Mientras la oscuridad se cernía sobre la inmensa hueste, Liv deambulaba entre los campamentos, cada vez más consciente de ser una chica sola y rodeada de hombres de aspecto peligroso. Montones de ellos. Hombres que se reían demasiado alto, que bebían demasiado, asustados de la batalla inminente. Y si ser tyreana hacía de ella una paria a ignorar sin más en la Cromería, aquí no gozaba de esa protección. La mayoría de los hombres la observaban con tanta sutileza que si Liv no fuera tan intensamente consciente de su soledad y no quisiera ser vista, nunca se habría percatado. Otros la observaban con tanta desfachatez que se sintió obligada a comprobarse el escote. No, era de lo más recatado.
Solo eran un puñado de payasos que llevaban demasiado tiempo lejos de sus mujeres.
Se moría literalmente de hambre, y aunque no le apetecía acercarse a ninguna de las fogatas, era la única manera de obtener no solo algo de comida, sino información.
Liv escogió una fogata con unos cuantos campesinos de aspecto campechano apiñados alrededor de una olla de caldo. No podría verlos a todos a menos que entrara en el círculo, naturalmente, pero varios de ellos parecían cordiales, y era lo único que tenía.
—Buenas noches —dijo, con una jovialidad que distaba de sentir—. Estaría dispuesta a pagar medio danar por un poco de sopa. ¿Os sobra algo?
Ocho cabezas se giraron hacia ella.
—Es demasiado humilde como para calificarlo de sopa —dijo uno de los más veteranos—. Un conejo, un par de tubérculos y los restos de una pata de jabalí entre nueve bocas. —Sonrió con humildad—. Aunque Mori encontró un pomelo que los soldados se las apañaron para pasar por alto.
Ya más tranquila, Liv se acercó. El hombre la miró a los ojos, parpadeó y dijo:
—Si te están acosando, deberías ponerte las gafas, jovencita.
—¿Acosando? ¿Por qué lo dices? Y me llamo Liv, gracias.
—Estás más nerviosa que una cierva bebiendo a orillas del río, por eso lo digo. —El hombre le dio una taza de latón que contenía unos pocos tropezones. Cuando Liv hizo ademán de pagar, se lo impidió con un gesto. Liv se tomó la sopa aguada y se comió el pomelo que le dieron, pequeño y algo verde todavía, limitándose principalmente a observar desde su asiento.
Al cabo, los hombres reanudaron sus conversaciones sobre la guerra, el tiempo y las cosechas que no se habían tomado la molestia de plantar ese año, los árboles que no se habían molestado en podar porque, cuanta más fruta dieran, más tiempo pasarían los bandidos cerca de sus aldeas. No eran malas personas. Parecían bastante decentes, de hecho. Tenían sus quejas sobre el rey Garadul, y alguien masculló algo acerca de un tal «lord Omnícromo» antes de recordar que había una trazadora presente, pero reservaban su odio para los ocupadores.
Los entresijos del sistema de rotación de Garriston eran un misterio para ellos. No distinguían entre ocupadores mejores y peores. Los aborrecían a todos por igual. Uno había perdido una hija hacía años, cuando una patrulla atravesó su aldea y uno de los oficiales sencillamente se la llevó. Había acudido a Garriston en un intento por encontrarla, pero nunca había vuelto a verla. Los demás estaban allí en parte por su amigo, en parte porque no tenían otra cosa que hacer y conquistar una ciudad podría dejarles unas cuantas monedas en las manos, y en parte porque odiaban a los extranjeros.
Aquellos hombres estaban dispuestos a morir y a matar por una ofensa cometida hacía diez años por alguien de otra nación.
Aunque Liv se sintiera con fuerzas para discutir con ellos, no conseguiría nada. Pobres diablos con los que en otras circunstancias podríamos trabar amistad, había dicho su padre. Cuando terminó de cenar, se puso las gafas amarillas, trazó unas antorchas de luxina que durarían unos cuantos días para agradecerles el caldo y la fruta, preguntó dónde estaba el campamento de los trazadores y prosiguió su camino.
Nadie la molestó. Alguien empezó a decirle algo al cruzarse con ella, pero el comentario se marchitó en sus labios al reparar en las gafas tintadas; incluso ahora, de noche, respetaban a los trazadores.
Las tiendas de los trazadores estaban aisladas de las demás; no porque las hubieran vallado ni rodeado de guardias, sino porque era evidente que nadie quería acampar excesivamente cerca de ellos. Liv se quitó las gafas pero las dejó a mano, por si acaso le salía alguien al paso.
Dejó atrás una carreta rodeada de Hombres Espejo y pintada por completo de violeta; curioso, pero no aminoró el paso. Caminaba con brío, como si se dispusiera a cumplir alguna orden. Era un truco que había aprendido en la Cromería. Si remoloneabas, algún trazador veterano te buscaría algo que hacer. Si parecías atareada, podías salir con bien prácticamente de cualquier situación.
Pasó frente a varias fogatas ante las que los cocineros y un gran número de esclavos servían manjares y vino o cerveza a los trazadores reunidos, todos los cuales lucían sus colores en las muñecas, ya fuera con muñequeras de tela, avambrazos de metal u ostentosos brazaletes, en el caso de algunas de las mujeres. También los dobladillos de sus capas y vestidos delataban sus respectivos colores. Aparte de eso, todo el mundo vestía a su antojo. En general, sin embargo, estos trazadores estaban mucho más interesados en proclamar sus colores a los cuatro vientos con grandes franjas integradas en su atuendo de lo que era común en la Cromería, donde las mujeres podían usar una sola horquilla para el pelo para informar a los demás de que era verde.
Formaban un grupo alborotador y privilegiado, pero mientras Liv observaba desde las sombras, vio que aquí las mujeres y los hombres a menudo miraban de reojo hacia el sur; no al enorme pabellón guardado por trazadores y Hombres Espejo por igual que Liv supuso que era la residencia del rey Garadul, sino hacia otro grupo de hogueras. Agarró una jarra de vino de una de las mesas de los esclavos y encaminó sus pasos en esa dirección. En la oscuridad, su atuendo no difería demasiado del de cualquier esclava.
Lo que vio más allá de las formas de los esclavos la dejó sin aliento. Unas personas, o unos monstruos con forma humana, conversaban, bebían, hacían cabriolas y trazaban.
Más cerca de Liv, un círculo de trazadores azules, la mitad de ellos con gafas del mismo color, y todos tan repletos de luxina que esta les teñía la piel a la luz de las llamas, hablaban con una mujer que parecía hecha de cristal.
Durante largo rato, Liv no tuvo ni idea de lo que estaba mirando. Eran trazadores, no obstante, eso saltaba a la vista, y había luxina por todas partes. Perjuros. Dementes. Ruinas. Engendros de los colores. Liv apenas si fue capaz de encajarlo.
Estos seres contravenían todas las enseñanzas que Liv había recibido. Distinguió únicamente detalles dispersos. Un ojo con el halo fragmentado. La mujer de cristal, trazando una matriz en el aire mientras los demás azules escuchaban. Verdes riendo, bailando alrededor de una hoguera, saltando sobre unas piernas sobrenaturalmente ágiles, más altos que ningún hombre que Liv hubiera visto jamás, dando volteretas cuyas trayectorias se cruzaban en el aire. Un hombre y una mujer, con la piel siempre verde pero sin transformar todavía, estaban en pie, abrazados, restregando las caderas, danzando con tanta lascivia que… no, la mujer tenía la falda recogida alrededor de la cintura. A la vista de todos, incluidos algunos trazadores que los jaleaban, estaban…
Con las mejillas súbitamente encendidas, Liv desvió la mirada. Un amarillo arrojaba bolitas de luxina amarilla al aire mientras un azul les disparaba balas azules; el impacto provocaba que cada una de las pequeñas dianas explotara con una descarga de luz.
Pero la mirada de Liv se sentía atraída sobre todo por los engendros de los colores completos. Ni siquiera allí abundaban. En la Cromería solo había oído rumores sobre estas criaturas. Contaban que por regla general todos los que rompían el halo enloquecían o morían… o enloquecían y se dedicaban a asesinar a los demás, la mayoría de las veces. Esa amenaza era lo que hacía tan necesario el Pacto. Orholam había creado la magia para servir a la humanidad, y los trazadores juraban servir a su comunidad. Los perjuros únicamente perseguían sus propios fines y constituían un peligro para los demás.
Pero siempre habían circulado leyendas sobre aquellos que se reformaban. Allí y ahora, Liv veía que no se trataba de ningún disparate. Allí y ahora, estos trazadores estaban enseñándose unos a otros cómo se hacía. Liv observó a la mujer de cristal azul. Era extrañamente hermosa. Los cabellos cristalinos, unas fundas oculares con forma de diamante ceñidas sobre los ojos, la piel de cristal inmaculada, rota en un millar de facetas, cubriendo hasta la última curva natural de su cuerpo. Había resuelto el problema de cómo trazar por las malas, desatando luxina azul sobre un cuerpo que debía ser capaz de moverse y flexionarse para crear miles, decenas de miles, de diminutos cristales. Su cuerpo relucía, resplandecía, rutilaba a la luz de las llamas mientras erguía el torso como una bailarina para mostrar a sus discípulos lo que había logrado. Al reír, exhibía unos dientes desconcertantemente blancos contra los brillantes labios azules. Adoptó de improviso una pose marcial; unas defensas erizadas de púas le recubrieron los antebrazos, y unas placas de luxina azul se condensaron sobre su piel a modo de blindaje.
¡Mierda!
—¡Oye, caleen! ¡He pedido vino! —dijo una voz.
Al girarse, Liv se encontró cara a cara con un hombre con el cuerpo oculto bajo una capa de quemaduras cicatrizadas. Un subrojo, con los halos salpicados de rutilantes esquirlas de cristal flamígero. Liv llenó de vino el vaso que le tendió, temblorosa, rehuyendo su mirada hasta que la apartó. El hombre sostenía una pipa de cencellada en una mano, y había quemaduras recientes repartidas por toda su piel. Al fijarse un poco más, Liv comprendió que eran intencionadas. El hombre se proponía cicatrizar toda su piel hasta perder la sensibilidad. Mientras tanto, debía sobrellevar el dolor por cualquier medio a su alcance.
Tenía que ser sumamente peligroso estar siquiera en las proximidades de un trazador de fuego enloquecido. Controlarse le costaría un esfuerzo tremendo en circunstancias normales, y ahora estaba ebrio y colocado con cencellada.
El hombre acababa de irse cuando Liv vio que una llamarada se alzaba hacia el firmamento nocturno a escasos cientos de pasos de distancia. Se detuvo, al igual que unos pocos de los engendros de los colores, que intercambiaban codazos entre sí y señalaban con el dedo.
Fuera lo que fuese, el trazador responsable debía de ser muy poderoso. La cantidad de fuego que se había dispersado en la noche era tremenda. ¿De dónde había obtenido la luz necesaria para hacer algo así? ¿De alguna de las hogueras?
El fenómeno se repitió y las llamas pintaron el cielo durante varios segundos. Liv sintió que se le formaba un nudo de pavor en la garganta. ¡Kip! No, era absurdo. Kip era verde y azul. El fuego, el subrojo, se encontraba en la otra punta del espectro. No podía tratarse de Kip. Los engendros de los colores se limitaron a carcajearse, como si el responsable fuera uno de los suyos que estuviera divirtiéndose.
Por Orholam, podrían asesinar a Kip ahí fuera, en la noche. Liv tenía que irse.
Se giró y se dispuso a salir del campamento. A punto estuvo de arrollar a una docena de Hombres Espejo que escoltaban fuera del pabellón del monarca a una mujer cubierta con un vestido negro espectacular. Unas fundas oculares violetas le ceñían los ojos. Liv frenó en seco. Era Karris.
Pasaron junto a ella sin detenerse, pero Liv sabía sin lugar a dudas cuál era su destino. Karris era prisionera en la extraña carreta de color violeta que había visto antes. Tendría que haberlo adivinado.
Aun así, cualquier posible rastro de alegría que pudiera proporcionarle el haber encontrado a Karris (sin sombra de duda, el primer día, en un campamento que contenía cien mil almas o más) palidecía ante el miedo que sentía por Kip.
Cuando salió de la zona de los trazadores se puso las gafas amarillas. Nadie la importunó. Llegó puntual al lugar de reunión acordado con Kip, pero él no estaba. Aquella noche no volvió a verlo.
Al día siguiente averiguó que un muchacho fuerte de piel tyreana y ojos azules, al verse agredido, había matado a cinco hombres (o a diez, o a veinte, o también a cinco mujeres, según los rumores) y rasgado los cielos con columnas de fuego. Se había marchado en compañía de varios trazadores y Hombres Espejo. Contra toda probabilidad (Kip no podía trazar subrojo), la intuición de Liv demostró ser correcta. Se trataba de Kip. Estaba segura de ello. Alguien había trazado fuego, alguien había asesinado a esas personas, y Kip había sido arrestado.
Dedicó dos días completos a buscarlo. Sin éxito.