Hubieron de transcurrir dos días, cuando Kip y Liv divisaron el ejército del rey Garadul, desparramado por la llanura y ensuciando el río como un gigantesco excremento de vaca, para que el muchacho comprendiera cuán profunda, increíble y brillantemente estúpido era su plan.
¿Voy a plantarme ahí caminando con paso resuelto para rescatar a Karris?
Caminando como un pato, más bien.
Desde lo alto de una pequeña loma, sentados a lomos del caballo, que parecía agradecer el descanso, contemplaban la masa de humanidad que se extendía ante ellos. Era inmensa. Kip nunca había intentado calcular a ojo cuántas personas componían una multitud, pero tampoco nunca había visto una tan numerosa.
—¿Qué opinas, sesenta o setenta mil? —le preguntó a Liv.
—Más bien cien, me parece.
—¿Cómo vamos a encontrar a Karris en medio de todo eso? —¿Y qué esperabas? ¿Un letrero, a lo mejor? «Trazadora secuestrada, por aquí».
La mayor parte del campamento estaba sumida en el caos. La gente montaba cobertizos apoyados en las carretas, quienes tenían tiendas discutían a gritos para ver qué sitio correspondía a quién, los niños corrían de un lado a otro, congestionando los contados resquicios que mediaban entre las tiendas, las carretas y las reses. Aún había claridad en el cielo, aunque el sol se había puesto ya, y a lo largo y ancho de la llanura proliferaban las fogatas. Kip oyó que alguien cantaba no muy lejos de ellos. Los hombres nadaban y se bañaban en el río, corriente abajo desde donde unos soldados habían erigido un improvisado corral. Los animales ensuciaban el agua, pero a nadie parecía importarle. Y otros estaban en la orilla, orinando en el agua. El color del río, tanto corriente arriba como abajo desde el campamento, era bien distinto. La gente acarreaba cubos de agua por doquier, recogida directamente del río.
Creo que solo beberé vino.
Más importante todavía, el olor a carne asada impregnaba el aire.
El estómago de Kip protestó. Se habían terminado las provisiones antes de lo previsto (principalmente él se la había terminado antes de lo previsto) y ahora no le quedaba nada. Bueno, menos por un tubo de danares robado que valía el sueldo de medio año.
Ah. Eso.
—Nos dividiremos —dijo Liv—. Tú ve al centro del campamento. Me imagino que ahí es donde el rey tendrá sus tiendas. Karris es importante, así que podrían tenerla cerca. Yo iré a buscar las tiendas de los trazadores. Una prisionera trazadora probablemente esté custodiada por otros trazadores. Tiene que estar en alguno de los dos sitios. Nos reuniremos aquí dentro de, digamos, ¿tres horas?
Kip asintió con la cabeza, impresionado. Él solo habría estado perdido.
Casi de inmediato, Liv desmontó y se perdió de vista. Sin vacilar, sin titubeos. Kip vio cómo se alejaba. Qué hambre tenía.
Conduciendo el enorme y dócil caballo, tirando y azuzando al bruto cada vez que intentaba tascar la hierba a izquierda y derecha, Kip se acercó a una de las fogatas más grandes. No uno, sino dos jabalís se asaban en sendos espetones sobre las llamas, y mientras Kip se quedaba observándolos fijamente, salivando, una de las mujeres más obesas que había visto en su vida serró una pata crujiente con unos cuantos golpes diestros en la articulación. La fragancia era penetrante, suculenta, apetitosa, deliciosa, exquisita, asombrosa, hipnotizadora, debilitante. Kip no podía moverse… hasta que vio que se llevaba la carne a los labios.
—¡Disculpe! —dijo, más alto de lo que pretendía. Varias cabezas se alzaron alrededor de la fogata.
—No lo había olido —dijo la gorda, antes de hincar el diente al grasiento jamón. Kip se sintió morir un poquito. Luego un poquito más, cuando los curtidos hombres y mujeres que rodeaban la fogata se rieron de él. La gorda, jamón en mano, con un largo cuchillo en la otra, sonrió entre bocado y bocado. Tenía al menos tres barbillas, sus rasgos faciales desaparecían entre la grasa que la envolvía como un niño atemorizado acorralado por un grupo de matones. Su falda de lino bastaría para formar una tienda de campaña. Literalmente. Dio la espalda a Kip, guardó el cuchillo en su funda y se dispuso a seguir dando vueltas al espetón. Sus posaderas eran algo más que mero sebo tembloroso; eran arquitectura pura.
—Disculpe —dijo Kip, recuperándose—. Me preguntaba si podría comprar algo de cenar. Tengo dinero.
Todos los oídos se aguzaron alrededor de la fogata ante sus palabras. Kip se preguntó de repente si habría elegido el lugar más indicado para detenerse. ¿Tendrían tan mala catadura como estos los demás hombres del campamento?
Kip miró a su alrededor. Ay, sí, la verdad es que sí.
Mierda.
Toqueteó el monedero de cuero que contenía el tubo de danares de estaño. Había cogido el cinturón porque ya tenía dinero dentro y sería más fácil de transportar que un puñado de monedas sueltas. El tubo era un método estupendo para llevar el dinero. De corte cuadrado para encajar en el hueco que había en el centro de los danares, y de longitud uniforme para que todo el mundo pudiera contar rápidamente las monedas propias (las ajenas seguían pesándose en una balanza, por supuesto), resultaba muy práctico e impedía que el dinero tintineara a cada paso como ocurría con las bolsas. Además, los tubos podían envolverse en cuero para sujetarlos al cinto u ocultarlos entre la ropa, como había hecho Kip. El brillo de este tubo le llamó la atención y lo cogió.
Pero mientras tiraba del extremo abierto del tubo de dinero para extraer una moneda de estaño, Kip vio que algo andaba muy mal. Se quedó paralizado. El peso era correcto, o al menos lo suficientemente correcto como para no hacerle sospechar nada, pero la moneda que sacó no era de estaño. Un danar era aproximadamente lo que ganaba un obrero tras una jornada de trabajo. Un trabajador no cualificado como su madre solo cobraría medio danar al día. Había asumido que el tubo que agarró estaría lleno de monedas de estaño, cada una de ellas por valor de ocho danares.
En vez de eso se había llevado un tubo de quintares de plata. Su circunferencia era ligeramente más amplia, pero solo la mitad de gruesa, y el metal era un poco más liviano que el estaño. Cada moneda de plata valía veinte danares. Un tubo de quintanares de plata contenía cincuenta monedas, el doble de las veinticinco monedas de estaño que cabrían en el mismo tubo. Así que en lugar de sustraer doscientos danares del Palacio de Travertino (una suma que ya de por sí no era nada despreciable), Kip había robado un millar. Y acababa de sacar una moneda a la vista de todos, dejando bien claro que tenía más.
Todas las conversaciones cesaron. A la oscilante luz de las llamas, varios ojos relucieron como los de una manada de lobos.
Kip guardó el resto del monedero, rezando para que nadie hubiera visto lo lleno que estaba. ¿Qué más daba? Su vida podría valer menos incluso que ese quintanar de plata.
—Me pido la otra pata —dijo.
La gorda soltó el espetón y extendió la mano.
—Serán diecinueve danares de vuelta —dijo Kip. El sueldo de una jornada completa debería ser más del triple de lo que costaba la pierna de jabalí.
La mujer soltó una risita.
—Claro que sí, como si regentáramos una casa benéfica. ¿Tenemos cara de luxiats, eh? Diez.
—¿Diez danares por una comida? —preguntó Kip, sin creer que estuviera hablando en serio.
—Te puedes quedar con hambre si quieres. Tampoco te vas a morir —repuso la mujer.
La injusticia de que esta ballena le llamara gordo y la imposibilidad de hacer algo al respecto dejaron paralizado a Kip. Rechinó los dientes, miró alrededor de la fogata con expresión huraña y se despidió del quintar.
El leviatán cogió la moneda y la sostuvo entre los dientes, doblándola ligeramente. Si se tratara de una imitación, estaño bañado de plata, produciría un chasquido delator al deformarse. Complacida con el peso y la textura, la mujer se guardó la moneda. Pegó un trago de una jarra de cristal, la posó y serró una pata del jabalí. Mientras trabajaba, Kip reparó en que algunos de los hombres que antes estaban sentados alrededor de la fogata habían desaparecido.
Sin duda los encontraría apostados en la creciente oscuridad, esperándolo. Por Orholam, seguro que habían visto el resto del tubo.
Tampoco los hombres y las mujeres restantes lo observaban con gesto especialmente cordial. Sentados encima de sus petates, o de troncos, o en el suelo, la mayoría de ellos lo miraban en silencio. Unos pocos bebían de odres de vino o cerveza, murmurando entre sí. Una mujer con la mirada vidriosa yacía con la cabeza apoyada en el regazo de un tipo mal afeitado, calvo y desgreñado, acariciándole el muslo. Los dos lo contemplaban sin pestañear.
La ballena le dio la pata de jabalí.
Kip se quedó mirándola, a la espera.
La mujer le devolvió la mirada, inexpresiva, bajo sus capas de sebo.
Hacía apenas unas semanas, Kip se habría echado atrás. Estaba acostumbrado a que la gente le tratara como si fuera una escoria. Ignorándolo o mangoneándolo. Pero no podía imaginarse a Gavin Guile dejándose maltratar, ni siquiera con todas las probabilidades en su contra. Kip podría ser un bastardo, pero si tenía una gota de la sangre del Prisma en las venas, no se daría por vencido tan fácilmente.
—Los diez danares —dijo Kip.
La borracha se carcajeó de repente al otro lado de la fogata, incontrolablemente, hasta que empezó a resoplar y se carcajeó aún con más ganas. De modo que no solo estaba bebida.
—¿Tengo cara de que me sobren diez danares? —preguntó la ballena.
—Puedes cortar ese danar por la mitad.
La mujer desenvainó el cuchillo y se encogió de hombros mientras se acercaba a Kip. Apestaba a alcohol de trigo.
—Lo siento, no tengo cuchillo.
Kip lo comprendió de inmediato. Varios de los hombres estaban irguiéndose en sus asientos, no solo prestando más atención, sino disponiéndose a levantarse de un salto. No estaban esperando tan solo a reírse de él, sabiendo que esta ballena iba a timarlo. Aguardaban con la certeza de que la ballena lo timaría, para ver si era una víctima. ¿Aceptaría Kip mansamente que lo engañaran? Si era una víctima, era una presa. Si tenía un quintar, quizá tuviera más.
Pero ¿qué podía hacer? ¿Devolver la comida? No, de todas formas la mujer no le devolvería el quintar. Si se marchaba, confirmaría su debilidad. Alguien estaría esperándolo al amparo de las tinieblas. ¿Cómo reaccionarían si la atacaba? ¿Si, sin avisar, le pegaba un puñetazo en esa cara sebosa con todas sus fuerzas?
Se le echarían encima, naturalmente. Y después de molerlo a palos, le robarían.
Si intentaba escapar, aunque lo consiguiera, habría perdido el caballo, y montar en la bestia le daba demasiados problemas como para subir a la silla de un salto y alejarse al galope. Aunque no fuera la criatura más plácida de la tierra, era poco probable que apretara el paso aunque el infierno le pisara los talones.
—De acuerdo —dijo Kip. Se giró como si estuviera dispuesto a marcharse, pero en vez de eso agarró la jarra de cristal—. Me apetece acompañar la cena con algo de beber. Puedes quedarte con la vuelta. Por el estupendo servicio. —Husmeó la jarra. Tal y como sospechaba, era alcohol de trigo. Probó un sorbo para hacerse el valiente y hubo de esforzarse para mantener la compostura cuando sintió que se le incendiaba la boca. Y la garganta. Y el estómago.
Los hombres que se disponían a incorporarse volvieron a acomodarse en sus sitios.
—¿Os importa que pase la noche aquí? —preguntó Kip.
—Te costará dinero —respondió el tipo con la coronilla calva y la espalda cubierta de guedejas.
—Cómo no —dijo Kip. No tenía ni por asomo tanta hambre como hacía unos instantes, pero se obligó a comer la grasienta pata de jabalí. Mientras el resto de la carne se asaba, los demás hombres y mujeres acudieron a servirse unas tajadas.
Cuando acabó, Kip se chupó los dedos y encaminó sus pasos de regreso al caballo. Llegó lo bastante lejos como para alimentar la esperanza de que iban a permitir que se fuera sin más.
—¿Qué haces? —preguntó el tipo calvo.
—Tengo que cepillar al caballo —dijo Kip—. Ha sido un día muy largo.
—No tienes que ir a ninguna parte, y no quiero verte cerca de mi caballo.
—Tu caballo.
—Correcto. —El hombre le enseñó los dientes negros (a medio camino entre una sonrisa y la promesa de un mordisco) y desenfundó un cuchillo.
—También nos hará falta ese monedero —añadió otro hombre.
Las mujeres que rodeaban la hoguera se limitaban a observar, impasibles. Nadie hizo ademán de ayudarlo. Varios hombres más se sumaron a los dos que se habían encarado con Kip. El muchacho dirigió la mirada hacia la oscuridad, con la vista estropeada por el fuego, pero aun así logró distinguir varias siluetas que lo esperaban.
Dales todo lo que tengas y quizá consigas escapar con una simple paliza, Kip. Sabes que no vas a salir de aquí con todo. Gana algo de tiempo, quizá haya guardias en el campamento que podrían rescatarte.
—Que la noche eterna se os lleve —escupió Kip. Rompió la parte superior de la jarra de alcohol de trigo contra el canto de la rueda de una carreta.
—Majadero —dijo el calvo—. Cualquiera se quedaría con el asa en vez de destrozarlo.
Kip dio un salto y arrojó el alcohol contra el hombre. El calvo hizo una mueca, frotándose los ojos irritados, y se pasó el cuchillo a la mano izquierda.
—¿Sabes qué? Voy a matarte por eso —dijo.
Kip profirió un alarido y lo embistió.
Era lo que menos se esperaba el hombre. Todavía estaba restregándose los ojos. Levantó un brazo para desviar el puñetazo que anticipaba, pero Kip se agachó buscando su estómago, pasando por debajo del cuchillo, y hundió la crisma en la barriga del hombre. Con un ¡uuuf!, el hombre trastabilló de espaldas y tropezó justo al filo de la fogata.
Por un momento, no sucedió nada. Después, el alcohol de trigo que le empapaba las manos prendió. Levantó las manos con un grito y se le incendió la ropa. Y la barba. Y la cara. Sus gritos dieron paso a chillidos torturados.
Kip aceleró y pasó corriendo junto al hombre en llamas.
Por un momento interminable, nadie hizo nada. Entonces alguien se abalanzó sobre él, sin inmovilizarlo como pretendía pero golpeándole el talón. Kip se desplomó como un fardo.
Ni siquiera se había alejado tres pasos de la fogata.
Menuda carrera, Gordito.
Rodó a tiempo de ver cómo el hombre en llamas, sin dejar de gritar, se estrellaba contra la gorda. La mujer chilló, un sonido extrañamente atiplado para provenir de alguien tan grueso, y comenzó a aporrearlo con su enorme cuchillo.
Tres hombres se abalanzaron sobre Kip a continuación. El fuego que tenían a sus espaldas los convertía en sombras grotescas. Una patada impactó en el hombro de Kip, después otra en el riñón, al otro lado. Los lanzazos de dolor le arrebataron el aliento. Se encogió formando un ovillo.
Una lluvia de patadas le cubrió la espalda y las piernas. Uno de los hombres estaba inclinado sobre él, descargando puñetazos contra su cadera, su pierna, buscando la entrepierna. Alguien le pisoteó la cabeza. Fue un golpe oblicuo, pero le alcanzó la nariz. Una explosión de sangre caliente le bañó el rostro mientras su cabeza rodaba sin fuerza por el suelo de tierra.
Un único pensamiento se impuso a la niebla que de repente envolvía el cerebro de Kip. Van a matarme. Esto no iba a ser un castigo, sino un asesinato.
Bueno. Pues tendrán que matarme de pie. Se puso a cuatro patas con esfuerzo.
La maniobra expuso sus costillas a los ataques, y una patada le machacó el costado. La encajó con un gruñido.
Tres hombres adultos, atacando a un chico que no les había hecho nada. Algo en la justicia de todo ello destapó una reserva de voluntad férrea en su interior. No, ya no eran solamente tres. Se habían sumado más. Pero el número adicional no hizo sino alimentar la furia de Kip. Se encorvó sobre su corpachón, reuniendo fuerzas, hundiendo la cabeza entre los hombros. Así ardáis en el infierno, puedo soportarlo.
Con un rugido inhumano, un sonido como Kip no había oído en su vida, un sonido que ni siquiera sabía que era capaz de emitir, se levantó de un salto y afianzó los pies en el suelo. Su lentitud previa amplificó lo inesperado del movimiento.
Aullando, ensangrentado, sus alaridos salpicaron de sangre el rostro del hombre que corría hacia él dispuesto a darle otra patada. Kip era como un oso salvaje que de improviso se hubiera erguido sobre las patas traseras. El hombre puso los ojos como platos.
Kip le agarró la camisa y tiró, girando, sin dejar de gritar, y lo lanzó en la única dirección que no bloqueaban los cuerpos que lo rodeaban.
Contra las llamas.
El hombre vio adónde se dirigía. Intentó asirse al espetón que se arqueaba sobre el fuego para frenar su caída, falló y se golpeó el codo. El impacto lo arrojó de costado contra las llamas. Su cabeza se estrelló directamente en el corazón de la fogata. El espetón se derrumbó.
Kip no se quedó observando, ni prestó atención a los nuevos alaridos. Alguien le golpeó en el estómago. En condiciones normales, el impacto lo habría doblado por la mitad. Pero ahora el dolor no tenía importancia. Encontró al agresor, un hombretón barbudo que le sacaba no menos de un pie de altura, y parecía sorprendido al ver que el muchacho no se desplomaba. Kip agarró las barbas del hombre y tiró violentamente hacia abajo, con todas sus fuerzas. Al mismo tiempo, se abalanzó hacia delante, empleando la cabeza a modo de ariete. El rostro del gigante emitió un crujido cuando colisionaron. Cayó envuelto en una lluvia de gotas de sangre y dientes rotos.
Algo parecido a la esperanza resplandeció en medio de la rabia que poseía a Kip. Se giró de nuevo, en busca de un nuevo objetivo, cuando algo chocó con estrépito contra su cabeza.
Kip se desplomó. Ni siquiera fue consciente de la caída. Sencillamente se encontró tendido en el suelo, contemplando a un espantapájaros sonriente que empuñaba un trozo de leña en la mano. Detrás del hombre había otros cuatro más. ¿Cuatro? ¿Todavía? Entre las lágrimas y el mareo, Kip ni siquiera estaba seguro de haber contado bien.
Volvió a levantarse a cuatro patas, pero se desplomó de inmediato. Una nube de puntitos luminosos estalló ante sus ojos. Había perdido el sentido del equilibrio.
—¡Tiradlo al fuego! —gritó alguien.
Sonaron más palabras, pero Kip no fue capaz de distinguirlas. Antes de darse cuenta, se vio levantado en volandas entre cuatro, inmovilizado de brazos y piernas. Bocabajo. El calor de las llamas le aporreó la coronilla, la cara.
Los hombres se detuvieron.
—¡No nos empujéis a nosotros, imbéciles! —protestó uno de los hombres de delante.
—¡A la de tres!
—Por Orholam, cómo pesa.
—No tenemos que lanzarlo muy lejos.
—Veréis cómo sisea igual que la panceta en una sartén.
—¡Uno!
Kip se meció ligeramente sobre el fuego, tan próximo que juraría que el calor estaba rizándole las pestañas. El miedo lo estranguló. El mareo se desvaneció.
El siguiente vaivén lo alejó del fuego.
—¡Dos!
Se acabó. Lo tenía todo en contra, eso es todo. Lo he intentado. ¿Qué tengo que temer cuando no tengo nada que perder? Me desprecio a mí mismo. ¿Y qué si muero? Un poquito de dolor, ¿qué más da? Luego el dolor desaparecerá para siempre. Y después el olvido.
Kip se balanceó aún más lejos del fuego, cerrando los ojos, agradeciendo el calor. Se le derritieron las cejas y las pestañas. El fuego le lamía la cara como un gato.
Un Guile jamás se daría por vencido. Te aceptaron, Kip. Esperaban que cumplieras con tu parte. Gavin, Puño de Hierro, Liv, te ofrecieron asilo por primera vez en tu vida. ¿Y vas a dejarlos en la estacada?
De improviso, el miedo se esfumó. No.
Volvieron a alejarlo del fuego; la última vez. Cuatro hombres. Cuatro como Ramir. Cuatro como su madre, tratándolo como si fuera una mierda y esperando que lo aceptara.
Diablos, no. El repentino e implacable calor del odio de Kip rivalizaba con el de las llamas.
—¡Tres!
Los hombres lo impulsaron hacia delante.
Kip mantuvo los ojos abiertos y sintió que se ensanchaban… pero no de miedo, el miedo había desaparecido. Sus ojos se agrandaron al ver el fuego como harían los de un enamorado ante el motivo de sus desvelos. Sí, preciosa. Sí, eres mía.
Una exhalación atronadora como el rugido de un vendaval surgió de la nada. El fuego se deformó, saltó al encuentro de Kip… en su interior. Y desapareció. Las llamas se apagaron en un abrir y cerrar de ojos, sumiendo el campamento en la oscuridad.
Los hombres soltaron a Kip con un grito.
Y Kip apenas si lo notó.
Había caído entre los rescoldos. Se apoyó en la mano izquierda y oyó un siseo cuando sus dedos se cerraron en torno a un ascua candente. Aunque había absorbido todo el fuego, los restos seguían estando al rojo vivo.
Pero Kip no lo notó apenas. La rabia era un mar y él se limitaba a dejarse llevar por la corriente. No era él mismo, ni siquiera era consciente de su ser. Tan solo existían aquellos a los que odiaba, aquellos que debían ser abatidos.
Con un grito, proyectó una mano hacia el firmamento. El calor que emanaba de él se consolidó en una llamarada de un pie de altura que pintó el cielo de azul, amarillo, naranja y rojo. Se irguió, con la sangre hirviendo en las venas. El calor era insoportable. Pese a la oscuridad, podía ver con nitidez a los hombres que lo habían inmovilizado. Veía su calor. Uno de ellos había tropezado y lo observaba fijamente desde el suelo, boquiabierto.
Kip apuntó una mano hacia él. El fuego envolvió al hombre de la cabeza a los pies.
Los demás huyeron.
Kip proyectó el puño izquierdo hacia uno de ellos. Sintió cómo se le agrietaba la piel cuando abrió la mano, pero el dolor era un eco lejano. Apuntó también con la mano derecha. Pop, pop, pop. Tres bolas de fuego del tamaño de su puño surcaron las tinieblas y estuvieron a punto de empujarlo de nuevo a la fogata con la fuerza del retroceso. Pero todas ellas encontraron su objetivo, enterrándose en la espalda de uno de los hombres, destripándolo con fuego, abrasándolo desde dentro mientras se desplomaba.
Cayendo de rodillas, aún tan, tan caliente, tan abrumado, Kip levantó las manos una vez más. El fuego salió disparado hacia el firmamento desde ambas, incluso desde la zurda lastimada. Su vista recuperó la normalidad. Se quedó respirando entrecortadamente, como si acabara de escapar de las garras de un demonio que lo hubiera dejado vacío, hueco, arrasada una parte de su humanidad.
El fuego ardía una vez más, mucho más pequeño, el calor de los rescoldos devolvía paulatinamente las llamas a la madera, iluminando las carretas y los rostros de la multitud atemorizada que se había reunido para ver qué sucedía.
A la luz de los faroles, las antorchas y el fuego reavivado, Kip contempló la escena con nuevos ojos, más sosegado. Decenas de personas lo miraban fijamente formando un amplio círculo alrededor de la fogata. Todas ellas parecían dispuestas a poner pies en polvorosa de un momento a otro. El suelo estaba sembrado de cadáveres: los cuatro hombres que habían intentado arrojarlo al fuego habían muerto. De uno de ellos solo quedaba un esqueleto calcinado recubierto de jirones de carne; los demás presentaban unos boquetes del tamaño de las manos de Kip en la espalda.
Así y todo, los demás habían salido peor parados. Al hombre que Kip había rociado con alcohol de trigo se le estaba cayendo la piel a tiras de la cara y el pecho, y tenía los brazos y el cuerpo cubiertos de cuchilladas. Yacía gimoteando sin fuerza, con un puñado de greñas sobresaliendo aún de la barba abrasada. La gorda estaba tendida a su lado, llorando desconsoladamente. El hombre antorcha debía de haberla embestido de frente, porque tenía el rostro quemado, ampollado en el lado derecho, desaparecida la ceja, con la mitad del pelo fundido con la cabeza, y de alguna manera su cuchillo había conseguido enterrarse hasta la empuñadura en su costado derecho. Un reguero de sangre le bañaba la mejilla. El hombre que Kip había tirado al fuego estaba aún en peor estado, no obstante. Se había agarrado al espetón para frenar su caída y solo su cabeza se había hundido en el fuego, sumergiéndose directamente entre las brasas al rojo.
Había salido de las llamas a rastras, y merced a algún siniestro milagro seguía estando con vida y consciente. Gimoteaba delicadamente, como si incluso llorar le produjera dolor pero no pudiera evitarlo. Había rodado de costado, exponiendo el lado abrasado de la cabeza. Su piel no solo se había desprendido en tiras; se había pegado a los rescoldos como un pollo quemado a la sartén. Tenía el hueso de la mejilla al aire libre, calcinada la carne, revelando unos dientes teñidos de rojo a causa de la sangre que los bañaba mientras hipaba. Su ojo quemado se había vuelto blanco como la tiza.
El único que tenía alguna posibilidad de sobrevivir era el barbudo al que Kip le había aplastado los dientes. Estaba inconsciente, pero, que Kip pudiera ver, aún respiraba.
Kip se dirigió al caballo con paso tambaleante, entumecido. No tenía ningún plan. Sencillamente debía alejarse de allí. Estaba muerto de vergüenza. Llegó hasta el bruto antes de ver a los soldados. Habían rodeado el campamento, pero se mantenían al fondo de la multitud de curiosos. Kip se fijó en uno que iba a caballo, supuso que un oficial.
—Lo siento, señor, pero no podemos permitir que os vayáis —dijo el oficial—. Uno de los Libres vendrá enseguida a buscaros.
—Me atacaron —jadeó Kip, agotado—. Intentaron robarme. No… no quería… —Se acercó al caballo. El estúpido bruto no había huido. Ah, no había podido ver nada desde su posición, y estaba amarrado para que no pudiera irse aunque quisiera. Aun así, lo lógico sería que se hubiera vuelto loco. En vez de eso, allí estaba, más plácido que nunca. Kip se apoyó en él.
Con la mano izquierda. ¡Por Orholam! La piel se agrietó, se desgarró y empezó a sangrar por todas las articulaciones. A Kip se le escapó un gritito. Pero incluso pensar en el dolor le hizo volver la mirada hacia el fuego, a las personas que había asesinado, a las que aún no habían muerto pero pronto lo harían. Sentía el corazón de madera, como si debiera sentir algo más pero sencillamente le resultase imposible.
Al mirar atrás, sin embargo, vio a un joven que caminaba entre los cadáveres, examinándolos. El muchacho (no, el niño, pues no podía tener más de dieciséis años a pesar de sus elegantes ropajes) estaba quitándose unos guantes de gamuza blanca. Nariz grande y ganchuda, tez morena clara, ojos oscuros, negros cabellos alborotados. Sobre la camisa blanca destacaban unos avambrazos con cinco gruesas bandas de colores distintos sobre fondo blanco. El diseño se repetía en su capa, desde una franja perfilada de negro que parecía algo borrosa (¿subrojo?) al rojo, el naranja, el amarillo y el verde. No había azul ni supervioleta. No hacía falta ser un genio para adivinar que se trataba de un policromo.
Pero no fue eso lo que llamó la atención de Kip. Entre todos los miles de personas que había en el campamento, entre los cientos de trazadores que debía de haber, Kip conocía a este. Había formado parte de la fuerza que masacró Rekton. Había intentado matar a Kip personalmente en el mercado fluvial. Zymun, lo había llamado su maestro. El corazón de Kip se hundió como un niño que saltara desde lo alto de una cascada.
Zymun se puso unas gafas verdes.
—Hola, amigo del fuego —dijo—. Bienvenido a nuestra guerra. Supongo que has venido a unirte a los Libres.
—Claro —dijo Kip cuando encontró la voz. ¿Los Libres?
Unos hilos de humo esmeralda se arremolinaron alrededor de las manos de Zymun.
—Para tu información —dijo—, puedes matar a quien te apetezca… aunque lord Omnícromo prefiere que no sea indiscriminado… pero cuando lo hagas, haz el favor de limpiar el estropicio después. —Extendió los brazos en un círculo marcial, muy despacio, flexionando las rodillas, como si estuviera acumulando energía. A continuación cruzó las manos en el aire y las proyectó hacia delante. Papop, pa-pop. Cuatro lanzas de luxina verde, cada una de ellas de un dedo de largo, surcaron el aire en dos andanadas. Alrededor de la fogata, casi simultáneamente, cuatro cabezas se abrieron con sendos chasquidos. Los heridos. Sus lamentos cesaron de inmediato.
Kip se quedó boquiabierto.
Zymun parecía complacido consigo mismo. Dobló las gafas verdes y las guardó en un bolsillo.
Está pavoneándose. Se vanagloriaba de ser un asesino a sangre fría.
Zymun frunció el ceño de repente cuando Kip se acercó.
—¿Cómo te llamas?
—Kip —respondió, antes de que se le ocurriera que confesar su verdadero nombre tal vez no fuese buena idea.
—Kip, tienes un diente en la cabeza.
¿Eh? Kip enseñó los dientes y los señaló con el dedo.
—De hecho, tengo todos los dientes en la cabeza. —Haz como si no quisieras vomitar, Kip. Capea el temporal.
—No, tuyo no —dijo Zymun. Se señaló el cuero cabelludo como si fuera un espejo.
Kip levantó la mano y, efectivamente, tenía un diente incrustado entre el pelo. Tiró para extraerlo, con una mueca, y sintió como un reguero de sangre se derramaba por su cara.
—Hummm —dijo Zymun—. Será mejor que primero te llevemos con los cirujanos para que te echen un vistazo.
—¿Primero? —preguntó Kip.
—Sí, por supuesto. Lord Omnícromo insiste en conocer personalmente a todos los trazadores. Incluso a los más torpes.