Gavin se desplomó. O lo habría hecho si dos Guardias Negros no lo hubieran sostenido y arrastrado lejos del borde. Quería resistirse, levantarse, pero estaba tan mareado que ni siquiera era capaz de expresar sus pensamientos con palabras.
Se perdió la primera embestida, justo debajo de su posición, pero la oyó, la sintió. Los aullidos de hombres y mujeres armándose de valor, dando voz a la rabia y el miedo, haciendo acopio de fuerza de voluntad para trazar. A continuación, unas oleadas de calor y el estremecimiento del impacto, los crujidos de las armaduras, los gruñidos de los hombres y los engendros. Y después los gritos. Siempre los gritos.
—¡¿Dónde están mis mosquetes?! ¡Ordené que los trajeran hace dos horas! —se desgañitaba el general Danavis, entre juramentos. Se erguía a diez pasos de distancia de Gavin, asomado a las buhederas y los matacanes para seguir la batalla que se desarrollaba bajo el arco de la puerta. Sus soldados se limitaron a pestañear. De la veintena de hombres, solo dos tenían mosquetes—. ¡Disparad, malditos seáis! —les imprecó—. ¡Tú y tú, id a buscar más mosquetes! ¡Venga! —Dicho lo cual se perdió de vista, sin dejar de arengar a las cuadrillas de artilleros.
Los Guardias Negros arrastraron a Gavin hasta el borde de la muralla. La capucha que la cubría dejaba tan solo unos pocos sitios abiertos, bien al frente o atrás. Encontraron uno por el que las grúas estaban izando sus cargamentos. Un Guardia Negro bicromo trazó un tobogán verde y azul hasta el suelo.
—¿Qué hacéis? —preguntó Gavin.
—Vamos a poneros a salvo, señor. —El hombre se lanzó por el tobogán.
Gavin estaba mirando a través de la brillante pasarela formada por la capucha que conducía hasta una de las culebrinas. Sus artilleros habían efectuado un disparo y tenían la mirada fija en el campo, señal inequívoca de que carecían de experiencia. Solo hacía falta una persona para ver dónde impactaba el proyectil y corregir la trayectoria. Los demás ya deberían estar recargando. Pero transcurridos unos instantes, prorrumpieron en vítores.
—¡Le dimos!
Gavin no podía ver a qué le habían dado, pero mientras la cuadrilla reanudaba su actividad, detectó un destello de movimiento.
—¡Está asegurada! —informó la Guardia Negra desde el suelo, en la base de la Muralla de Agua Brillante.
Unas garras verdes se engarfiaron en las almenas justo delante del equipo de artillería. ¿Qué? Gavin sabía que los engendros verdes imprimían la flexibilidad de la luxina verde a sus piernas, pero nunca había visto a ninguno capaz de elevarse ni siquiera hasta la mitad de la altura de esa muralla. Gritó una advertencia, apuntando con el dedo, pero no antes de que la bestia se abalanzara sobre los artilleros. Sus manos, transformadas en unas zarpas inmensas, hicieron pedazos a cuatro hombres antes de que estos se percataran siquiera de su presencia. La sangre surcó el aire en grandes parábolas que salpicaron las paredes. Los tres hombres restantes vieron a la bestia, pero se quedaron petrificados. Solo uno de ellos llegó a intentar al menos coger uno de los mosquetes que había apoyados en la cara interior de las almenas.
El engendro verde le partió la cabeza en tres grandes pedazos con ambas zarpas, que se hundieron hasta la mitad del cráneo.
Los Guardias Negros no titubearon más de medio segundo. Tampoco ninguno de ellos había visto nunca un engendro de los colores. Cuatro Guardias Negros se adelantaron, casi al unísono. Los dos de delante echaron la rodilla al suelo para despejar la línea de tiro sobre sus cabezas. Bajaron las manos simultáneamente; uno la levantó ya lista para trazar; el otro, con una pistola.
Los gatillos chasquearon, los pedernales impactaron, pero en los dos segundos que se tardaba en disparar una pistola, la luxina brotaba ya de todos los trazadores. Una bola de luxina azul como un puño empujó al engendro verde contra la pared. Un pegote de luxina roja le salpicó el costado y la espalda, pegándolo a la superficie. El suelo se cubrió de viscosa luxina naranja por si conseguía liberarse. Pero esa medida no era necesaria. Las garras del engendro verde seguían estando enterradas en la cabeza del desdichado artillero, y la criatura no tuvo tiempo de reaccionar antes de que las llamas del último Guardia Negro golpearan la luxina roja y le prendieran fuego.
Tres pistolas rugieron en ese momento. Los tres disparos alcanzaron al engendro verde en el pecho. De las heridas brotaron surtidores de luxina verde y sangre roja, excesivamente humana. El engendro se hubiera desplomado, pero la luxina roja continuó inmovilizándolo contra la pared mientras ardía.
—¡Atrás! —chilló una Guardia Negra. Avanzó mientras vertía más pólvora en la cazoleta. Se le debía de haber encasquillado la pistola. Amartilló el arma, apuntó y apretó el gatillo. Un segundo después, la cabeza del engendro verde, aún en llamas, estalló en mil pedazos.
Los Guardias Negros ya habían empezado a recargar. Gavin sabía que, para la mayoría de ellos, se trataba de su primera contienda. Su primera sangre derramada. Sin embargo, todos recargaron las armas sin mirar. Era algo que les enseñaban a hacer solo en circunstancias de peligro extremo e inmediato (inspeccionar visualmente una pistola era por lo general buena idea para evitar encasquillamientos y sobrecargas), pero a veces valía la pena no apartar la vista del campo de batalla, y todos ellos tuvieron la presencia de ánimo suficiente para hacerlo correctamente.
—Decidle al general Danavis que retire la capucha —ordenó Gavin. La capucha impedía que los engendros verdes se colaran en más sitios aparte de los puestos de artillería, pero dejaba completamente vulnerables a los hombres estacionados allí. Y si bien todos los Guardias Negros habían dado en el blanco (desplomado ahora en el suelo, desangrándose y humeando ligeramente), los demás defensores no tendrían tanta puntería. La capucha transformaba el adarve en un túnel de luxina amarilla. Lo que significaba balas perdidas. Lo que significaba que todo el que no acertara a un agresor probablemente terminaría matando a uno de los defensores. El riesgo no valía la pena, sobre todo porque las culebrinas y los obuses del rey Garadul habían dejado de disparar para no herir por accidente a los engendros.
El general Danavis debía de haberse percatado a su vez, no obstante, porque antes de que los Guardias Negros pudieran alegar que era impensable que ni uno solo de ellos se alejara de Gavin, la capucha se replegó. El inesperado movimiento provocó que varios defensores se cayeran de la muralla. La caída garantizaba mutilaciones y muertes. Pero era preciso.
También hizo saltar por los aires el tobogán que los Guardias Negros habían creado para Gavin. Pero en cuestión de momentos lo reconstruyeron y lo lanzaron por él sin preámbulos. Ni siquiera pudo agarrarse a ningún sitio. La tremenda cantidad de luxina que había trazado hoy lo había dejado sin fuerzas.
Los Guardias Negros al pie del tobogán lo recogieron y lo pusieron en pie. Consiguió mantenerse erguido sin ayuda.
—Llevadme a la puerta —ordenó Gavin.
Los Guardias Negros se miraron.
—¡Maldición! Si perdemos la puerta, perderemos la muralla. Si perdemos la muralla, perderemos la ciudad.
—La ciudad no nos preocupa. Vuestra seguridad sí —repuso una voz. Puño Trémulo. Había surgido de la nada—. Podéis teneros en pie. ¿Y correr? —le preguntó a Gavin.
—¡No pienso correr!
—¡No podemos defender la puerta! —exclamó a su vez Puño Trémulo—. Mis guardias están siendo masacrados, ¿y para qué? No somos vuestro ejército personal. Protegemos vuestra vida, no vuestros caprichos. ¡Estáis convirtiendo nuestra misión en una tarea imposible!
El fracaso de Gavin se materializó en forma de vorágine ante sus ojos. Eso era culpa suya. No era su trazo lo que había fallado, sino sus dotes de líder. Nunca les había explicado a estas personas por qué combatían. Había exigido obediencia hasta la muerte sin contarles siquiera qué era tan importante. Sus propios pensamientos estaban enfrentados, ¿y ahora le sorprendía que no estuvieran dispuestos a dar la vida? Una mentira habría sido más piadosa.
Lo único que podía ver entre la masa de soldados que lo separaban de la puerta eran fogonazos, y humo, y surtidores de sangre que salpicaban el arco. Sin duda los Guardias Negros seguían estando en primera línea de fuego; solo la Guardia Negra podría haber resistido tanto tiempo frente a la horda de engendros de los colores que Gavin había visto. El estruendo de los mosquetes era constante pero lento. Los soldados que mediaban entre Gavin y el combate no tenían ni idea de establecer líneas de fuego, para que los hombres más retrasados no dejaran de disparar por miedo a abatir a los compañeros que tenían delante. Pero de momento nadie estaba replegándose.
Eso cambiaría, naturalmente, cuando vieran que sus mejores luchadores se retiraban, abandonándolos a su suerte. La Guardia Negra era el pilar que los sustentaba.
Con un rugido de frustración, Gavin agarró el mosquete de un soldado cercano y corrió hacia la puerta. Oyó a Puño Trémulo proferir una maldición, y no le cupo duda de que el gigante estaría pisándole los talones. Empujó y zigzagueó entre la muchedumbre, ralentizado por su tamaño, pero no tanto como Puño de Hierro, aún más corpulento.
Gavin estaba maldiciendo, gritando a los hombres y mujeres que se apartaran de su camino, cuando oyó el crujido de un impacto. Instantes después, procedente de la puerta, llegó una onda expansiva que empujó a todo el mundo al menos cinco pasos hacia atrás. Gavin atajó a través de una columna de soldados en dirección a la muralla. Se abrió paso hasta una sección donde se erguía la efigie de un guerrero inmenso y estoico, inmóvil salvo por los sutiles penachos de vaho que escapaban de su boca. Tanteó varios lugares (maldición, debería haber señalado el lugar de alguna manera) hasta encontrar lo que buscaba. Apretó (cualquiera podía tocarlo, se activaba con el calor de la mano), y se abrió una ventanita transparente en la muralla.
Había acertado. El crujido se debía al impacto de la llegada de los soldados de a pie. Había decenas de miles de ellos apelotonados contra el muro en estos momentos, levantando escaleras de asalto y arrojando cuerdas con garfios. No veía el momento de que descubrieran su pequeña sorpresa; pero nada de eso tendría importancia si no conseguían defender la puerta.
Mirando hacia el sol, Gavin vio que tocaba el horizonte. Ya no faltaba mucho. Si resistían hasta que el sol se hubiera puesto por completo, el poder de los trazadores se reduciría a menos de la mitad. Aún podrían trazar recurriendo a la luz refractada, pero no con la misma energía. Empezó a correr otra vez, empujando a hombres y mujeres contra la pared. Oyó el silbido de un mortero inminente.
El sonido era familiar, horriblemente familiar. Un sonido que se repetía en sus pesadillas. Podías oír que se acercaba la muerte, pero aparte de quedarte acobardado en el suelo, no podías hacer nada para evitarla. El mazazo y el estallido del proyectil al impactar y explotar —¡Zbum!—, destrozando los tímpanos y arrojando a los hombres por los aires. Este iba a ser muy, muy fuerte…
Gavin se tiró al suelo y se cubrió la cabeza con las manos. Algo pesado lo aplastó aún más contra el suelo, y el mundo exterior se volvió azul.
¡Zump!
Puño Trémulo se alejó rodando de Gavin y disolvió el escudo azul que había trazado momentos antes sobre sus cabezas. Gavin se quedó mirando fijamente la bala de cañón, incrustada en la tierra a menos de diez pasos de distancia. No había explotado. Ni siquiera había aplastado a nadie. Había aterrizado justo entre dos filas de soldados. Uno de ellos daba saltitos a su alrededor, sacudiendo una mano. Su mosquete triturado yacía debajo del mortero, arrebatado de entre sus dedos por el proyectil. Era aproximadamente el lugar donde se encontraba Gavin antes de atajar en dirección a la muralla.
—Es innegable que la mano de Orholam os protege, condenado Prisma cabeza de chorlito —refunfuñó Puño Trémulo.
Gavin ya se había puesto de pie y se abría paso a empujones hacia las convulsas filas que se arremolinaban ante él. Aquí los hombres ya habían disparado sus mosquetes y no tenían forma de recargar. Algunos habían calado las bayonetas, encajados los mangos de las cuchillas en los cañones abiertos. Otros habían desenvainado las espadas. Aun otros empleaban sus mosquetes a modo de garrotes.
Sobre sus cabezas, los disparos de los mosquetes resonaban en las buhederas mientras desde los matacanes del arco caían piedras tan grandes como cabezas. Pero nada de luxina. O bien los trazadores de las almenas se habían agotado hacía mucho, o habían sido asesinados, o nunca habían acudido a sus puestos.
Un día más, Orholam. Un día más, y esta muralla sería inexpugnable. Una hora más.
Gavin se sumergió al fin en la refriega. Los alrededores de la puerta eran un matadero que apestaba a magia y entrañas entremezcladas. El suelo estaba cubierto de una capa de sangre tan gruesa que los combatientes chapoteaban en ella mientras luchaban. Los cadáveres de los hombres y los monstruos se confundían, obstaculizaban a los atacantes y los defensores por igual. Una montaña de cuerpos bloqueaba el área directamente al pie de la puerta; cuando los soldados del rey Garadul se encaramaban por encima de ellos, se convertían en blancos fáciles para los tiradores apostados en la retaguardia del ejército de Gavin, quienes de lo contrario no podrían disparar por miedo a abatir a los suyos. Gavin vio caer a una Guardia Negra, con la pierna desgarrada por la zarpa trasera, erizada de garras como aristas de cristal, de un engendro azul extenuado.
Su mosquete rugió y la cabeza del engendro se desintegró en medio de una nube carmesí. Gavin arrojó el mosquete contra un engendro rojo en llamas que se disponía a abrazar a un soldado herido, acorralado contra la muralla, desarmado. No se detuvo a ver el resultado de su acción. Agarró a la Guardia Negra herida e intentó levantarla del suelo.
Pesaba mucho más de lo que debería. Gavin parpadeó mientras el cansancio amenazaba con abrumarlo de nuevo. No, se sentía débil, eso era todo. Alguien le arrebató a la mujer herida de las manos y la levantó en volandas. Los sonidos de la batalla adoptaron un tinte metálico y sobrenatural. Oyó morteros que hendían el aire; demasiado lejanos como para preocuparse por ellos, pero en gran número. Oyó hombres que gritaban, los rugidos ininteligibles de quienes acudían corriendo al encuentro de una muerte segura. Oyó los sollozos de los heridos, vio a una mujer en la gran masa de cuerpos de la puerta, intentando alejarse a gatas, herida pero no muerta. Junto a ella un hombre arañaba el aire, ciego porque le faltaba la mitad de la cara. Las llamas de luxina consumían una docena de cadáveres y el polvo de luxina lo envolvía todo. Gavin atisbó de refilón los rostros de sus Guardias Negros. Vio su entusiasmo, su motivación recuperada… ¿Dónde estaban los demás? Corrían hacia él.
Sacó las pistolas de su fajín. El engendro rojo, con el cuerpo cubierto de combustible viscoso, llameante de la cabeza a los pies, lo embistió. Si Gavin no hubiera llegado tan tarde a la batalla habría trazado para incinerarlo. Apretó el gatillo. Su pistola con puñal, de diseño ilytiano, disparó instantáneamente. Gavin se hizo a un lado y, sobre la marcha, traspasó la garganta del engendro con la hoja de la daga. Trastabilló, estuvo a punto de desplomarse.
Sintió más que vio a los dos Guardias Negros pasar corriendo por su lado. Cuando recuperó la verticalidad, uno de los guardias se había empalado en la enorme espada de luxina azul que un engendro de ese color había trazado para sustituir su brazo derecho. Aun moribundo, el Guardia Negro se había aferrado con ambas manos para impedir que el engendro liberara el arma. El otro Guardia Negro (a Gavin le pareció recordar que se llamaba Amestan) había rodeado a la criatura y descargó un tajo contra su cuello. Una vez más, otra. Cada impacto provocaba una explosión de esquirlas de luxina azul. La criatura pugnó por liberarse, pero no podía. Al tercer golpe, la espada de Amestan traspasó la luxina azul y mordió la carne del cuello. Rota la voluntad del engendro, la cuarta estocada de Amestan lo decapitó.
Uno de los Hombres Espejo del rey Garadul (¿qué diablos hacían aquí?) se encaramó a lo alto de la pila de cadáveres hundido hasta el pecho, resbalando, gateando, sosteniendo la espada con dificultad. Vio que Amestan estaba dándole la espalda y cargó.
Instintivamente, Gavin intentó detenerlo con luxina, pero incluso el simple roce de la magia le producía arcadas. Era como ofrecer alcohol a alguien con resaca. Trastabilló, estuvo a punto de perder el conocimiento, levantó la pistola, disparó.
En el último momento, Amestan giró sobre los talones para encararse con su agresor… y se interpuso directamente en la línea de fuego. El disparo de Gavin le reventó la nuca. Un segundo después, el Hombre Espejo traspasaba con su espada a un Amestan ya difunto.
—¡No! —aulló Gavin. Una columna entera de Hombres Espejo apareció sobre la pila de cuerpos. El rey Garadul se había dado cuenta de lo mismo que Gavin. La puerta debía ser conquistada esa noche o la muralla no caería jamás. De modo que el monarca había encomendado la tarea a su guardia personal. Quedaban solamente unos treinta Guardias Negros, y la aparición de los deslumbrantes Hombres Espejo bastaría para que los defensores se desbandaran. Sobre todo sin los Guardias Negros.
No era justo que semejante demostración de valentía se saldara con el fracaso. Tantas muertes. Gavin no estaba pensando con claridad. Lo sabía. No le importaba.
Mientras los últimos rayos de sol besaban la tierra, Gavin trazó. Era como beber vómito. Era como zambullirse de cabeza en una cloaca. Era demasiado para su cuerpo. Le traía sin cuidado. Volcó todo su ser en la tarea. Esto no era por Gavin Guile. Al diablo con Gavin Guile. Esto era por todos los que habían luchado y muerto por él. Lo habían arriesgado todo por él. No podía defraudarlos, aunque le costara la vida.
La magia formó un segundo sol naciente dentro del arco de la puerta. En cuestión de momentos se consolidó, se expandió y salió disparada. Los Hombres Espejo resplandecieron, sus armaduras reflejaban la luz en mil direcciones a la vez. Pero las armaduras de espejos eran a la magia lo mismo que las armaduras normales a las armas: servían para desviar los golpes, pero distaban de ser invencibles. Un viento atronador inundó los oídos de Gavin un momento antes de que un cono de magia pura lo traspasara y saliera propulsado hacia delante. La explosión invadió el hueco entero de la puerta, que se transformó en un cañón gigantesco. Los Hombres Espejo se volvieron incandescentes, resistiendo en pie durante un momento más de lo que parecía posible. Sus armaduras, resplandecientes, adquirieron un tinte anaranjado, se calentaron al rojo vivo y se desintegraron como todo lo demás.
El suelo se estremeció con la potencia de la detonación. Gavin fue el único que no se cayó. Cabalgaba la onda expansiva como si fuera una ola, expulsando surtidores de magia como la boca de un volcán, el cañón de un mosquete.
Menos de cinco segundos después de que todo empezara, se acabó.
La zona de la puerta, arrasada, había quedado completamente limpia. Los cadáveres habían desaparecido. Alrededor de la puerta, del lado del rey Garadul, se extendía una semicircunferencia calcinada y ennegrecida.
El silencio era absoluto. O eso, o Gavin se había quedado sordo. Se irguió, miró en rededor y distinguió una figura tambaleante. Un hombre alto, vestido con ricos ropajes, ahora cubiertos de hollín. El rey Garadul. Al parecer no se había limitado a enviar a sus guardias personales a conquistar la puerta, sino que los había acompañado.
Gavin y Garadul se encontraban frente a frente, separados por cuarenta pasos de distancia. La misma postura del imponente monarca denotaba la incertidumbre y el temor reverencial que lo embargaban.
El cuerpo de Gavin eligió ese momento para darse por vencido. Se desplomó. Había algo blanco en la tierra, junto a su rostro, o estaba quedándose ciego. Ante sus ojos bailaban motas de todos los colores.
Unos hombres lo levantaron y se lo llevaron a rastras. A lo lejos oyó el sonido de la contienda que se reanudaba. Mientras los Guardias Negros lo sujetaban, rodeándolo con sus cuerpos y retirándolo del campo de batalla, vio al rey Garadul a través de la puerta abierta, cargando… solo. Daba igual todo lo demás que Gavin hubiera hecho; en última instancia había destruido la barricada y todos los demás obstáculos de la zona. Un puñado de hombres se unió al monarca. La tierra alrededor de Rask explotaba en diminutos penachos mientras los tiradores intentaban abatirlo, pero ninguno acertó en el blanco. Era como si el hombre estuviera encantado, bendecido, protegido por otra deidad más poderosa que Orholam.
Gavin reparó en el rostro de Puño Trémulo, ensangrentado y cubierto de pólvora.
—Perdonadme, lord Prisma —estaba diciendo el Guardia Negro—. Hicisteis cuanto pudisteis. Incluso más. Ahora…
Gavin perdió el conocimiento.