Gavin dio la señal mientras el sol arrastraba los pies hacia el horizonte. Los látigos de los carreteros restallaron. Los caballos de tiro se pusieron en marcha. Los arneses se tensaron, al igual que las cuerdas sujetas a los grandes puntales de luxina amarilla. Al cabo, los soportes se desplomaron, alejados de la avalancha por la tenacidad de los nobles brutos.
La última capa de luxina amarilla golpeó el suelo con estrépito, sacudiendo la tierra. Gavin acudió rápidamente para cerciorarse de que todo hubiera salido según lo planeado.
—¡Una legua de distancia! —avisó Corvan. Se encontraba en lo alto de la muralla, con la mirada vuelta hacia el inmenso ejército del rey Garadul.
—¡Mierda!
—¡Lord Prisma, aquí! —exclamó uno de los ingenieros.
Gavin se acercó corriendo. El último de los numerosos problemas con los que se había tropezado mientras construía una muralla compuesta prácticamente por completo de luxina amarilla era que toda esa luxina debía sellarse. El sello era siempre el eslabón más débil de la cadena. Si uno lograba atravesar esa barrera (tarea titánica, pero aun así posible), la estructura entera se desmoronaría. Que su muralla se dividiera en secciones conllevaba que cada una de ellas contuviera múltiples sellos. Si alguna de las secciones fallaba, sería catastrófico; una sección entera de la muralla, de cincuenta pasos de grosor, se reduciría a luz líquida en cuestión de momentos.
Ese era probablemente el motivo de que antes de Gavin nadie hubiera sido tan idiota como para erigir una muralla de luxina amarilla.
La solución era la simplicidad encarnada: dos capas de luxina, protegiéndose mutuamente, con los sellos en la cara interior. Esa parte era algo habitual entre los trazadores, pero el sello era siempre lo último que se tocaba. De modo que en realidad no podía ocultarse dentro, no en algo tan grande como una muralla. Se podía proteger un sello recubriéndolo de más luxina y sellándola a continuación, pero al menos un sello estaría siempre en el exterior. Cualquier otro trazador habría cubierto el sello, y cubierto después ese sello, y cubierto a continuación el siguiente, y listo.
Gavin no se conformaba con eso. Había construido la segunda capa de la muralla completa sobre soportes. A continuación había construido ambos lados, sellándolos desde el interior. Cuando los caballos de tiro derribaron los puntales y la segunda capa de la muralla se hundió en su sitio, dejó una estructura cuyos sellos (por primera vez en la historia, que Gavin supiera) estaban realmente protegidos, no solo por luxina amarilla, sino por el vasto peso de la misma muralla. A medida que cada una de las secciones se montaba en la siguiente, resultaba cada vez más complicado que alguien levantara la muralla para acceder a los sellos.
Gavin estaba construyendo algo monumental, algo puro, y se sentía exultante. Esta edificación permanecería en pie mucho después de su muerte. Pocas personas podían decir lo mismo. Las gentes del lugar ya se referían a ella como la Muralla de Agua Brillante.
Al llegar junto al ingeniero que lo había llamado, Gavin descubrió que uno de los soportes no se había soltado por completo. La muralla había caído encima de él, enterrando la columna de dos pasos de ancho casi hasta la mitad en la tierra, lo que impedía que el muro encajara sin fisuras en la sección adyacente.
—¡Tres minutos para que nuestra artillería esté en posición! —llamó Corvan desde lo alto.
¡Josdeperra! Gavin se arrodilló junto al enorme puntal amarillo y se apresuró a excavar en el suelo con las manos a su alrededor. El soporte, al contrario que las secciones de la muralla, estaba sellado justo en la superficie precisamente en previsión de este tipo de eventualidades. Justo… ¡aquí! Gavin envió un poco de subrojo al sello y el soporte entero se disolvió, líquida de repente la luxina amarilla. El muro se asentó con un murmullo sordo.
Gavin había afinado demasiado con los márgenes de error. Debería haber permitido que esas juntas coincidieran aunque la alineación no fuera perfecta. Lo diminuto de los resquicios confería más resistencia a la muralla y mantendría secos a los soldados del interior aunque se desatara una tormenta, pero aun así…
Desvió su atención del muro por primera vez en horas (parecía que hubieran transcurrido días, aunque tan solo comenzaba a atardecer) y miró a las personas reunidas, en busca de las que necesitaba.
Se habían dado cita a millares. La mayoría de los habitantes de Garriston querían ver cómo se erigía la muralla. Los vendedores ambulantes habían plantado tenderetes y carros. Los juglares deambulaban de un lado a otro, tocando sus instrumentos y solicitando monedas al público. Los soldados mantenían las calles despejadas y empezaban a acarrear equipo, pólvora, cuerdas y munición para los cañones, además de leña para los hornos y armaduras, flechas y mosquetes adicionales. Otros comenzaron a operar las grúas en cuanto la segunda capa encajó en su sitio. Los trazadores recorrían el interior de la muralla, sellando todas las grietas que encontraban, buscando defectos que reparar o desperfectos que requirieran la intervención de Gavin. También los Guardias Negros, casi un centenar de ellos, vigilaban los alrededores.
Ya habían dado la orden de evacuar la ciudad, pero carecían de los hombres necesarios para hacerla valer. La gente sentía demasiada curiosidad. Todos sabían que jamás en toda su vida volverían a ver nada igual. Gavin no podía ocuparse de eso ahora mismo. La imposibilidad de la tarea le oprimía el pecho.
—¡Capitán! —llamó Gavin—. Conocéis el proceso. Que los carreteros se den toda la prisa que puedan. Faltan dieciséis secciones más. Enviad la mitad de los equipos al extremo oriental y que la otra mitad empiece a trabajar desde aquí. Coged seis trazadores. Vosotros cuatro, tú y tú. Ya habéis visto cómo se hace. Pues hacedlo.
»¡General Danavis, informe! —Menos de una legua, a estas alturas. Debería bastar.
Gavin se trasladó al interior del gran arco que habría de contener la puerta. Había agujeros abiertos, tubos que recorrían la inmensa curvatura del muro en su totalidad. Gavin se llenó de luz y vertió luxina verde en los canales. Eso conferiría algo de flexibilidad a la pared, pero también resistencia para encajar las embestidas de los arietes. Selló los extremos de los tubos de luxina verde.
—Lord Prisma —dijo Corvan, con un telescopio recién trazado a la altura de los ojos—. Parece que sus caballerías están desplegando la artillería delante del ejército. Saben que carecemos de escaramuzadores con los que aplastarlos. ¡Condenados espías! No veo ninguna culebrina, pero sabemos que cuentan con media docena. Si disparan desde el alcance máximo eficaz… —Hizo una pausa mientras realizaba los cálculos de cabeza. El alcance máximo eficaz era, literalmente, la mayor distancia a la que podían aspirar los artilleros, pero los casi dos mil pasos de las culebrinas de mayor tamaño convertían la puntería en algo superfluo—. Podrían empezar el bombardeo de un momento a otro si sus cuadrillas tienen experiencia. Dentro de escasos minutos, aunque no la tengan.
No eran las culebrinas lo que preocupaba a Gavin. Debido a la trayectoria de esos grandes cañones, sus disparos golpearían la cara externa del muro. La Muralla de Agua Brillante podía encajar todos los impactos directos que le echaran. Tendrían que acercarse considerablemente para disparar los obuses de trayectoria más elevada, y más aún para los morteros que sembrarían el caos entre los curiosos más obstinados detrás del muro. Los cañones de Garriston deberían eliminar esa amenaza antes de que los artilleros enemigos pudieran colocarse en posición, apuntar y cargar.
—Maldita sea, busca a alguien que no tenga nada más importante que hacer y haz retroceder a esas condenadas personas —ordenó Gavin—. ¡Esto no es una excursión del Día del Sol! ¡Los proyectiles empezarán a caer donde están plantados dentro de diez minutos! —Gavin se giró hacia el general Danavis—. Empezad a disparar en cuanto podáis. ¡Conseguidme algo de tiempo, general!
Gavin sintió más que comprobó cómo la siguiente sección de la muralla encajaba en su sitio. La gente correteaba sin cesar de un lado a otro, pero apartó ese pensamiento de su mente y se concentró en el problema más importante ahora, después que la muralla comenzaba a cobrar forma.
Aún no había construido la puerta.
Se dirigió corriendo a una de las grúas que estaba depositando suministros en lo alto de la muralla. Empezó a levantarse del suelo mientras se acercaba, ganando velocidad. Gavin saltó y arrojó dos garfios de luxina verde y azul que se engancharon a los costados del cargamento. Se encaramó mientras se elevaba rápidamente. Bajó de un salto en cuanto el cargamento se posó en lo alto de la muralla, sobresaltando a los soldados que operaban la grúa. Se quedaron paralizados.
—¡A trabajar! —rugió. Dieron un respingo y pusieron manos a la obra.
Gavin corrió por el adarve, esquivando a los hombres que le bloqueaban el camino, para regresar al arco que cubría el hueco donde tenía que trazar la puerta.
Puño Trémulo estaba ladrando órdenes, enviando un grupo reducido de Guardias Negros al lado de Gavin (como si pudieran hacer algo para protegerlo de los cañonazos enemigos), pero no tantos como para entorpecer a los defensores que intentaban preparar la muralla para un centenar de tareas. Los demás Guardias Negros adoptaron posiciones frente al hueco de la puerta.
Como ocurría en todas las batallas, sencillamente había demasiadas cosas que ver, era imposible imponer algo de orden en la marabunta de actividades que se sucedían sin cesar. Gavin miró hacia el sol que flotaba sobre el horizonte.
Dos horas. Solo necesito dos horas. Proteger a estas personas es uno de mis grandes propósitos que tienes que aprobar. De modo que si estás ahí arriba, ¿te importaría mover el santo culo y echarme una mano?
El general Danavis llevaba una semana organizando, adiestrando, ascendiendo, despidiendo y entrenando a los defensores de Garriston. Veinte horas al día, a veces veintidós. Era inhumano, y sin embargo no era suficiente. Gavin estaba acostumbrado a la disciplina y la facilidad de trabajar con veteranos. Hacia el final de la Guerra de los Prismas, sus hombres actuaban como uno solo. Proveer de suministros a esta muralla les habría llevado a sus veteranos literalmente una tercera parte del tiempo que estaban tardando estos hombres. Sus expertos cañoneros estarían ya en posición, marcando las distancias. Estas personas apenas se conocían, menos aún confiaban las unas en las otras. Eso hacía que todo fuera insoportablemente lento, una lentitud a la que Gavin estaba tardando en acostumbrarse.
Estamos condenados.
Pero entonces trazó una plataforma improvisada para salir al frente del arco abierto (necesario para reunir algunos de los hilos de luxina abiertos) y vio por primera vez la muralla tal y como la verían sus adversarios.
El condenado artista había creado su obra maestra.
Gavin había rellenado todos los moldes, pero siempre en suspensión sobre ellos, y mientras encajaba las secciones había estado siempre al otro lado del muro. Ahora podía admirar el conjunto.
La muralla entera (una inmensa legua curvada) resplandecía con el color del sol que despunta sobre el horizonte. Su fulgor provenía del amarillo líquido, a un pelo de ser amarillo perfecto y sólido, que flotaba tras la primera capa de amarillo perfecto. El amarillo líquido repararía cualquier desperfecto que sufriera la fachada. Pero luego, en el interior de esa fina capa, Gavin vio que sus antiguos trazadores, sin duda bajo la dirección de Aheyyad, habían añadido su toque personal. Cuando el enemigo se acercara, vería que la muralla entera estaba infestada de criaturas espeluznantes. Arañas del tamaño de una cabeza humana parecían reptar por la pared, detenerse, chasquear las diminutas mandíbulas. Pequeños dragones parecían girar y realizar picados en pleno vuelo. Rostros ceñudos se materializaban entre las brumas. Una mujer huía de un ser con colmillos y era descuartizada y devorada con vida, pintadas de desesperación sus facciones. Un hombre que parecía estar caminando al pie de la muralla era apresado por unas manos que surgían de la niebla y se lo llevaban a rastras. Hermosas mujeres transformadas en monstruos de lengua bífida y zarpas inmensas. Regueros y charcos de sangre en el suelo. Y eso era solo lo que Gavin pudo apreciar de un vistazo. Era como si los trazadores se hubieran puesto de acuerdo para conjurar todas las pesadillas que hubieran sufrido alguna vez y plasmarlas en la muralla. Se trataba de ilusiones, todos ellos meros espejismos encerrados en el muro, pero eso el enemigo no lo sabría al principio, y aunque lo supiera, resultaba tan sobrecogedor como la mismísima noche eterna. Mejor aún, sin duda distraería a los enemigos y mosqueteros rivales, cuyos disparos contra las buhederas ocultas tras estas imágenes serían menos precisos.
Y esas eran únicamente las grandes secciones lisas de la pared. Desde cada una de las ménsulas, la ceñuda y amenazadora figura de un Prisma contemplaba a los atacantes. Gavin se fijó y vio que todos los Prismas de los últimos cuatrocientos años habían sido trazados en la muralla, con Lucidonius a la diestra de la efigie que lo dominaba todo y el propio Gavin a la izquierda. Sobre ellos, sobre el inmenso hueco de la puerta, se cernía la imponente figura del mismísimo Orholam, radiante y furioso, enmarcando los arcos de la puerta con sus brazos en jarras. Quien asaltara esta puerta estaría agrediendo a Orholam y a todos sus Prismas. Un ardid brillante para poner nerviosos a los atacantes. Cada una de las figuras, incluida la de Orholam, contenía matacanes ingeniosamente disimulados desde los que arrojar piedras, fuego o magia sobre los agresores.
Gavin maldijo entre dientes. Había dedicado al menos cinco segundos a admirar su condenada muralla. No le sobraba tanto tiempo.
Por un momento pensó en cerrar sencillamente el hueco de la puerta, crear una muralla pura. Pero llegados a este punto, el proceso no sería más rápido. Los moldes de la puerta ya estaban preparados. Lo único que tenía que hacer era rellenarlos y sujetarlos; solo por un costado, el ingenioso proceso empleado en el resto de la muralla debería esperar. Mañana, si seguían con vida.
Gavin reunió las bobinas de supervioleta que conectaban toda la superestructura de la muralla y empezó a verter luxina amarilla.
Por Orholam, estaba agotado. Llevaba los últimos cinco días trazando hasta el límite de sus fuerzas, y toda esa jornada en particular desde el amanecer. Un trazador normal habría enloquecido hacía tiempo. Incluso la mayoría de los Prismas se habrían matado con la cantidad de luxina que había trazado Gavin. Los demás también lo sabían. Era innegable que Gavin se había vuelto más poderoso desde la guerra, y mucho más eficiente. Había notado que algunas de las mujeres, como Tala (a quien nunca en toda su vida había visto que nada la impresionara), lanzaban miraditas de soslayo en su dirección en momentos de descuido pasajero, como si las atemorizara. Pero ni siquiera él podía seguir trazando eternamente.
Así y todo vertió luxina amarilla perfecta en los moldes. El verdadero Gavin no podría haberlo hecho: no era supercromado, no podía trazar un amarillo perfecto. Pero Gavin no podía quedarse a medias. Cuando se trataba de luxina amarilla, lo «suficientemente bueno» nunca era bastante; si no se trazaba a la perfección, se disolvería. Así de sencillo.
Algo sacudió la muralla y Gavin estuvo a punto de perder el equilibrio. Alguien lo sujetó. Vio a Puño Trémulo en pie a su lado, sosteniéndolo. Un instante después oyó el retumbo rezagado de la artillería lejana.
—Te tengo —dijo Puño Trémulo. Distaba de ser tan enorme como su hermano mayor, pero también él llevaba mucho tiempo al servicio de Gavin. Debió de reparar en la mirada vidriosa y estupefacta de Gavin, porque añadió—: Nuestros cañones entrarán en acción de un momento a otro. No te… distraigas. —No te alarmes, quería decir. No te asustes. No estropees la puerta y consigas que nos maten a todos.
Más disparos de la artillería del ejército del rey Garadul comenzaron a caer en el campo, en su mayoría lejos de la Muralla de Agua Brillante. El sonido de las culebrinas enemigas se convirtió en una tormenta a lo lejos. Gavin hizo acopio de fuerza de voluntad y siguió trazando. No se dio cuenta de que estaba tambaleándose hasta que sintió las grandes manos de Puño Trémulo en los hombros. Varios Guardias Negros más se acercaron.
—¡Levantad la capucha! —bramó el general Danavis.
Mientras la luxina amarilla brotaba de las manos de Gavin y se derramaba en los moldes a sus pies, sintió que la muralla se estremecía conforme las distintas secciones de la capucha encajaban en su sitio, dirigidas por contrapesos. La capucha era un invento de su arquitecto. Básicamente se trataba de un tejado de quita y pon a utilizar durante los bombardeos de artillería. Había ocasiones de sobra en que era preferible un tejado abierto; para recoger agua de lluvia, cuando el calor era asfixiante, o cuando los hombres debían acarrear grandes pesos, o cuando las carretas tenían que recorrer la muralla de un extremo a otro. Pero durante un bombardeo, escudaría a los defensores de los obuses y el fuego de mortero. Las baterías del muro se beneficiaban del mismo diseño defensivo básico de las aspilleras para las flechas; disponían de un amplio ángulo de tiro, y solo un impacto directo por parte del otro bando las dejaría fuera de combate.
—¿Qué diablos es eso? —exhaló Puño Trémulo. Gavin no lo habría escuchado si el hombre no estuviera prácticamente abrazado a él. Y Puño Trémulo no solía hablar por hablar.
Gavin levantó la cabeza, concediéndose un pequeño respiro, y escudriñó la llanura.
El ejército continuaba acercándose, atronador, acortando distancias con las culebrinas. En la vanguardia estaban las cuadrillas encargadas de desplegar los obuses; los defensores todavía no habían disparado ni un solo tiro, hecho que inspiró al general Danavis para increpar a las cuadrillas que tenía más cerca.
Pero Puño Trémulo no había maldecido por eso. A la cabeza del grueso del ejército, cada vez más cerca de las posiciones de los cañones más adelantados, había más de un centenar de hombres y mujeres, algunos iban a caballo, otros avanzaban corriendo. Todos ellos se cubrían con ropajes de vivos colores. El modo en que se movían los verdes, brincando y saltando, devorando las leguas con cada zancada, indicó a Gavin que no se trataba de simples trazadores. Eran engendros de los colores, y se dirigían directamente a la puerta.
Llegarían a la muralla en cuatro minutos, a lo sumo.
Cuatro minutos. Gavin contempló la puerta a medio formar. Si no se preocupaba de los goznes, si se limitaba a fundir la condenada puerta con la muralla, podría lograrlo. Con suerte. Elevó la mirada al sol, reuniendo poder. Faltaba menos de una hora para que anocheciera. Las festividades de la víspera del Día del Sol comenzarían en cuanto el último rayo de sol desapareciera del horizonte. Los atacantes, ya fueran herejes, paganos o fieles, no combatirían durante el Día del Sol. El Día del Sol era sagrado incluso para los dioses que Lucidonius había desterrado.
Si conseguían contener a los asaltantes durante esa hora, tendrían una oportunidad. El Día del Sol les proporcionaría el tiempo que necesitaban para reforzar las puertas y distribuir los suministros y los arsenales.
Un día. Una hora. Cuatro minutos que decidirían el resultado de esta guerra. Todo dependía de él. Gavin no pensaba rendirse. Aún le quedaban cuatro minutos.
Las culebrinas de la muralla respondieron por fin a las del campo, pero los disparos eran precipitados y no rozaron siquiera ni los emplazamientos de la artillería enemiga ni la desenfrenada carga de los engendros de los colores. Eran cada vez más los disparos del rey Garadul que se estrellaban contra la muralla; todos ellos rebotaban en la luxina amarilla con un crujido, un silbido y una explosión de luxina amarilla mientras el muro absorbía el golpe y se regeneraba.
Los moldes que Gavin estaba rellenando de luxina se encontraban repletos ya en sus tres cuartas partes. Lo bañaban con la vivificante fragancia que tanto recordaba a la menta y el eucalipto, pero así y todo comenzaba a agotarse. Dirigió la mirada hacia los engendros de los colores. Menos de dos minutos.
Orholam, estoy intentado hacer una buena obra. Un gran propósito, Orholam. Generoso y todo eso. Te gusta que la gente sea generosa, ¿verdad?
Puño Trémulo dejó a Gavin al cuidado de otro soldado sin dejar de impartir órdenes a voz en grito a los Guardias Negros del suelo. El general Danavis dio instrucciones a las tropas para que confluyeran en la puerta y formaran filas detrás de la muralla. Los curiosos empezaban a dispersarse. El griterío era ensordecedor, pero Gavin ni siquiera podía distinguir las palabras.
Ante él refulgieron unos estallidos de magia. Los engendros lo habían visto. Le arrojaban misiles, fuego y todo lo que se les ocurría, pero los Guardias Negros repelían los ataques.
Gavin siguió trazando. Los engendros de los colores estaban ya a tan solo doscientos pasos de distancia, corriendo tanto como se lo permitían las piernas. Le quedaban meros segundos. Un cañón rugió a la derecha de Gavin y alcanzó a una docena de engendros, reduciéndolos a jirones. Pero las criaturas que venían detrás de ellos saltaron entre la nube de sangre, humo y extremidades amputadas, feroces sus rictus, inhumanos, resplandecientes.
Mientras trazaba los últimos restos de luxina amarilla para rellenar el último molde, Gavin apretó los hilos que tenía en la mano. ¡Iba a lograrlo! Se disponía a sellar la luxina cuando una bala de cañón embistió los moldes. Toda la fuerza del increíblemente afortunado disparo se transmitió a las manos de Gavin. Fue como estar sujetando una cuerda y que alguien la tirara al vacío con un yunque amarrado al otro extremo.
La luxina escapó instantáneamente de las manos de Gavin. La puerta y el proyectil golpearon el suelo al pie del arco. La bala de cañón embistió a los Guardias Negros y a la docena de civiles boquiabiertos que contemplaban aún el espectáculo. La puerta (luxina amarilla sin sellar, liberada de improviso) siseó y se deshizo en forma de luz antes de que Gavin pudiera hacer nada por impedirlo.
En cuestión de dos segundos, la puerta se disgregó en la nada y desapareció. Y con ella, las esperanzas de Garriston.