Al ocaso, Gavin había terminado los rituales más públicos de la jornada. Era un gran espectáculo, e hizo todo lo posible para que cada uno de ellos fuera algo especial. Era una parte de la jornada de la que podía sentirse orgulloso. Actuaba siempre prácticamente desnudo. Los colores estallaban y se perseguían por su cuerpo, salían de él y daban la impresión de volver a zambullirse en su interior.
Emplear tanta magia después de la batalla del día anterior era un poco doloroso, pero en ese sentido no estaba dispuesto a hacer la menor concesión.
Antes de lo esperado, sin embargo, se terminó, y todos se retiraron a sus respectivas fiestas. Estas durarían toda la noche. El Día del Sol se extendía hasta el próximo amanecer. Las fiestas de los que iban a ser liberados comenzarían cuando fuera noche cerrada. Gavin estaba sentado en la pequeña capilla de la fortaleza. Disponía de unos minutos a solas, supuestamente para rezar.
Hubo un tiempo en que así era. Ya no. Si Orholam existía realmente, estaría ocupado, o dormido, o distraído, o cagando. Decían que el tiempo era distinto para Orholam. Eso explicaría por qué llevaba haciendo lo que fuera que estuviese haciendo durante toda la vida de Gavin.
Sintió una opresión en el pecho. Le costaba respirar. La capilla era demasiado pequeña, demasiado oscura. Lo empapaba un sudor frío y viscoso. Cerró los ojos.
Échale huevos, Gavin. Puedes conseguirlo. Lo has hecho antes. Esto es por ellos.
Esto es una mentira. Todo es una mentira.
Sigue siendo mejor que la alternativa. Respira. Esto no es por ti. ¿Quieres salir ahí fuera y decirles a todos los trazadores que están esperándote que sus vidas enteras han sido una farsa? ¿Que su servicio no sirve de nada? ¿Que Orholam no ve su sacrificio? ¿Que lo que han hecho, lo que han sacrificado, no tiene ninguna importancia? Todo el mundo muere, Gavin, no prives de su significado a estas personas. No hagas que piensen que no tienen el menor valor. Que su sacrificio es estéril. Que la vida no tiene sentido.
Era el mismo debate que mantenía consigo mismo todos los años. Había tomado incluso la precaución de llevar un cubo a la capilla, junto con un puñado de incienso extra. Había llegado a vomitar en alguna ocasión.
Alguien llamó con los nudillos a la puerta de la capilla.
—Lord Prisma, ya es la hora.
No vendaron los ojos a Kip a la noche siguiente. En vez de eso le pusieron unas gafas tintadas, se las anudaron detrás de la cabeza, apretándolas contra sus ojos, y le arrancaron las mangas de la camisa. Así le resultaría difícil trazar, y quienes lo rodeaban se enterarían con tiempo de sobra si lo intentaba.
—Parece que quieren que veamos algo —dijo Karris mientras los guardias, Hombres Espejo y trazadores, los sacaban a empujones de la carreta que habían compartido.
Los condujeron a un perímetro de seguridad alejado de las tiendas. Estaba curiosamente aislado del resto del campamento, del que lo separaba una generosa distancia. El perímetro en sí consistía en una simple cuerda tendida entre postes clavados de cualquier manera en el suelo, pero era enorme, y nadie del campamento se acercaba siquiera a intentar traspasar el círculo. En su interior, empequeñecida por las dimensiones del perímetro, había un grupo de personas congregadas ante una plataforma. El sol se había puesto ya, pero la oscuridad aún no era absoluta.
—No quieren que nadie escuche lo que dicen —murmuró Karris—. Para que veas si están chiflados. Van a arengar a las tropas con alguna idiotez que haría reír a cualquier normalo.
¿Normalo? Ah, alguien que no podía trazar. Espera, eso significaba…
Mientras se aproximaban, Kip vio que sus sospechas eran acertadas: hasta el último de los presentes allí era un trazador. ¡Debían de haberse dado cita ochocientos o mil!
—Por Orholam —exhaló Karris—. Aquí debe de haber quinientos trazadores.
Vale, no sé contar, ¿qué pasa?
Pero incluso la bravuconería de Kip se desvaneció mientras se acercaban. Sus escoltas los empujaron contra la multitud y la primera persona que se apartó de su camino los miró con unos ojos verdes enloquecidos. Sus halos fragmentados formaban serpientes esmeraldas que reptaban por la esclerótica.
Kip se sintió como si estuviera paseando por un zoológico. Era como si todo el mundo con la piel lo suficientemente clara como para que se notara la tuviese teñida de luxina. Verde, azul, roja, amarilla, naranja, incluso púrpura. Al asomarse al supervioleta, los trazadores de ese color resplandecían como faros en la noche. Habían añadido diseños a sus capas, sus armaduras, incluso sus pieles; invisibles todos ellos, salvo para los demás supervioletas. Al ajustar la mirada, Kip vio que los subrojos habían hecho lo mismo, grabando dragones, fénix, remolinos y llamas a su atuendo. Los azules exhibían pinchos que se curvaban como astas de carnero, o cuchillas acopladas a los antebrazos. Se cruzaron con un naranja. El hombre parecía normal salvo por su cabello, peinado hacia atrás con luxina naranja en vez de aceite, y el blanco de sus ojos era de un naranja sin fisuras que no dejaba ver el iris. Únicamente los diminutos puntos negros de sus pupilas sobresalían en medio del color perfecto. Una verde cubierta tan solo con hojas siseó en su dirección, se rio. Un auténtico zoológico, sin duda, y Kip estaba en la jaula de los animales.
Los condujeron hasta el frente mismo de la multitud, arracimada ante una piedra que se elevaba del suelo. El viento y la lluvia habían alisado su superficie, pero era lo suficientemente alta como para servir de plataforma. Cuando Kip y Karris llegaron, un hombre vestido con un manto con capucha se encaramó al peñasco. Al coronar la roca, echó su capucha hacia atrás y se arrancó el manto de cuajo, arrojándolo a un lado como si le molestara.
El cuerpo entero del hombre resplandecía en la oscuridad. Se irguió, desafiante, en silencio, con las piernas separadas. Extendió una mano hacia la multitud, y separadas por cinco pasos de distancia, en una oleada, varias antorchas se encendieron con una llamarada, bañándolos de luz. Las últimas en encenderse fueron las que rodeaban la plataforma de piedra y Kip vio que el hombre estaba hecho por completo de luxina. Y que el resplandor brotaba de su interior.
A su alrededor, los trazadores cayeron de rodillas ante lord Omnícromo. Pero no todos. Los que permanecían en pie se mostraban nerviosos, incómodos. Pues quienes se habían humillado no estaban sencillamente agachados, sino que aplastaban las caras contra el suelo. Esto era puro fervor religioso.
—No te arrodilles —dijo Karris—. No es ningún dios.
—¿Qué es? —susurró Kip.
—Mi hermano.
Lord Omnícromo extendió las manos.
—Por favor, no. Hermanos, hermanas, en pie. Levantaos conmigo. Llevamos demasiado tiempo postrados ante los humanos.
El trazador naranja, el artista Aheyyad, se postró ante Gavin. Sería el primero de la noche. Era un puesto de honor, y Aheyyad se lo había ganado a pulso. Un honor de verdad, no esta farsa. Pero no había otra salida. Nunca la había.
Gavin se adelantó.
—En pie, hijo mío —dijo. Por lo general, cuando llamaba «hijos» a los trazadores, se sentía sardónico. Pero Aheyyad era un niño, o cuando menos, apenas un hombre.
Aheyyad se incorporó. Miró a Gavin a los ojos, antes de agachar rápidamente la cabeza.
—Si tienes algo que decir, ahora es el momento adecuado. —Algunos trazadores sentían la necesidad de confesar sus pecados o sus secretos. Algunos querían solicitar algo. Otros, solo expresar su frustración, sus temores, sus dudas. Dependiendo del número de trazadores a liberar antes del amanecer, todos los años Gavin dedicaba a cada trazador tanto tiempo como le era posible.
—Os he fallado, lord Prisma —dijo Aheyyad—. He fallado a mi familia. Siempre lamentaron que yo fuera el hijo que podría haber aspirado a la gloria. En vez de eso, soy un despojo. Un adicto. Orholam me otorgó su don y no he sabido controlarlo. —Por sus mejillas rodaban unas lágrimas cargadas de amargura. Aún se resistía a mirar a Gavin a los ojos.
—Mírame —dijo Gavin. Tomó el rostro del joven entre las manos—. Te uniste a mí en la mayor empresa que jamás haya acometido. Conseguiste aquello de lo que yo, el Prisma, era incapaz. Todo aquel que ha presenciado una puesta de sol sabe que Orholam valora la belleza. Convertiste esa muralla en algo tan hermoso y terrible como el mismísimo Orholam. Lo que hiciste perdurará mil años.
—¡Pero perdimos!
—Perdimos —reconoció Gavin—. El fallo fue mío, no tuyo. Los reinos surgen y desaparecen de la faz de la tierra, pero esa muralla protegerá a miles de almas aún por nacer. Y servirá de inspiración a otros cientos de miles. Yo no podría haber hecho algo así. Solo tú podías lograrlo. Tú, Aheyyad, has creado algo hermoso. Orholam te concedió un don y tú lo has compartido con el mundo entero. No entiendo dónde está el fracaso. Tu familia se sentirá orgullosa de ti. Yo me siento orgulloso de ti, Aheyyad. No te olvidaré nunca. Me has servido de inspiración.
Una sonrisa fugaz aleteó en los labios del muchacho.
—Sí que es bonita, ¿verdad?
—No está mal, para tratarse de tu primer intento —dijo Gavin.
Aheyyad se rio, su aptitud había cambiado por completo. Era luz pura, sin duda. Un regalo para el mundo, hermoso y llameante de vida.
—¿Estás listo, hijo? —preguntó Gavin.
—Gavin Guile —dijo el joven—. Mi señor Prisma. Vos, señor, sois un gran hombre, y un gran Prisma. Gracias. Estoy preparado.
—Aheyyad Agua Brillante, Orholam te otorgó un don —comenzó Gavin. Los apellidos eran una improvisación sobre la marcha. En Paria, los únicos que recibían dos nombres eran las personas importantes, y a veces sus hijos. Cuando vio las lágrimas que afloraban a los ojos de Aheyyad mientras respiraba hondo, con el pecho henchido de orgullo, Gavin supo que había dicho las palabras exactas—. Y has dominado bien el don que te otorgó. Ha llegado el momento de que sueltes tu carga, Aheyyad Agua Brillante. Has dado lo mejor de ti. Tu servicio no caerá en el olvido, pero a partir de ahora tus errores serán eliminados, olvidados, borrados. Bien hecho, mi siervo leal. Has cumplido el Pacto.
—¡Dicen que hagamos un Pacto! ¡Que prestemos juramento! Un juramento mediante el cual nos encadenan y nos entierran —dijo lord Omnícromo.
Liv se abría paso con cautela entre la multitud, avanzando hacia el frente. Juraría que había visto a Kip escoltado hasta allí, con unas gafas negras sujetas a la cabeza. Pero todo el mundo escuchaba embobado al bicho raro que tenían delante, así que no podía precipitarse. Optó por fingir que ella también estaba prestando atención y siguió caminando muy despacio.
—Esto —dijo lord Omnícromo. Indicó el peñasco redondeado sobre el que se erguía—. Esto es todo cuanto queda de lo que antaño fue una gran civilización. Habéis visto sus reliquias esparcidas por toda la tierra. Estatuas de grandes hombres, demolidas por los pigmeos de sus sucesores.
Liv aguzó el oído. En Rekton había una estatua derruida, en un naranjal. Nadie le había dicho nunca de dónde había salido. Siempre pensó que se debía a que nadie lo sabía.
—¿Pensáis que estas estatuas son un misterio? —preguntó lord Omnícromo—. Os equivocáis. ¿Pensáis que la Guerra de los Prismas terminó aquí, en Tyrea, por casualidad? ¿Pensáis que los Guile se limitaron a vagar por las Siete Satrapías hasta que el azar quiso que sus ejércitos se tropezaran? ¿Precisamente aquí? Permitid que os repita algo que sin duda ya sabéis, algo en lo que todos creéis aunque nadie se atreva a decirlo: la Guerra de los Prismas la ganó el Guile equivocado. Dazen Guile intentaba cambiar las cosas y eso le costó la vida. La Cromería asesinó a Dazen Guile. Lo mataron porque tenían miedo de que lo cambiara todo. Lo temían, porque Dazen Guile se proponía liberarnos. —Esa frase sembró la consternación entre los congregados. Todos sabían qué día era, y que el Prisma estaba en Garriston, a menos de una legua de distancia, celebrando la Liberación esa misma noche.
»¿Lo veis? —dijo lord Omnícromo—. ¿Sentís esa aprensión? Porque la Cromería ha vuelto nuestro mismo idioma contra nosotros. Dazen quería liberarnos. Dazen sabía que no se puede encadenar la luz.
—No se puede encadenar la luz —repitieron algunos de los trazadores, casi como si de un estribillo religioso se tratara.
—Liberación, lo llaman. Soltad vuestra carga, dice el Prisma. Os concedo la absolución y la libertad, dice. Pero ¿sabéis qué es lo que nos da en realidad? ¡¿Lo sabéis?!
—Te concedo la absolución —dijo Gavin, con el corazón en un puño mientras Aheyyad se arrodillaba a sus pies, con la mirada vuelta hacia arriba y la mano derecha en el muslo de Gavin—. Te concedo la libertad. Que Orholam te bendiga y te acoja en su seno. —Desenvainó el cuchillo y lo enterró en el pecho de Aheyyad. Justo en el corazón. Retiró la hoja. Una puñalada perfecta. Por otra parte, había practicado un montón.
No miró la herida, no vio cómo la sangre se extendía por la camisa de Aheyyad. Sostuvo la mirada del muchacho mientras la vida abandonaba sus ojos. Y cuando lo hizo, Gavin dijo:
—Por favor, perdóname. Perdón. Por favor.
Había enfundado la daga y estaba secándose las manos en el trapo que llevaba encima… aunque estaban limpias. Se detuvo.
—¡La muerte! —rugió lord Omnícromo—. Os clavan un cuchillo y se quedan viendo cómo morís. Observan mientras imploráis… ¡y dicen que su dios lo aprueba! Decidme, ¿es así como se trata a nuestros mayores? Oprimidos por la Cromería, apenas si nos quedan mayores. Los han matado a todos. Ah, menos por la Blanca. Menos por Andross Guile y su esposa. Las normas no se aplican a ellos, pero a vosotros y a mí, a nuestras madres y a nuestros padres… deberíamos morir. Dicen que es la voluntad de Orholam. Dicen que es el Pacto. Como si algo que juramos cuando éramos niños ignorantes validara el asesinato de nuestros progenitores. ¿Qué locura es esta? ¿Una mujer sirve a las Siete Satrapías durante toda su vida y al final, como recompensa, es sacrificada? ¿Eso es libertad? ¿Eso es lo que llaman «Liberación»?
Liv divisó a Kip, pero ya no estaba abriéndose paso hacia él.
—Vosotros sabéis que está mal. Yo sé que está mal. Ellos saben que está mal. Por eso se refieren a ello únicamente con murmuraciones y eufemismos. No es justo. No es ninguna Liberación, no nos engañemos, es un asesinato. Y después ni siquiera tienen la decencia de devolver el cadáver a su familia. En vez de eso, lo utilizan en algún tipo de ritual arcano. ¿Eso es por lo que lucharon nuestros padres? ¿Es eso justo? La Cromería corrompe todo cuanto toca. Además, ¿creéis que todos los que son «liberados» se presentan voluntarios?
Lord Omnícromo se rio, desdeñoso.
Mientras los Guardias Negros sacaban el cuerpo de Aheyyad de la sala, con cuidado de no derramar ni una gota de sangre, alguien llamó a la puerta con los nudillos. Un solo golpe, seguido del silencio. Gavin tardó un momento en caer en la cuenta: Bas el Simple nunca había entendido realmente el concepto de llamar a la puerta.
—Adelante, Bas —dijo Gavin. Niños e idiotas. ¿Estas son mis víctimas? Me baño en la sangre de los inocentes.
El hombre entró en la habitación. Vestido con sus mejores galas, se mostraba incluso apuesto. Al contrario de lo que ocurría con otros simplones que Gavin había conocido, las facciones de Bas no delataban su condición.
—Perdón por saltarme el turno, lord Prisma. Tengo una pregunta y no quería interrumpir mi Liberación para hacerla.
Que estuviera interrumpiendo la Liberación de alguien más para formular su pregunta ni siquiera se le había pasado por la cabeza, naturalmente.
—Por favor, adelante —dijo Gavin.
—Oí a Evi Grass hablando de la Muralla de Agua Brillante. Evi es una bicroma amarilla y verde. Es del Bosque de Sangre, aunque no me parece que dé ningún miedo. Mi madre me decía que todos los que tienen el pelo rojo pueden envolverte en llamas con solo mirarte, pero Evi no es así.
Gavin conocía bien a Evi. Pese a no ser excepcionalmente brillante, poseía una intuición portentosa, aunque rara vez confiaba en sus propias posibilidades. Así era, al menos, hacía años.
—Evi una vez me salvó de una embestida…
—¿Qué te dijo, Bas? —preguntó Gavin.
—No me dijo nada, solo me salvó. Me parece que gritó algo. No estoy seguro…
—¿Qué dijo Evi acerca de la Muralla de Agua Brillante?
—No me gustan las interrupciones, lord Prisma. Me ponen nervioso.
Gavin reprimió su impaciencia. Si lo presionaba, Bas sería incapaz de articular palabra.
Bas comprendió que Gavin no iba a insistir y se quedó pensativo un momento. Gavin esperó a que recuperase el hilo de sus pensamientos.
—Evi dijo que el agua brillante estaba trazada a la perfección. Dijo que no recordaba que vos fuerais un supercromado. Yo no puedo ver las diferencias de color, claro, pero me extrañaría que mintiera, y Gavin Guile no era un supercromado. Su hermano Dazen sí. Y sois más alto que Gavin. Se ponía unas botas especiales para parecer más alto, pero Dazen era más alto que él cuando cumplió los trece años. Recuerdo aquel día. Hacía sol. Mi abuela decía que Orholam siempre sonreía a los Guile. Llevaba puesto el abrigo azul…
Gavin no estaba escuchándolo. Se sentía como si el suelo se hubiera desvanecido bajo sus pies. Sabía que ese momento llegaría tarde o temprano. Llevaba dieciséis años esperándolo. Había asistido a las primeras reuniones como Gavin esperando que alguien, cualquiera, lo apuntara con el dedo y gritara: «¡Farsante! ¡Impostor!». Otros lo habían averiguado antes, pero siempre había podido silenciarlos. No podía desacreditar a Bas. Ese hombre era inmune a las corrientes políticas, todo el mundo lo sabía. Y si alguien le preguntaba, Bas señalaría un centenar de diferencias entre Gavin y Dazen. Cuando terminara de hablar, la máscara de Gavin se habría hecho añicos.
Sin embargo, había acudido solo. Precisamente esa noche.
—Entonces, mi pregunta era… mi pregunta era, ¿por qué mientes, Dazen? ¿Por qué finges ser Gavin? Dazen es malo. Mata a la gente. Mató a los Roble Blanco. A todos. Cuentan que recorrió su mansión cuarto por cuarto, asesinando incluso a los sirvientes, y que después lo incendió todo para ocultar sus crímenes. Los niños estaban encerrados en el sótano. Descubrieron sus cadáveres amontonados. Abrazados unos a otros. Estuve allí. Los vi. —Bas se interrumpió, visiblemente absorto en aquella antigua imagen. Su memoria perfecta se habría encargado de que fuera sumamente vívida—. Prometí a aquellos cuerpitos calcinados que mataría a Dazen Guile —concluyó Bas.
Sobrevino a Gavin un temor primigenio, como el dolor de los latigazos de un antiguo amo. Bas era un policromo verde, azul y supervioleta. Los colores moldeaban a todos los trazadores con el paso del tiempo. Solo la espontaneidad del verde conseguiría que el antiguamente obsesionado con el orden Bas se saltara su turno. Pero la precisión del azul le urgía a averiguar la verdad, a descubrir cómo encajaban todas las piezas.
—Bas, voy a contarte algo que solo sabe otra persona en todo el mundo. Voy a responder a tu pregunta. Te lo mereces. —Bajó la voz—. Cuando tenía dieciséis años, tuve una… una visión. Una epifanía. Estaba ante una presencia. Lo sentía en la cara. Sabía que era algo santo, y estaba asustado…
—¿Orholam en persona? —preguntó Bas. Parecía escéptico—. Mi madre decía que las personas que aseguran hablar por boca de Orholam generalmente mienten. ¡Y Dazen es un embustero! —Su voz se tornó estridente al final.
Lo que menos necesitaba Gavin era que Bas empezara a proclamar el nombre de Dazen a gritos.
—¿Quieres escuchar mi respuesta o no? —preguntó con aspereza.
Bas titubeó.
—Sí, pero no…
Gavin le apuñaló el corazón.
Los ojos de Bas se abrieron de par en par. Se aferró a los brazos de Gavin. Gavin extrajo la daga.
Con extraordinaria frialdad, Gavin declaró:
—Has dado lo mejor de ti, Bas. Tu servicio no caerá en el olvido. Tus errores serán olvidados, borrados. Te concedo la absolución. Te concedo la libertad.
Cuando pronunció la palabra «absolución», Bas ya estaba muerto.
Con cuidado, Gavin lo depositó en el suelo. Se dirigió a la puerta de servicio y llamó con los nudillos. Los Guardias Negros entraron y se llevaron el cadáver, y así de fácil Gavin cometió un asesinato sin despertar las sospechas de nadie.