Empezó como un dolor sordo. Durante un rato, Karris esperó que su estómago estuviera reaccionando a la comida que el rey Garadul prácticamente le metía por el gaznate. Hacía seis meses que Karris no tenía su sangre de la luna. Como la mayoría de las mujeres de la Guardia Negra, su flujo era irregular en el mejor de los casos. Su nivel de entrenamiento sencillamente impedía que fuera de otro modo. Pero cuando Karris tenía el suyo, era como si su cuerpo compensara el dolor perdido.
Condenado rey Garadul. Esto era culpa suya. El aburrimiento forzoso estaba volviendo loca a Karris, sentada en la carreta, incapaz de hacer gran cosa y constantemente vigilada. Cuando la descubrieron haciendo ejercicios de fuerza, llamaron a tres trazadores y dos Hombres Espejo. Los seis apenas si cabían en la pequeña carreta. Los Hombres Espejo habían aprehendido a Karris y la habían tendido sobre la rodilla de una de las trazadoras. Literalmente.
La mujer había sacado un cinturón de hombre, de cuero, y había azotado el trasero de Karris hasta dejárselo en carne viva. Como si fuera una chiquilla recalcitrante. Ya la habían descubierto en tres ocasiones y el castigo nunca cambiaba, pero gradualmente su voluntad para resistir sí lo hizo. Rebelarse le parecía una acción demasiado insignificante y fútil como para obstinarse en ella.
Ahora desearía haberlo hecho. El dolor ya estaba propagándose a su espalda. No faltaba mucho para que comenzara la diarrea.
Ser mujer era estupendo.
Las otras mujeres de la Guardia Negra aprovechaban su relativa independencia de la sangre de la luna como algo que les garantizaba una cierta despreocupación frente a los riesgos de embarazo. Karris sencillamente disfrutaba de su relativa independencia del dolor. Hacía años que solo practicaba el sexo con la almohada. Tampoco es que ahora mismo le apeteciera pensar en ello. De hecho, sospechaba que preferiría arrancarse los ojos antes de posarlos en ningún hombre.
Las mujeres sufrían tanto por culpa de ellos. Como rezaba el antiguo proverbio, una mujer tiene que sangrar para fertilizar la semilla del hombre. Cronológicamente confuso, pero cierto.
Le trajeron el vestido por la mañana.
No era la clase de atuendo con el que se esperaba que una asistiera a su ejecución. Si bien no era una copia exacta del vestido que llevaba puesto cuando cedió por fin a las exigencias de su padre y se unió a Gavin al frente de sus ejércitos para reclamar Ru, se le parecía mucho. Para empezar, era de seda negra en vez de verde. El sastre del rey Garadul seguro que había trabajado de memoria o a partir de un cuadro de aquel día, o sencillamente habían decidido alterar el diseño de hacía dieciséis años para amoldarse a las tendencias de la moda actuales.
El corte sería perfecto, por supuesto.
Karris se pasó todo el día contemplando el vestido con asco, mientras los calambres le martirizaban las tripas, mientras sufría la inevitable diarrea, mientras se tambaleaba a punto de desmayarse en un par de ocasiones. Ese vestido simbolizaba algo más que una concesión a las fantasías infantiles de Rask Garadul. Ese vestido era la juventud de Karris. Era la niña que había sido. Era feminidad, suavidad, blandura. La desesperada atención de los ojos de la gente, de los celos de las otras chicas, de la envidia de las mujeres mayores, del interés de los hombres. Karris había sido débil, mezquina y estúpida, irremediablemente dependiente.
La obligarían a llevar el vestido, claro. Podía ponérselo ahora, o esperar y claudicar después de que le propinaran una paliza. También podía hacerlo pedazos, naturalmente. A pesar de lo satisfactorio que resultara, eso solo retrasaría lo inevitable. Además, no iban a permitir que saliera de allí sin el vestido. De eso estaba segura. Lo que no sabía era si le permitirían salir aunque se lo pusiera. Aun así, era una opción mejor que ninguna. ¿Y cómo iba a matar a Rask Garadul desde allí dentro?
Se puso el vestido.
Quería odiarlo. Quería odiarlo con toda su alma. Pero hacía años que no se ponía nada que le sentara tan bien. Su uniforme de la Guardia Negra se ajustaba a sus formas, pero esa era su ropa de trabajo. Esto, el susurro de la seda fina sobre la piel, era algo muy distinto. Le sentaba como un guante. Si no hubiera estado tan bien cortado, no habría podido respirar, y menos aún moverse. El vestido se ceñía a sus curvas alrededor de las caderas y el vientre, y el cuello generosamente escotado llamaba la atención tanto sobre los deslumbrantes y líquidos pliegues de seda fina como sobre su busto. Sin duda su antiguo vestido no estaba cortado tan bajo en la espalda, donde los escasos lazos entrecruzados enfatizaban la desnudez esencial de su espalda. Al mirar pecho abajo (no había espejos en la estancia), esperó que no hiciera mucho frío. De lo contrario, todos se enterarían.
¿Tampoco tenía forro el vestido de su estúpido yo de dieciséis años? ¿Ni siquiera se había dado cuenta? La verdad, no lograba recordarlo. Lo único que recordaba era cómo le encantaba ese vestido. Se había sentido como la diosa Atirat en pie junto a Gavin con él, recogidos los largos cabellos por una tiara con incrustaciones de diamantes y esmeraldas, mientras la gente prácticamente los adoraba. Se había convencido de que podía amar a Gavin. Al principio, antes del Baile de los Señores de la Lux, se había sentido más atraída por él que por Dazen. Seguro que podía reavivar esa llama.
Dazen había estado siempre a la sombra de su hermano mayor, y parecía conformarse con ello. Gavin era tan confiado, tan dueño de sí mismo. Karris se había sentido irresistiblemente atraída por él, como todos los demás. Pero después de aquella noche en el Baile de los Señores de la Lux todo había cambiado. Tras conocer a Dazen, de pronto parecía como si Gavin no tuviera tanta profundidad. Dazen nunca había conocido sus propias fuerzas. Adoraba a Gavin, proyectaba todas sus virtudes sobre su hermano mayor, era ciego a sus defectos y exageraba sus cualidades. Gavin se alimentaba de toda aquella adoración y medraba con ella.
Pero Gavin aún era apuesto, elegante, imponente y admirado. Para la Karris de dieciséis años, la opinión de los demás era muy importante. Siempre había querido complacer a su padre, a su madre, a Koios y al resto de sus hermanos, a sus magísteres, a todo el mundo. Gavin lo tenía todo. Era el Prisma, su hermano a esas alturas era un proscrito caído en desgracia y un asesino. Karris recordaba cómo se había convencido de que debería conformarse con el aprecio del Prisma, el hombre más admirado, temido y deseado de las Siete Satrapías. Además, después de lo que había hecho Dazen, debía casarse con Gavin si no quería que lo que quedaba de su familia se sumiera en la ruina.
En la plataforma donde se anunció su compromiso, Karris pensó que iba a ser realmente feliz. Shehad admiraba a su prometido. Gavin siempre ofrecía una estampa admirable. Había disfrutado de cada minuto de atención.
Aquella noche, durante la cena, Gavin bromeó con su padre acerca de llevarse a Karris a sus aposentos y no pegar ojo en toda la noche. El padre de Karris, generalmente tan tradicional, el hombre que siempre había jurado que su hija no daría leche hasta que algún joven digno comprara toda la vaca, el hombre que había propinado una paliza a Karris por entregar su virginidad a Dazen, ese canalla, ese hipócrita, ese cobarde, soltó una risita nerviosa. Hasta aquel momento, Karris había sido capaz de reprimir su pánico creciente. Al menos no tendré que dormir con él hasta que nos casemos, pensó. Podré enamorarme de él en los próximos meses. Me olvidaré de Dazen. Olvidaré los escalofríos que me producían sus besos en la nuca. Olvidaré la opresión que sentía en el pecho cada vez que me regalaba su sonrisa espontánea. Todos tienen razón, Dazen no es ni la mitad de hombre que Gavin. No puedo amar a Dazen después de todo lo que ha hecho.
Pero no tenía escapatoria. Karris había elegido su propia clase de cobardía y se había emborrachado como una cuba. Su padre tardó demasiado en darse cuenta (o se dio cuenta justo a tiempo, según se mirara) y prohibir a los sirvientes que le trajeran más vino antes de que pudiera caer sin sentido debajo de la mesa. Ni siquiera lograba recordar qué había dicho en la mesa, pero sí recordaba cómo Gavin la había transportado medio en volandas hasta su habitación. Su padre la había visto alejarse con la mirada vacía, sin decir nada.
Pensó que el alcohol la ayudaría a ser dócil, callada, maleable. Funcionó, y no sabía por qué eso le producía una desilusión tan amarga. Cuando apartó la cara de los besos de Gavin, este lo malinterpretó como un signo de timidez y la besó en otros lugares. Cuando le quitó las bragas y Karris se tapó con las manos, Gavin lo confundió con modestia. ¿Modestia? Cuando estaba con Dazen, Karris había disfrutado con su mirada sobre ella. Había sido atrevida, desvergonzada. Había sido una mujer… aunque ahora sabía que solo había jugado a ser una mujer en más de un sentido. Con Dazen se había sentido hermosa. Con Gavin la embargaba una desesperación tan indescriptible que su llanto moría en su garganta. No podía recordar si había protestado siquiera, si le pidió que parara. Quería hacerlo, pero el recuerdo estaba empañado. Dudaba que lo hubiera hecho. No dejaba de pensar en su padre, diciendo: «Nuestra familia necesita esto. Sin esta boda, estamos arruinados». Y no se había resistido.
Recordaba que había llorado, no obstante, durante el acto. Un caballero habría parado, pero Gavin era joven, estaba borracho y cachondo. No había ni un poso de delicadeza en su interior. Aunque Karris no estaba preparada y Gavin le hacía daño, ignoró sus protestas y empujó con tanto afán como impericia.
Lejos de mantenerla despierta toda la noche, como se había jactado, terminó enseguida. Después le ordenó que se marchara. Su indiferencia y su crueldad la dejaron sin aliento. Pero lo aceptó. Debería haberle arrancado los ojos.
Gavin no quería a Karris. Quería demostrar que Dazen no podía tener lo que le pertenecía a él por derecho. Karris bien pudiera haber sido un árbol contra el que mear detrás de otro perro para reclamar su territorio.
Karris había recorrido los pasillos a trompicones con aquel hermoso vestido con la mitad de los botones sueltos; abrochar aquel condenado chisme requería la ayuda de varios sirvientes. La habían visto, por supuesto. De alguna manera llegó a casa, no a su hogar en el Gran Jaspe, que había ardido hasta los cimientos, sino a unas dependencias cercanas. Su padre la esperaba despierto, pero no dijo nada, se limitó a mirarla fijamente. Su esclava de cámara la había desnudado con dedos temblorosos, y cuando Karris cayó rendida por fin en la cama, la puerta del dormitorio se oscureció con la silueta de su padre. Se tambaleaba, apoyado en el marco.
—Podría retarlo a un duelo —dijo—. Pero me mataría, Karris, y entonces estaríais en la ruina. Sin remisión. Perderíamos todo aquello por lo que lucharon nuestros antepasados durante cincuenta generaciones. Quizá mañana lo veas de otro color.
Karris pasó dos días enferma a causa del vino. Cuando emergió de su estupor, Gavin la besó en público, la sentó a su diestra y la trató como a una reina. Era como si aquella noche jamás hubiera existido. O como si hubiera sido algo maravilloso.
Más tarde decidió que era porque todo el mundo se refería a ellos como la pareja perfecta, comentaban lo hermosa que era Karris y Gavin había decidido que favorecía a su imagen. De modo que en vez de repudiarla había decidido seguir adelante con el enlace. Pero entonces se fue, y poco después se libró la batalla definitiva en la Roca Hendida.
Cuando regresó parecía otra persona. La trataba con genuino afecto y respeto, era completamente distinto del hombre que la había desterrado de su dormitorio tras obtener de ella el placer que codiciaba. Karris se preguntó si aquella noche habría ocurrido en realidad. Podría haberse convencido de que todo había sido una pesadilla… hasta que descubrió que estaba embarazada. El mismo día que se enteró, antes de poder decirle nada a Gavin, este había cancelado su compromiso.
Karris tenía dieciséis años, estaba embarazada y no tenía la menor posibilidad de contraer matrimonio. En otras palabras, la pesadilla de su padre hecha realidad. En cuanto estuvo segura de que no iba a abortar espontáneamente, informó a su padre. Este exigió que fuera a ver a los cirujanos para que ellos se encargaran de todo.
Por primera vez en su vida se opuso a su padre. Al diablo con él. Hizo ademán de golpearla. Karris sacó una pistola. Le dijo que le volaría la tapa de los sesos como intentara ponerle la mano encima. Le dijo que era un cobarde. Iba a dar a luz al bastardo de Gavin y dejaría que el mundo supiera que era suyo. Al diablo con él y con su padre, al diablo con todos. Tener ese niño sería su primer acto de libertad, y su venganza.
Su padre se puso de rodillas y le imploró. Literalmente. Salva a nuestra familia, por favor, no podemos ser nosotros los que defraudemos a todas las generaciones de Roble Blanco que lo sacrificaron todo por llegar donde estamos nosotros ahora. Nosotros, dijo. Se refería a él. Era él el que había destruido la familia, y lo sabía. Qué pequeño y débil parecía, con la cabeza calva perlada de gotitas de sudor helado. De pronto, Karris solo sintió desprecio por él. Había ejercido un dominio absoluto sobre ella, y era repugnante. Hizo oídos sordos a sus súplicas y gozó con la desesperación, enfermiza y pueril, que anidaba en sus ojos.
Dos días más tarde, su padre besó el cañón doble de una pistola y se voló la tapa de los sesos sin ayuda de nadie. Todos sus libros de cuentas estaban en orden. Así era como había pasado los dos últimos días. Todas las propiedades de la familia se habían vendido para saldar las deudas, lo que dejaba a Karris lo suficiente para vivir desahogadamente durante el resto de su vida, lo suficiente para criar a su hijo ilegítimo. Su padre se había ocupado de todo. Su nota de suicidio sencillamente explicaba dónde estaban los dineros restantes e indicaban a Karris dónde ir si quería tener su hijo en secreto. No le imploraba que lo hiciera. De hecho, no había el menor rastro de emoción en la nota. Ni maldiciones, ni disculpas, ni lamentos. Estaba tan vacía como su cráneo después de que las balas lo atravesaran. Únicamente sangre y restos de pólvora. Inmundicia y muerte. Hueco, sucio.
Karris no soportaba la idea de quedarse en los Jaspes, no podía soportar la compasión y las miradas violentas. De modo que se fue a la casa de una prima lejana en el Bosque de Sangre. Había tenido el bebé y lo había entregado inmediatamente, sin abrazarlo, sin preguntar siquiera si era niño o niña, enterándose tan solo por la indiscreción de su anfitriona de que se trataba de un varón. La familia que adoptó al retoño de Gavin vivía cerca y Karris no soportaba la idea de quedarse, de modo que regresó a la Cromería. Había perdido el peso acumulado durante el embarazo en poco tiempo, y su joven piel apenas si mostraba las marcas del mismo. Era como si nada hubiera sucedido, salvo por los recuerdos que se aferraban a ella como piedra infernal devorándole el alma.
Qué apropiado que mi vestido nuevo sea negro, ¿verdad? Un trocito de medianoche, como lo que hay dentro de mí.
Creía que habías renunciado al melodrama, Karris.
Que te den.
Creo que eso es lo que espera el monarca.
Será un placer para ambos. Espero que le guste la sangre.
¿Y qué? ¿Ahora se supone que debo dar gracias por estar fluyendo? Ni lo sueñes…
Un calambre la asaltó a mitad del pensamiento. Karris se dobló por la mitad. Nada de agradecimientos.
Mientras estaba encorvada, alguien deslizó una hoja de papel bajo la puerta. Karris la recogió. No era más grande que su dedo.
«Órdenes: ases. RG. De noche. No puedo ayudar». Había una antigua runa dayrica al pie. Era el símbolo convenido para demostrar que provenía del agente con el que Karris debía reunirse. No muy bien dibujada, pero correcta.
Como código no valía gran cosa, pero nunca habían pensado que Karris necesitaría un código. Se suponía que iba a conocer al agente en persona. Debía identificarse trazando ociosamente parte de la runa en cualquier superficie: una mesa, el polvo, lo que fuera. Las órdenes de Karris eran asesinar al rey Garadul. En secreto. Y su contacto no podría ayudarla.
Perfecto. Karris ni siquiera podía quemar la nota, y aunque era pequeña, estaba sucia. Se la metió en la boca con una mueca y se la tragó.
Su contacto no podría ayudarla. Maldición, Karris, llevas tanto tiempo obsesionada con el pasado que te has olvidado del presente. En un momento, Corvan había entendido que alguien debía de querer verla muerta. De todos los agentes de la Blanca, Karris era la persona menos indicada que enviar aquí. O bien la Blanca quería ver muerta a Karris, o…
No cabía otra posibilidad. ¿O acaso esperaba que me secuestraran y tal vez me violaran? Ridículo.
Sabía que frustraba a la Blanca a veces, pero había pensado que le caía bien a la anciana. Por otra parte, la Blanca siempre trazaba sus planes a largo plazo. A lo mejor creía que podría usar la muerte de Karris para lograr otro objetivo.
Karris sintió ganas de vomitar. Era posible. No lo hubiera pensado antes, pero había jurado dar la vida por la Blanca si era preciso. Quizá la Blanca hubiese decidido que lo era.
Alguien llamó a la puerta con los nudillos. La misma rutina de siempre, un montón de trazadoras, un montón de guardias. Esta vez, sin embargo, entraron varias mujeres cargando con botes de polvos y pinturas. Con eficiencia y profesionalidad, maquillaron a Karris, le arreglaron el pelo y la rociaron de perfume. Pero no aplicaron nada de maquillaje a sus ojos ni a sus pestañas.
Karris enseguida descubrió por qué cuando una de las esclavas sacó unas fundas oculares violetas. Que los cieguen, han pensado en todo.
—Si te las quitas, te arrancarás la piel —dijo una de las esclavas—. Y posiblemente también todo el párpado. Si las dejas en paz, el rey podría concederte más libertad, y no te dañará los ojos. Dentro de unos días se soltarán y se caerán solas.
—Momento en el que volveréis a pegarlas —dijo Karris.
—Sí.
—¿Y si se me mete algo en el ojo? —Sería imposible sacarlo.
—Procura que no se te meta.
Probaron a ver cómo quedaban sobre sus cuencas oculares. Las fundas no encajaban a la perfección. La esclava, atashiana oriental a juzgar por sus rasgos, frunció el ceño.
—Tendremos que usar más adhesivo de lo normal para que encajen las fundas. Eso significa que, como parpadees, se te pegarán las pestañas. El rey Garadul te quiere por tu belleza, así que no quiero cortarte las pestañas a menos que sea imprescindible. Pero cuando te apliquemos las fundas en la cara, se quedarán ahí durante días. Seguro que no quieres las pestañas llenas de pegamento… o adheridas a él. Así que, ¿prefieres estar ciega, irritada o sin pestañas?
—Sin pestañas, y al diablo con Rask —dijo Karris.
La esclava frunció los labios.
—Tienes razón. El rey podría enojarse. Habrá que correr el riesgo. Parpadea ahora todo lo que puedas, porque vas a tener que evitar hacerlo durante tanto tiempo como sea posible. —Con sumo cuidado y pegotes de pegamento, le aplicaron las fundas oculares. Los pegotes de pegamento cubrieron los huecos del borde.
Karris casi no se atrevía a respirar, tan quieta como era posible, obligándose a no pestañear. Cuando por fin se rindió y tuvo que parpadear, sus pestañas se engancharon por un momento en el pegamento a medio secar, pero se liberaron.
—Ah, y procura no llorar —dijo la esclava—. O se te anegarán los ojos de lágrimas. Literalmente. —Esbozó una sonrisa desagradable.
Me troncho.
Pusieron más maquillaje alrededor de sus ojos cuando el pegamento terminó de secarse.
A continuación, flanqueada por trazadoras y Hombres Espejo, Karris fue escoltada a través del campamento. El sol se había puesto hacía tal vez una hora, y Karris agradeció el aire fresco y seco. Sobre el olor de su perfume, por fin era capaz de oler los caballos, los hombres, las fogatas, la carne cruda cortada, carne asada, la artemisa, el aceite. ¿Aceite? Miró en rededor y vio un carro de suministros en las proximidades. Oh, espadas engrasadas y metal para armas.
Con la cantidad de carretas que rodeaban la suya, Karris no podía ver lo suficiente del ejército para hacerse una buena idea de cuántos hombres se dirigían a Garriston. Ni siquiera el número de carretas la ayudaba. No sabía si viajaban cargados o ligeros, y aunque lo supiera, la última vez que había acompañado a un ejército no prestó la menor atención a esos detalles. Joven, mimada, aterrada y estúpida, no se le ocurrió que algo tan simple podría serle de utilidad algún día.
Había un gran número de mujeres diseminadas a lo largo y ancho del campamento, portando leña recién cortada para las fogatas, de pie en la carreta del carnicero, gritando a los hombres para asegurarse de que los jabalís salvajes despellejados se repartieran equitativamente, atendiendo las inevitables heridas leves de miles de personas en movimiento, aceptando armas y armaduras para que las repararan los herreros, rechazando las que parecían reparables por los hombres que intentaban que otro les hiciera el trabajo. La mayoría de las mujeres parecían desempeñar papeles de servicio, sin embargo, lo que significaba que el rey Garadul no las tenía en alta estima, o bien que la mayoría eran nuevas reclutas. A juzgar por la gran variedad de vestidos, Karris supuso que provenían de todo el espectro social. Eso significaba que eran nuevas reclutas, y voluntarias. No todas esas personas eran los sirvientes que se había traído de Kelfing; eran nativos. El rey Garadul tenía un apoyo significativo de la gente de Tyrea.
A juzgar por los vistazos hurtados a la creciente oscuridad punteada por las fogatas distribuidas arbitrariamente como estrellas, parecía que el ejército se esparcía a su antojo, pero Karris fue llevada deprisa a un área donde tal vez cincuenta carretas formaban un círculo, dejando tan solo unas pocas vías entre ellas en las puntas del compás donde los caballos pudieran pasar, guardadas todas por diez Hombres Espejo con mosquetes. En el centro había un espacio abierto para la defensa, pequeños falconetes apuntaban hacia fuera por doquier como un puercoespín listo para disparar sus púas, y luego un número de grandes pabellones con franjas de todos los colores.
Un calambre asaltó a Karris mientras la conducían al pabellón central. Se encorvó, privada del aliento. Cerró los ojos con fuerza, y las fundas de luxina se clavaron dolorosamente en sus cejas y sus mejillas. Alisó la expresión y esperó hasta que la furia del calambre hubo pasado. Respiró lentamente, dominando el dolor. Luego gesticuló a uno de los guardias, como si fuera una reina y ya estuviera lista para entrar, gracias.
El hombre apartó la lona del pabellón y Karris entró.
Su vestido debía de ser espectacular, porque en cuanto Karris puso un pie en el interior todas las conversaciones cesaron.
Había tal vez setenta personas en el pabellón: esclavos, acróbatas, malabaristas y músicos que rodeaban a unos treinta nobles sentados en cojines alrededor de una mesa baja repleta de manjares y vino. Todo el mundo vestía vivos colores, de tal intensidad que Karris podía darse cuenta incluso a través de la amortiguación de las fundas oculares oscuras. El rey Rask Garadul presidía la mesa, por supuesto, anillos destellando en los dedos cerrados en torno a una copa de vino. Se había interrumpido en medio de una frase y la miraba fijamente, boquiabierto.
Pero Karris apenas si vio al rey, porque a su diestra había un hombre como nunca había visto ninguno. Se obligó a continuar caminando hacia el monarca, la falda susurrando, la cabeza alta, los hombros relajados, como si no estuviera turbada.
El hombre era un Mancillado, un engendro de los colores. Karris solo había visto uno una vez, y estaba en los primeros estadios de su locura. Este hombre no estaba en los primeros estadios, pero tampoco parecía desquiciado. Lucía una sencilla túnica de luxiat, pero era cegadoramente blanca en vez del negro acostumbrado de los luxiats de Orholam, color que reconocía que necesitaban la luz de Orholam por encima de todo. Tampoco su semblante mostraba ni rastro de la humildad de un luxiat.
Pero al menos su rostro era prácticamente humano: piel, hueso y sangre. Bajo la piel cubierta de quemaduras cicatrizadas yacían unos hilos de luxina verde como tatuajes descoloridos que afloraban a la superficie en los pómulos y la frente. Su cuerpo cambiaba a la altura del cuello, donde la piel era luxina pura de todos los colores del arco iris. La cara interior de su codo, visible cuando levantó la copa de vino al ofrecerle a Karris un brindis burlón, era de luxina verde flexible, al igual que las demás articulaciones y el cuello. Unas placas de luxina azul cubrían todas aquellas superficies que no necesitaban moverse. Le blindaban los antebrazos, convertían sus manos en guanteletes y erizaban de espinas sus nudillos; sus hombros se intuían antinaturalmente anchos bajo el blasfemo hábito de luxiat, y la V de su pecho, visible a través del manto, relucía y reflejaba la luz como el mar al amanecer. De modo que no se trataba de placas, en realidad, sino de luxina azul entretejida, un proceso que triplicaba su resistencia y la volvía mucho menos susceptible de romperse si uno tenía el talento y la paciencia necesarios para realizarlo.
La luxina amarilla fluía entre o bajo los demás colores por doquier, renovando constantemente lo que se perdiera debido a la luz del sol o el desgate natural. Allí donde las placas se tocaban, la luxina naranja las lubrificaba y posibilitaba que se superpusieran sin tropiezos. Encima de las placas azules, la luxina roja formaba finas capas de arcaicos diseños consistentes en runas y grabados de estrellas de ocho puntas. Karris no podía ver si el engendro había incorporado el supervioleta a su piel, pero no le cabía la menor duda al respecto. Después de todo, en el centro de cada una de sus palmas había incrustado un cristal flamígero. Estos, la manifestación física y sellada del subrojo, por lo general duraban tan solo unos pocos segundos. El contacto con el aire provocaba que explotaran y se consumieran con un fogonazo.
De alguna manera, esta monstruosidad se había hundido uno en cada mano y lo había aislado del aire con luxina azul para que se pudiera ver literalmente a través de sus palmas. El efecto, no obstante, era similar a un espejismo. La imagen ondulaba a causa del calor inherente a los cristales flamígeros. A pesar de todo conservaba el uso de los dedos, lo que sugería que se trataba de un sanador milagroso o de algún tipo de ilusión. Tenía que serlo. Todo aquello era imposible.
Lo último que vio Karris fueron los ojos del Mancillado cuando se presentó ante el rey Garadul. Estaban hechos añicos. El halo se había roto por completo. Los colores que escapaban de sus iris por infinidad de lugares le teñían el blanco de los ojos y se arremolinaban sin cesar. El azul se impuso cuando el Mancillado observó a Karris, mientras el verde se retorcía como una serpiente por un laberinto de rojo y naranja.
—Karris —dijo el rey Garadul—, estás radiante. Eres un regalo para la vista.
—Y tú una vista que no querría ni regalada. —Karris sonrió con dulzura.
El monarca se carcajeó.
—No solo te has vuelto más hermosa que cuando eras una muchacha, sino también más afilada. Karris, únete a nosotros. Tengo un regalo para ti, pero antes me gustaría que conocieras a mi mano derecha. —Hizo un gesto en dirección al Mancillado—. Karris Roble Blanco, te presento al Profeta de Cristal, el Maestro Policromo, lord Omnícromo, el Príncipe de los Colores, el Arcano Iluminado.
—Qué nombre más largo —dijo Karris—. Tu madre debía de tardar una eternidad en llamarte a cenar.
—Puedes escoger el que más te guste —dijo el Príncipe de los Colores. Su voz era desconcertantemente… humana. Fuerte y confiada, con una sombra de diversión, aunque ronca como la de un fumador de cencellada empedernido.
—En tal caso, me quedo con el Payaso Multicolor.
Un azul glacial y risueño remplazó enseguida al rojo que saltó a la superficie de los ojos del Mancillado.
—Vaya, Karris, qué impropio de una damisela como tú. ¿Así te enseñó a hablar tu padre? Con lo que te desvivías siempre por complacerlo. Tan modosita y cortés. Tan dócil, para tratarse de una trazadora verde.
—Eso terminó hace mucho —dijo Karris—. ¿Quién diablos eres? No me conoces.
—Ah, claro que te conozco —repuso el Príncipe de los Colores. Miró de soslayo al monarca.
—Claro, claro, adelante, que abra ya su regalo —rezongó con fingida exasperación el rey Garadul.
—Mírame, Karris —ordenó el Profeta de Cristal—. Tómate un momento. Mira más allá de tus miedos, tu repugnancia mezquina, tu ignorancia.
Karris se mordió la lengua. Aquella voz áspera denotaba un genuino afán por identificarse. De modo que guardó silencio y observó con atención. El cuerpo, como cabía esperar, no le ofrecía ninguna pista, así que se concentró en el rostro. La piel manchada de luxina distorsionaba los rasgos, al igual que las cicatrices de quemaduras. Una de las cejas se había regenerado de color blanco, Karris no sabía si a causa del fuego o en reacción a la luxina. Pero había algo familiar.
Por Orholam. El fuego. Las quemaduras cicatrizadas. Un puño se cerró con fuerza en torno a su corazón y apretó. Se quedó sin respiración. No podía ser él, había muerto hacía dieciséis años. Pero en cuanto la idea se formó en su mente, supo que no podía tratarse de nadie más.
—Koios —exhaló con un hilo de voz. Ahora entendía por qué la Blanca la había enviado aquí. El enemigo era su hermano. Las rodillas cedieron bajo su cuerpo. Karris se sentó de golpe en los cojines que había al lado del rey, so pena de sufrir un desvanecimiento completamente propio de una damisela.