Kip observaba sin pestañear el cuerpo de Isa. Después de ver como los soldados asesinaban a Ram, la muchacha había vuelto la mirada hacia Kip. Buscaba seguridad, protección. Lo había mirado, y había sabido que él no podía salvarla.
Un ruido y una repentina ausencia junto a él hicieron que Kip apartara la mirada de Isa. Sanson había empezado a correr en dirección a la aldea. Puede que no fuese muy listo, pero siempre había sido pragmático. Era la mayor estupidez que había cometido en su vida. Pero Kip no podía culparlo. Tampoco nunca habían visto morir a nadie.
Pero era imposible que los soldados no vieran a Sanson, y ahora él moriría también a menos que Kip hiciera algo para impedirlo.
Kip llevaba demasiado tiempo paralizado, sin hacer nada mientras sus amigos morían. No pensó. Actuó. Empezó a correr en dirección contraria.
Kip detestaba correr. Cuando Ram corría, era como ver a un perro de caza persiguiendo a un ciervo, todo músculos acerados y potencia fluida. Cuando Isa corría, era como ver a ese mismo ciervo huyendo, toda elasticidad y velocidad asombrosa. Kip corría como una vaca lechera dirigiéndose al pasto. Aun así, nadie se esperaba su aparición.
Alcanzó el cuerpo de Ram y el máximo de su velocidad antes de oír el primer grito. Llegó a la orilla del río sin aminorar apenas. Una vez su masa se ponía en movimiento, era difícil pararlo.
Para un árbol muerto cuyo tronco quedaba a la altura de sus espinillas, prácticamente oculto entre la hierba alta, no fue tan difícil. La pierna de Kip se estrelló contra la madera en plena zancada, y el muchacho salió disparado hacia delante. Cayó de bruces y se giró como un pez fuera del agua. El dolor le teñía la vista de rojo y negro. Por un segundo pensó que iba a vomitar, después se sintió mareado. Bajó la mirada esperando ver el hueso de su pierna al descubierto. Nada. Pusilánime.
Las lágrimas escapaban incontenibles de sus ojos. Volvían a sangrarle las manos, rotas las uñas. Oyó los gritos de los hombres del puente. Lo habían perdido por el momento, pero se aproximaban unos jinetes. No estaba ni a cincuenta pasos de distancia. La hierba solo le llegaba por las rodillas. Los jinetes lo verían de un momento a otro, y entonces moriría. Igual que Isa.
Se puso en pie tambaleándose, con la espinilla encendida, borroso el mundo a causa de las lágrimas. Se odió con todas sus fuerzas. Llorando porque se había caído. Porque era un torpe. Porque era un mequetrefe.
Los jinetes gritaron cuando se levantó. Kip había visto antes a los jinetes del rey Garadul de paso por la ciudad, pero nunca equipados para la batalla. Cuando cruzaban Rekton, sus arreos siempre estaban guardados. Rekton ni siquiera era lo bastante importante como para que se dignaran alardear. Los dos jinetes que galopaban hacia Kip pertenecían al escalafón más bajo de la caballería. Capaces a duras penas de permitirse sus ponis, sus armas y sus armaduras, solo servían durante la estación seca. Guerreros aficionados que esperaban regresar a casa cargados de despojos y mentiras antes de la cosecha. Ambos lucían chaquetas de malla y placas. Más ligeras y baratas que las corazas completas de los lores y los Hombres Espejo del rey Garadul, sus largas chaquetas se componían de seis estrechas hileras de finas placas superpuestas que caían por la pechera, con los brazos y la espalda protegidos por una malla de anillas engarzadas de a cuatro. Los dos llevaban puesto un toep, un casco redondo con un pincho en lo alto y plumas de buitre que sobresalían a los lados. El almófar de malla que les envolvía los hombros reforzaba sus cuellos y prestaba un grosor añadido al blindaje del torso. Ninguno de ellos portaba lanza. En su lugar, esgrimían sendos vechevorales, una mezcla de hoz y espada. Las armas estaban dotadas de un mango largo como el de un hacha y una hoja con forma de luna creciente al extremo, con el filo en la cara interior de la curva. Los jinetes forcejeaban de buen humor por conseguir la mejor trayectoria, riéndose, compitiendo por ver quién era el primero en derribar al muchacho.
Las risas fueron el desencadenante. Una cosa era rendirse y morir, y otra permitir que unos majaderos te asesinaran entre risitas bobaliconas. Pero no había tiempo. Los jinetes se acercaban a galope tendido, arrollando los verdes tallos de hierba tierna y radiante como pensaban arrollar a Kip. Se dividieron en el último momento. Uno de ellos se cambió el vechevoral a la mano izquierda para poder atacar a Kip simultáneamente.
Kip dio un salto y atacó, decidido a borrar al menos una de aquellas estúpidas sonrisas con el puño antes de morir. Fue un respingo demasiado corto y precipitado, pero mientras el cuerpo de Kip volaba al encuentro de las lanzas extendidas, una radiante masa verde brotó de su interior. Sintió una ráfaga de energía que escapaba de su cuerpo. Una docena de briznas de hierba surgieron de su mano con el ímpetu del puñetazo, desgarrándole la piel en el proceso. Conforme la luz verde continuaba manando de él, engrosaron hasta adquirir el tamaño de puyas de garrocha y se transformaron en amenazadoras cuchillas.
Los jinetes apenas si tuvieron tiempo de dar un brusco tirón a las riendas antes de estrellarse contra el muro de lanzas. Los vechevorales salieron disparados de sus manos cuando los caballos se empalaron, levantados del suelo por el ángulo de las lanzas, partiendo las más adelantadas con la fuerza del impacto, tan solo para encontrar más detrás de esas y terminar de quedar ensartados. Los jinetes fueron arrojados de sus sillas contra las aristas verdes que los aguardaban. El más delgado de los dos se enganchó y quedó en suspensión a un paso y medio del suelo. El jinete más corpulento rompió las lanzas y cayó pesadamente de espaldas al lado de Kip.
El muchacho, estupefacto, tardó una eternidad en comprender qué había ocurrido. Oyó un grito procedente del puente:
—¡Un trazador! ¡Un trazador verde!
Se miró las manos. El verde radiante rezumaba lánguidamente de las ensangrentadas puntas de sus dedos; el color exacto de la hierba, y las lanzas. Presentaba cortes en los nudillos, las muñecas y debajo de las uñas, como si algo le hubiese desgarrado la piel al salir de su cuerpo. El aire estaba impregnado de una fragancia mezcla de cedro y resina.
Kip sintió un mareo. Alguien maldecía en voz baja, desesperado. Se giró.
Era el soldado, que se desangraba en el suelo a escasa distancia de él. Kip no entendía cómo seguía con vida. Las cuatro lanzas que le atravesaban el cuerpo comenzaban a desaparecer, combándose por su propio peso, reluciendo como si hirvieran por dentro, evaporándose. El soldado aspiró una bocanada de aire. El movimiento hizo que las dos lanzas que le atravesaban el pecho se movieran. El soldado sollozó y blasfemó, y las lanzas se desvanecieron lentamente, dejando tan solo una arenilla verde que se mezcló con la sangre. Pese a la cogulla torcida que caía sobre el rostro del hombre, Kip vio el destello de sus ojos oscuros, anegados de lágrimas.
Por unos instantes, Kip se había sentido «conectado». El verde era unidad, crecimiento, naturaleza, integridad. Pero mientras goteaba de sus dedos, con las grandes lanzas combadas como flores marchitas, volvió a sentirse solo de nuevo. Asustado. El más menudo de los jinetes, colgado de una arista, se liberó con un golpetazo y la cota repicó al golpear el suelo. Las lanzas tremolaron, se disiparon y se desmenuzaron como si estuvieran hechas de polvo pesado.
Kip oyó unos hipidos. Se trataba del más corpulento de los jinetes, que seguía maldiciendo. El hombre respiró hondo y sucumbió a un repentino ataque de tos, salpicando de sangre la malla que le cubría la cara. Rodó hasta quedar tendido de bruces, y otro reguero de sangre escapó del toep roto.
Kip se dio la vuelta. Dirigió la mirada hacia el puente. Los soldados del rey habían desaparecido. Kip solo podía aventurar que habían asumido que algún trazador adiestrado había acudido en su rescate. Quizá esperaran a que oscureciera antes de empezar a buscarlo, o puede que tuvieran su propio trazador en el campamento. Fuera como fuese, Kip tendría que emprender la huida, y cuanto antes.
Se giró con piernas temblorosas, sintiendo un hormigueo en los dedos, entumecido por la pena y el agotamiento, y encaminó sus pasos tambaleantes hacia el naranjal.