquete en las manos y dijo, despacio para que Kip pudiera leerle los labios: «¿Puedes caminar?».

Kip asintió con la cabeza, sin saber hasta qué punto estaba escuchándola y hasta qué punto leyendo sus labios. Karris tiró de él y empezaron a correr. Kip aún se sentía desorientado, pero vio que no era el único. Docenas de hombres y mujeres con la piel y la ropa oscurecidas por la pólvora trastabillaban sin rumbo, algunos de ellos sangrando por los oídos. Un hombre sostenía su mano izquierda en la derecha mientras buscaba el resto del brazo, con el hombro mutilado convertido en un surtidor de sangre.

Algunos de los soldados habían empezado a reagruparse y corrían hacia la muralla. Otros se habían quedado rezagados y disparaban sus mosquetes contra la posición del cañón, aunque Kip no vio que nadie respondiera al fuego desde las almenas.

Alguien estaba gritándole algo. Bien, volvía a oír. Se giró.

No reconoció al soldado que tenía delante.

—¡A formar, soldado! —exclamó el hombre—. ¡Vamos!

Pensaban que era un soldado porque empuñaba un mosquete. Por otra parte, con la ropa cubierta de pólvora, no tenía nada de extraño.

—¡En marcha, soldado, tenemos una ciudad que conquistar!

Había al menos veinte soldados con el hombre, y solo el oficial lucía un uniforme de verdad. Kip miró a Karris de reojo. Se tambaleaba adelante y atrás, tapándose los ojos con las manos como si estuviera cegada, tan solo una herida más. Kip comprendió que si veían las fundas violetas que le cubrían los ojos, la prenderían de inmediato. O la matarían en el acto. Con ese vestido, le convenía no llamar la atención más de lo necesario.

Si Kip oponía resistencia, el hombre podía ejecutarlo sumariamente. Y la determinación que irradiaba sugería que sería muy capaz de hacerlo.

—¡Sí, señor! —respondió Kip. Se unió a la columna, echó un vistazo a Karris, miró de nuevo a su alrededor en busca de Liv, sin éxito, y emprendió la carrera con los demás soldados hacia la ciudad, el estruendo de los disparos y las llamaradas de magia.