76

A juzgar por el aire frío que le lamía la piel, la medianoche quedaba ya muy atrás cuando escoltaron a Kip a través de algún tipo de portal. Debía guiarse por la temperatura porque tenía los ojos vendados, además de un saco negro en la cabeza, un lazo al cuello y las manos atadas a la espalda.

Uno de los guardias que lo acompañaba maldecía constantemente, entre dientes, impresionado por algo que al parecer se denominaba la Muralla de Agua Brillante. Caminaban despacio, a trompicones, mientras una voz de timbre marcial les imprecaba:

—No os quedéis ahí pasmados y moved el culo. Dirigíos al interior del campamento. Estáis bloqueando a los demás. —Kip oyó el restallido de un látigo, como un disparo, y la columna reanudó la marcha.

El último par de días habían sido exactamente iguales. Kip se despertó a oscuras, una oscuridad que resultó ser fruto de la venda que le cubría los ojos, con las manos inmovilizadas a los costados. Cuando intentó liberarse, acudieron unos hombres. Le quitaron la venda, uno de ellos lo miró fijamente a los ojos, abriéndole los párpados sin miramientos, y después volvieron a ponérsela. Su mano izquierda lo torturaba. Aquel primer día (si solo había sido un día) le dieron vino mezclado con algo asqueroso para mitigar el dolor y embotarle los sentidos.

Lo habían conducido en presencia de lord Omnícromo, restringiendo la dosis de vino para que Kip conservara la lucidez, pero no le quitaron la venda en ningún momento. Lo dejaron sentado en una tienda, rodeado de voces, durante horas, mientras Kip agonizaba, antes de volver a llevárselo. Lord Omnícromo, al parecer, estaba demasiado ocupado para recibirlo.

Tiempo después, Kip oyó que los guardias discutían. Alguien más listo habría sabido encontrar la forma de explotar sus disensiones. Kip se limitó a aguardar en silencio, preguntándose cuándo le administrarían la siguiente dosis. Su mano palpitaba.

Lo dejaron al cuidado de alguien más, a quien literalmente entregaron la correa que le ceñía el cuello.

—¿No vas a darle el vino de amapola? —preguntó un guardia.

—¿Para qué desperdiciar amapola de la buena con sebo del malo? A mí también me gusta el vino.

—Bah, pero si es repugnante. —Kip estaba de acuerdo.

—No lo tomo por el sabor —dijo el guardia, riéndose. Kip también estaba de acuerdo con eso—. En marcha. He visto mujeres un poco más atrás. Con tu encanto y mi vino de amapola… —Soltó otra carcajada.

Montaron a Kip en una carreta. Tropezó con los escalones y estuvo a punto de estrangularse con la correa, pero pronto encontró un asiento. La puerta se cerró a su espalda.

Alguien le aflojó el nudo, lo deshizo, le quitó la capucha de la cabeza y la venda de los ojos.

—¿Kip?

Kip pestañeó. Aunque la luz de la estancia violeta era tenue, tras dos días sumido en la oscuridad absoluta, los ojos se le anegaron de lágrimas de todas formas. Pero, aun con la mirada empañada, distinguió a Karris Roble Blanco.

—¿Karris? —Qué pregunta más estúpida. Pues claro que es ella, imbécil, si la tienes delante.

—Kip, ¿qué haces aquí?

—He venido a rescatarte —dijo. Le entró la risa.

—Kip, ¿cuánto vino de amapola te han dado?

Hacía horas que no le suministraban ni un sorbo, pero sus carcajadas no hicieron sino arreciar.

Karris guió a Kip hasta el catre. El muchacho se quedó dormido al instante. Karris lo observó fijamente. Una parte de ella, mezquina e implacable, quería odiarlo.

Mi hijo tendría ahora la edad de Kip. Diablos, Kip podría ser mi hijo. Tiene los ojos azules, y mi abuela era pariana.

¿Qué, crees que la piel morena y el pelo crespo se saltan una generación? ¿Como gemelos?

Karris se restregó la cara. Era una fantasía pueril y lo sabía. El hijo que había dejado abandonado era el hermanastro de Kip, pero cualquier parecido que pudieran compartir se debería a que Gavin era el padre de ambos. Y menudo padre había sido, para los dos muchachos.

Tenía que salir de allí. Estaba pensando demasiado.

Karris vio dormir a Kip, reconociendo la sangre de los Guile en la forma de su frente y su nariz, y ni siquiera pudo encontrar nombre para los sentimientos que se enroscaban en su corazón.

Al cabo, le echó su manta por encima.