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Gavin logró sobrevivir a los rituales de mediodía. El luxiat, un joven verde bienintencionado, tembló como una hoja durante todo el proceso. Garriston no era precisamente un puesto destacado, por lo que sin duda el muchacho no esperaba atisbar al Prisma ni siquiera de lejos, y menos conocerlo en persona, y menos aún ser el responsable de realizar el ritual del Día del Sol a su lado. Fue una ceremonia atropellada, durante la cual Gavin hubo de ayudar al joven con sus líneas dos o tres veces. Ocupó una hora y media, a pesar de que Gavin abrevió la lista de bendiciones que Orholam confería a todos los nobles de las Siete Satrapías y a todos los oficiales de la Cromería.

—Si ni siquiera Orholam es capaz de recordar sus nombres, a lo mejor es que no son tan importantes, ¿eh? —dijo al luxiat, dejando al muchacho con la boca abierta.

Llegó la tarde antes de que pudiera escaparse. Escaparse con matices, naturalmente. Lo acompañaban una docena de Guardias Negros, un secretario, cuatro mensajeros y una docena de guardias de la ciudad. Se encaminó a los muelles.

Allí encontró a Corvan, dirigiendo la función con maestría. La muchedumbre no se mostraba tan antagónica como había temido. Quizá los habitantes de la ciudad alimentaran aún la esperanza de que fuese a salvarlos. Quizá, tras ver cómo construía una muralla imposible, pensaban que sus poderes eran ilimitados. Quizá fueran sencillamente respetuosos con la fe; en este, el más sacrosanto de los días, se suponía que solo debían realizarse los trabajos más indispensables.

Menos mal que sobrevivir no entra en esa categoría.

Muchos nobles regateaban con los capitanes de navío. Los muelles estaban repletos de cajas llenas de enseres, y de enseres que no cabían en cajas. Tapices enrollados que debían de haber colgado en nobles salones, muebles ornados con pan de oro, obras de arte, un laberinto de baúles llenos de solo Orholam sabía qué.

—Lord Prisma —dijo el general Danavis, apresurándose a acudir a su encuentro—. Llegáis en el momento oportuno.

Lo que significa que estás a punto de encomendarme alguna tarea desagradable.

—Ayer di la orden de que ninguna embarcación saliera del muelle, en caso de que fuera necesario evacuar la ciudad. Dejé bien claro que la desobediencia redundaría en el requisamiento del barco, para el capitán, y en la muerte para quien lo hubiera contratado.

Era una sentencia rigurosa, pero la guerra exigía sentencias rigurosas. Quien se llevara un barco de la ciudad estaría condenando a muerte a docenas de personas si Garriston sucumbía y se producía un baño de sangre. Lo malo de las sentencias rigurosas era que siempre había alguien que intentaba ver si ibas de farol… una vez.

—¿Quién ha sido? —preguntó Gavin, aunque creía conocer ya la respuesta.

—El gobernador Crassos. Sus hombres dispararon contra los Guardias Negros que intentaron detenerlos.

¿Guardias Negros? ¿Cómo había conseguido Corvan que la Guardia Negra obedeciera una orden de «detenga a ese hombre»?

—¿Algún herido?

—No, lord Prisma.

—¿Está aquí? —preguntó Gavin. Necesitaba salir de allí. Su séquito impedía que los hombres de Corvan se desenvolvieran como requerían, y también estaban bloqueando el acceso a los muelles. Pero no iba a eludir esta responsabilidad. Convenía manejar estos asuntos de modo que se reforzara la solemnidad de la ley, pero aún mejor era hacerlo enseguida, antes de que alguien más contraviniera la misma norma y se tuviera que ajusticiar a más gente. Cuando el reloj empezaba a quedarse sin arena, la justicia demorada y la injusticia se equiparaban.

»Trae también a los marineros —le dijo Gavin a Corvan, bajando la voz—, y todo el cargamento.

El gobernador Crassos, de hecho, se encontraba a apenas diez pasos de distancia. Acababan de rodearlo unos guardias mucho más altos que él, por eso no lo había visto antes. Tenía las manos atadas a la espalda y un ojo amoratado. Junto a él salió al frente una abigarrada colección de contrabandistas, tipos curtidos que sabían a qué se exponían cuando aceptaron el trabajo.

Gavin levantó las manos y proyectó un abanico de chispas por encima de su cabeza. Todos los que no estaban mirando todavía empezaron a hacerlo en ese momento.

—Por la autoridad que me ha sido investida, someto esta decisión a la luz del ojo de Orholam. Que se haga justicia.

La inesperada plegaria provocó que un mar de cabezas oscilaran aquiescentes de una punta a otra del muelle. Los acusados cayeron de rodillas, empujados sin contemplaciones. Humildad ante la justicia.

Ya que voy a bloquear los muelles, qué menos que aprovechar la coyuntura para zanjar esta cuestión.

—Gobernador, se os acusa de alquilar un barco para huir de la ciudad, contraviniendo las órdenes del general al mando. ¿Es eso cierto?

—¿General? ¡Soy el gobernador de este estercolero! ¡Nadie me dice lo que tengo que hacer!

—¿Ni siquiera yo? —preguntó Gavin—. El general actuaba en mi nombre, tras recibir mi autorización expresa para ello. ¿Contratasteis esta tripulación para abandonar la ciudad?

—Tienes cincuenta testigos que declararán que lo hice. ¿Y qué? Te ayudamos. Mi familia te respaldó durante la guerra. ¡No estarías aquí de no ser por nosotros! —La voz del gobernador Crassos adquirió un timbre plañidero—. ¿Estos aldeanos te parecen más importantes que yo?

—Capitán —dijo Gavin, dando la espalda al gobernador—, ¿admitís que intentasteis huir?

El capitán miró a su alrededor, desafiante, sin arrepentirse pero sin atreverse tampoco a mirar al Prisma a los ojos. Al parecer, todo el muelle había sido testigo del intento de fuga. Su actitud era la de alguien que sabía que iba a morir y quería hacerlo bien. Se aferraba a su coraje con todas sus fuerzas.

—Sí, señor. El gobernador nos contrató anoche. Yo ya pensaba marcharme. —Por supuesto. Todo el que tenía un barco quería zarpar, y para ayer.

—Una antigua tradición dicta —declaró Gavin, levantando la voz para que todos lo oyeran— que el Día del Sol se otorgue un indulto. Al igual que Orholam es misericordioso, también debemos serlo nosotros.

—Ay, gracias a Orholam y a su Prisma, que camina entre nosotros —dijo el gobernador Crassos, poniéndose en pie con esfuerzo—. No os arrepentiréis de esto, lord Prisma.

Gavin trazó una barra de supervioleta invisible y golpeó con ella el envés de las rodillas de Crassos, sin mirarlo siquiera. El gobernador se desplomó. Gavin se dirigió al capitán.

—Capitán, lo justo sería que os encerrara en una celda y os abandonara allí a vuestra suerte. En cambio, voy a dejaros en libertad, os devuelvo vuestra tripulación y mi barco… que habíais tomado prestado. Estaré vigilándoos, capitán. Servid bien.

El capitán parecía anonadado. Sin poder evitarlo, la vergüenza le anegó los ojos de lágrimas.

—¡¿Qué?!

—Gobernador Crassos, habéis desobedecido mi orden y denigrado vuestro cargo. Un gobernador debe tender la mano a su pueblo, no encaramarse a sus hombros. Habéis robado a las personas que Orholam os encomendó dirigir. Sois un ladrón y un cobarde. Por la autoridad que me ha sido investida, os despojo de vuestro cargo. ¿Queríais cargaros de riquezas e iros? Que así sea.

Gavin escogió uno de los baúles que Crassos había traído con él. Estaba repleto de elegantes atuendos, era enorme, y tan pesado que una persona sola tendría problemas para levantarlo del suelo. Practicó unos grandes boquetes en lo alto, en el fondo y en los costados. A una orden suya, los guardias dejaron el baúl entre los brazos de Crassos y lo amarraron a él con ayuda de unas cuerdas.

—No puedes hacer esto —dijo Crassos.

—Ya está hecho —dijo Gavin—. Lo único que resta por ver es cómo os enfrentáis a vuestro castigo.

—¡Mi familia se enterará de esto!

—En tal caso, que sepan que moristeis como un hombre.

Fue como si Gavin hubiera cruzado la cara del gobernador de un guantazo. Era evidente que su familia lo significaba todo para él.

Gavin trazó una plataforma azul en el agua.

—¿Queríais huir, lord Crassos? Adelante.

Sin vacilar, lord Crassos descendió por los escalones de luxina azul y se introdujo en el agua, amarrado al baúl. Dio unos quince pasos antes de que la escalera cediera y el agua lo envolviera por completo. Instantes después pataleaba para impedir que el ataúd flotante se colocara sobre su cabeza y lo ahogara.

La marea empezaba a cambiar, por lo que se limitó a flotar de acá para allá, sin que el agua lo empujara hacia la orilla o los otros embarcaderos, ni hacia la Guardiana y el mar abierto.

Mil pares de ojos lo observaban en silencio. Transcurrido un minuto, no necesitaba patalear tan desesperadamente para impedir que el baúl lo empujara debajo del agua… porque el baúl había empezado a hundirse a su vez. Intentaba mirar desafiante hacia el muelle, hacia Gavin, pero el pelo mojado no dejaba de taparle los ojos y no lograba sacudir la cabeza lo bastante fuerte como para apartarlo.

Gritó algo antes de desaparecer bajo las aguas. Gavin no logró entender sus palabras. Otra muerte. Crassos nunca le había gustado, detestaba su actitud, abominaba de la clase de nobles que representaba, quienes acaparaban y acumulaban sin pensar ni una sola vez en dar algo a cambio. Pero acababa de matar a un hombre, se había ganado la enemistad de su familia. Y eso en mitad de una guerra que podría haberle ahorrado el trabajo.

Gavin intentó ver alguna burbuja y no lo consiguió. Crassos se había alejado demasiado. Levantó las manos y las atrajo hacia su pecho.

—Que Orholam tenga piedad —anunció, dando el juicio por concluido. Ya había perdido demasiado tiempo allí. Se dio la vuelta.

A su espalda, en la bahía, la aleta de un delfín cortaba el agua como una flecha buscando su objetivo.