69

—El chico se ha ido —anunció Puño de Hierro. Era casi medianoche. Se encontraban en el tejado del Palacio de Travertino, contemplando la bahía—. Kip —añadió, como si pudiera estar refiriéndose a otro «chico». En ningún momento dijo «tu hijo», no obstante.

Mis fechorías hacen que todo el mundo se ande con pies de plomo, qué bien. «Mis» fechorías. Ya. Gracias, hermano.

—¿Por qué no se me ha informado antes? —preguntó Gavin. Se había pasado toda la noche fingiendo ser su hermano y estar pasándoselo en grande en compañía de unos trazadores que los conocían a ambos. Era desconcertante. Había disfrutado con la compañía de sus antiguos adversarios, y sentía constantemente como si tuviera la vista borrosa. Las personas a las que odiaba cuando era Dazen se habían mostrado muy cordiales. Unos cuantos de los antiguos amigos de Dazen, aunque no todos, hacían gala de una conducta que los volvía desagradables. Gavin miró a los hombres y las mujeres que habían enviado a vivir y trabajar lejos de los Jaspes tan solo para que no supusieran ningún peligro para él y pensó: Os arruiné la vida y ni siquiera lo sospecháis. Os extraño.

—Nos enteramos hace apenas unos minutos. Dejó una nota a la vista de todos. Había otra escondida bajo las mantas.

Muy listo. Kip había conseguido exactamente lo que se proponía: ganar tiempo. Ha impedido que lo busquemos durante toda una jornada. Gavin extendió la mano, sabedor de que Puño de Hierro llevaría las notas encima. El comandante se las entregó.

La más importante rezaba: «Soy tyreano y joven. Ayudo más como espía que aquí. Nadie sospechará de mí. Intentaré encontrar a Karris».

¿Como espía? Que Orholam me lleve.

—¿Se sabe algo más? —preguntó Gavin.

—Cogió un caballo y un tubo de monedas.

—Para poder meterse en más problemas que si se limitara a entrar directamente en un campamento enemigo armado tan solo con un puñado de ideas delirantes.

Puño de Hierro no respondió. Solía hacer oídos sordos a las obviedades.

—La niña de Danavis también ha desaparecido. El mozo de cuadra dice que le pidió un caballo, pero no se lo dio. Parece que encontró las notas y salió detrás de él.

Gavin dejó que su mirada vagara por la bahía. La Guardiana, la estatua que vigilaba la entrada de la bahía, entre cuyas piernas pasaban todos los marineros, sostenía una lanza en una mano y una antorcha en la otra. El mantenimiento de esta era responsabilidad de un trazador cuyo único cometido consistía en mantenerla llena de luxina amarilla en estado líquido. Los surcos especiales tallados en el cristal exponían gradualmente la luxina al aire y provocaban que se reflejara en forma de luz. Unos espejos recogían y proyectaban la luz al anochecer, girando lentamente sobre unos engranajes impulsados por un molino cuando soplaba el viento y por animales de tiro en ausencia de este. Esa noche el rayo iluminaba el neblinoso aire nocturno, tallando grandes surcos en las tinieblas. Era lo que se suponía que debían hacer todos los trazadores: llevar la luz de Orholam a los confines más oscuros del mundo.

Era lo que intentaba hacer Kip.

—Si se presentara en mi campamento y procurara pasar desapercibido —dijo Puño de Hierro—, no sospecharía que es un espía.

¿Porque sería un espía espectacularmente nefasto, tal vez?

—A propósito de espías, ¿qué han averiguado los nuestros?

—El gobernador Crassos acudió a los muelles para realizar una inocente inspección, cargado con un petate de aspecto igual de inocente pero sospechosamente pesado. Se mostró encantado de verme.

—Solo te pones sarcástico cuando te enfadas —dijo Gavin—. Adelante. Cuéntamelo.

—Juré proteger a Kip, lord Prisma, pero antes, los espías…

—Puedes tutearme cuando he cometido alguna estupidez —lo interrumpió con aspereza Gavin.

—Los espías informan…

—Desembucha de una vez, por el amor de Orholam.

Puño de Hierro apretó las mandíbulas. Se dominó con esfuerzo.

—Tengo que ir detrás de él, Gavin, lo que significa que no puedo quedarme aquí ayudando en la defensa y dirigiendo a mi gente.

—Y eres pariano, enorme y todo lo contrario de discreto, así que si vas detrás de él… como exige tu honor… lo más probable es que consigas que te maten, lo cual no solo significará que has muerto, algo que nadie desea de modo especial, sino también que no habrás sabido proteger a Kip, lo cual en realidad sería el único motivo para ir detrás de él. Y no puedes delegar la misión en nadie más porque prometiste protegerlo personalmente, y además cualquier otro Guardia Negro llamaría la atención tanto como tú. —No es que los Guardias Negros fueran más morenos de piel que los tyreanos, ni que tuvieran el pelo crespo en vez de liso u ondulado. Con el paso de los siglos se habían producido tantos cruces que no pocos tyreanos exhibían ambas características. Incluso Kip podría ser un buen espía a pesar de sus ojos azules; los tyreanos estaban acostumbrados a las minorías étnicas tras acoger a todos los rezagados que había dejado la guerra. El problema era que los trazadores de piel de ébano y musculatura extrema que exudaban poder por cada uno de sus poros llamarían la atención en cualquier parte. Los Guardias Negros sobresaldrían rodeados de un ejército de trazadores parianos.

—A grandes rasgos —reconoció Puño de Hierro, apaciguado tras la enumeración por parte de Gavin de los motivos de su enfado.

—¿Qué más te han contado nuestros espías? —preguntó Gavin, aparcando temporalmente las preocupaciones de Puño de Hierro.

El comandante accedió encantado a dejar de abundar en su dilema.

—Han llegado algunos provenientes del campamento del rey Garadul, y me parece que nuestros problemas son más graves de lo que pensábamos. —Se quitó el ghotra de la cabeza para rascarse el cuero cabelludo con las puntas de los dedos—. Es religioso —dijo.

—No sabía que te importara la religión —replicó Gavin, en un intento por aligerar el cariz de la conversación.

—¿Por qué no? Hablo con Orholam constantemente.

—«Orholam, ¿qué te he hecho para merecer esto?» —sugirió Gavin, creyendo que bromeaba.

—No. En serio.

—Oh. —¿Puño de Hierro? ¿Devoto?

—Pero ya sabes cómo es. Tú también hablas con él todo el tiempo. Eres su elegido.

—En mi caso es distinto. —Muy, muy distinto, por lo visto—. Bueno, perdón por el chiste. ¿Religioso?

—El asunto va más allá de que a un sátrapa se le haya ocurrido autodenominarse rey por las buenas. Rask Garadul se propone echar por tierra todo lo que hemos conseguido desde la llegada de Lucidonius. Todo.

Un temor indefinible se enroscó en el estómago de Gavin.

—Los antiguos dioses.

—Los antiguos dioses —corroboró Puño de Hierro.

—Trae a Kip de regreso, comandante. Haz lo que sea preciso. Si alguien se queja de tus métodos, tendrá que responder ante mí. Si puedes, salva también a la chica. Estoy en deuda con su padre de un modo que no puedo explicar.

Gavin durmió poco y de forma entrecortada. Nunca dormía mucho, pero siempre era peor cuando se acercaba la Liberación. Detestaba esa época del año. Detestaba esa farsa. Sintió una opresión en el pecho mientras yacía en la cama. Tal vez tendría que haber dejado ganar a su hermano. Tal vez Gavin hubiera sabido resolver mejor la situación. Por lo menos, ahora no estaría ahí.

Bobadas.

Y sin embargo no podía por menos de preguntarse si Gavin habría sido mejor Prisma que él. Gavin siempre había sobrellevado la responsabilidad mejor que Dazen. Para su hermano ni siquiera parecía una carga. Como si jamás dudara de sus capacidades. Era algo que Dazen siempre le había envidiado.

Amaneció al fin, después de una noche interminable. Dazen se sentó y se puso la máscara, volvía a ser Gavin. Sintió una punzada de dolor que emanaba de su pecho y le oprimía la garganta. No podía hacer eso.

Qué tontería. Sencillamente echaba de menos a Kip, y a Karris, le preocupaba la hija de Corvan y temía la agotadora sesión de trazo a la que debería someterse durante toda la jornada. No le quedaba más remedio que hacer de tripas corazón.

Tras tomarse su tiempo con las abluciones (¿por qué tenía que ser Gavin tan presumido?), desayunó y salió a caballo en dirección a la muralla. Lo recibió un joven trazador naranja.

Era uno de los muchachos que desgraciadamente no podían controlar el poder. Un adicto. No debía de contar ni veinte años de edad, un pariano montañés, pero en lugar de cubrirse la cabeza con un ghotra llevaba el cabello trenzado, recogido a la espalda con una cinta de cuero. El resto de su atuendo denotaba la misma aversión a la tradición en el vestir… y de cualquier otra índole. Los naranjas acostumbraban a ver exactamente cómo les gustaba a los demás que fueran las cosas. En la mayoría de los casos utilizaban ese don en provecho propio, tornándose tan escurridizos como su luxina. Pero en algunos casos desafiaban cuanto convencionalismo se cruzaba en su camino y se convertían en artistas y rebeldes. A juzgar por cómo las prendas del joven de alguna manera se las componían para conjuntarse pese a sus dispares orígenes, y puesto que todos los colores y texturas se complementaban, Gavin supuso que este era un artista. El halo naranja del muchacho, sin embargo, acusaba la tensión acumulada. De ninguna manera podría haber resistido hasta la próxima Liberación.

—Lord Prisma —dijo el joven—. ¿En qué puedo ayudar?

El sol apenas si acababa de rebasar el horizonte, y todos los trazadores que eran capaces de trazar sin lastimarse en el proceso ni perder el control se habían reunido en la muralla. Los obreros nativos parecían desconcertados al verse rodeados por tantos de ellos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Gavin. Ni siquiera recordaba haber visto antes al muchacho.

—Aheyyad.

—De modo que eres artista —dijo Gavin.

Aheyyad sonrió.

—Tampoco tenía mucha elección, con la abuela que me tocó en suerte.

Gavin ladeó la cabeza.

—Perdón, pensé que lo sabíais. Mi abuela es Tala. Supo que iba a ser naranja y artista cuando aún no había cumplido los cuatro años. Obligó a mi madre a cambiarme el nombre.

—Tala puede ser muy, ejem, persuasiva —dijo Gavin.

La sonrisa del muchacho se ensanchó.

Un chico que iba a ser liberado a la vez que su abuela. Había una historia de pesar bajo la superficie de todo aquello, un drama familiar, la pérdida de dos generaciones al unísono, pero no había necesidad de remover ahora esas aguas. Todas las cosas salen a la luz a su debido tiempo.

—Necesito un artista —dijo Gavin—. ¿Puedes trabajar deprisa?

—Más me vale —fue la respuesta de Aheyyad.

—¿Eres bueno? —Gavin sabía que tenía que serlo, de lo contrario Corvan no se lo habría enviado. Le interesaba averiguar cómo afrontaría el joven una tarea tan colosal, si con arrojo o con timidez.

—El mejor —dijo Aheyyad—. ¿Cuál es el proyecto?

Gavin esbozó una sonrisa. Le encantaban los artistas. En pequeñas dosis.

—Estoy construyendo una muralla. Colabora con el arquitecto para cerciorarte de que no estropeas ningún componente fundamental, pero tu misión consiste en conseguir que esta muralla infunda temor. Puedes reclutar a cualquiera de los trazadores más veteranos para que te ayude. Te proporcionaré unos diseños de Rathcaeson que obran en nuestro poder. Si es posible que se parezca en algo a ellos, hazlo. Les dirás a los azules cómo reforzar los moldes. Yo los rellenaré de luxina amarilla. Ante todo busco algo funcional. Podremos adosar e integrar lo que diseñes dentro de dos o tres días.

—¿Cómo de grande puedo hacer… lo que sea que haga?

—Disponemos de un par de leguas de muralla.

—Eso significa… grande.

—Enorme —dijo Gavin. Encargar al artista que se limitara al diseño de los moldes impediría a su vez que el joven trazara más de la cuenta. A juzgar por lo cerca que estaba Aheyyad de romper el halo, posiblemente eso le salvaría la vida.

Al amanecer estaban listos para empezar a trazar. Gavin había pedido a todos los antiguos guerreros que echaran un vistazo a los planos de la muralla, y no pocos de ellos le habían ofrecido sus sugerencias. Dichas sugerencias lo abarcaban todo, desde expandir las letrinas (y asegurarse de que los desechos cayeran sobre el enemigo vaciando los bacines de repente en unos toboganes abiertos en la fachada de la muralla) hasta modificar las plataformas de los cañones y añadir hornos para calentar los proyectiles en varias de las estaciones. El metal fundido era perfecto para incendiar las máquinas de asedio. Alguien propuso imprimir textura a los suelos y crear desagües no solo en el exterior, para el agua de lluvia, algo que ya se había tenido en consideración, sino también dentro del muro, para la sangre.

Muchas sugerencias válidas, y unas cuantas nefastas. La muralla debería ser más grande, más pequeña, más gruesa, más alta. Debería haber sitio para más cañones, más arqueros, más camas en el hospital, los barracones deberían estar dentro del recinto amurallado, etcétera.

Al amanecer sujetaron a Gavin al arnés y lo levantaron del suelo. Los demás se arremolinaban a su alrededor, trazando moldes y sosteniendo su arnés. Entonces puso manos a la obra.