64

Es muy fácil, Kip. Nadie espera que traces ni una polea ni una trainera. Una pelotita verde, eso es todo. No tiene ningún misterio.

Estaba sentado con las piernas cruzadas, las gafas verdes puestas y la tabla blanca en el regazo, esperando a que ocurriera algo. Llevaba dos horas así. ¿Y exactamente qué era lo que estaba haciendo? Nada. ¿Cómo esperaban que te concentraras en el trazo cuando las horas se sucedían en balde? Volvía a rugirle el estómago. Sus protestas se habían vuelto constantes a medida que el sol alcanzaba su cenit.

¿No me darán de comer si no trazo? Es una crueldad. Es una tortura. Es imposible.

Kip levantó la cabeza. Gavin los había conducido hasta las ruinas de la antigua muralla exterior, a escasos cientos de pasos de la Puerta de la Amante. Cuando llegaron ya había cientos de personas trabajando, y desde entonces se habían unido a ellas varios de los que antes estaban atascados en la columna. Su cometido era levantar los cimientos de la muralla, que en algunos puntos se hundían hasta cuatro pasos en el suelo, según había podido comprobar Kip. La excavación, sin embargo, avanzaba más deprisa de lo que el muchacho hubiera creído posible, entre la enorme cantidad de trabajadores y el terreno arenoso, apenas cubierto de vegetación.

Gavin se dedicaba a estudiar unos dibujos en compañía de maese Danavis. El general Danavis, se corrigió Kip. La naturalidad con que el general ordenaba a los hombres que hicieran esto o lo otro (exactamente igual que le pedía a Kip que hiciera esto o lo otro cuando aún vivían en Rekton) hizo que Kip se preguntara cómo era posible que nunca hubiera sentido la menor curiosidad por su pasado. Saltaba a la vista que ese hombre era demasiado grande para una ciudad tan pequeña como Rekton, pero eso a Kip nunca le había extrañado. Los niños solo piensan en sí mismos, Kip.

—No sirve —estaba diciendo Gavin—. No, los detalles están bien. Son perfectos. Pero si la antigua muralla no nos detuvo, ¿por qué reconstruir algo defectuoso?

¿Reconstruir la muralla? ¿No había dicho Gavin que el ejército del rey Garadul llegaría dentro de cuatro o cinco días?

—Tendremos suerte si conseguimos terminar algo que solo esté «defectuoso» —repuso el general Danavis—. Tendremos suerte si conseguimos terminar algo en absoluto.

—Que me traigan los planos de Rathcaeson —dijo el Prisma.

—¿Realmente quieres construir una muralla basándote en la representación que hizo un artista de una ciudad legendaria?

Gavin, irritado, tensó los músculos de la mandíbula.

—Entendido, lord Prisma —dijo el general Danavis, con una reverencia.

—Trae a tu hija —le ordenó Gavin—. Me vendría bien una supervioleta.

Tras un instante de vacilación:

—Por supuesto. —El general montó en su caballo y partió al galope hacia la ciudad, al frente de una estela de guardias personales ruthgari.

En ese momento, tras llevar toda la mañana conversando sin cesar con los capataces, los soldados ruthgari y el general Danavis, Gavin se quedó solo de repente. Miró a Kip. Ups, me parece que tendría que estar trazando.

Gavin enarcó una ceja en su dirección.

—Sigues sin tener hambre, ¿eh?

Kip hizo una mueca.

—Gracias por recordármelo.

—Kip, más que ningún otro color, el verde puede resumirse en una palabra: Naturaleza. Todas las connotaciones de la naturaleza, tanto positivas como negativas, se dan cita en el verde. Por eso puedo asegurarte que lo único que necesitas es voluntad, puesto que esta y la naturaleza van siempre de la mano. Si fueras un azul incipiente, tendría que explicarte el sentido del trazo, la armonía, el orden, cuál es su lugar en el mundo. Pero no lo eres. ¿Alguna pregunta?

Sobre el trazo no.

—¿Qué le pasó al artillero?

—¿Cómo?

—El del barco ilytiano que estuvo a punto de matarnos. Justo antes de que le disparara, su pistola estalló.

—Suele ocurrir —dijo Gavin—. A veces los mosquetes no pueden resistir la sobrecarga de postas.

—¿El artillero que estuvo a punto de darnos desde quinientos pasos calculó mal la carga de su mosquete?

Gavin sonrió. Le enseñó la palma de la mano. Estaba vacía. Ah. Kip esforzó la vista. Allí estaba, una bola supervioleta.

—¿La ves? —preguntó Gavin.

—La veo.

Gavin extendió la mano. Sonó un suave chasquido, y su mano salió disparada hacia atrás. La bola supervioleta surcó el aire como si del proyectil de un mosquete se tratara.

—Obturé el cañón —confesó Gavin, encogiéndose de hombros—. Se puede emplear cualquier color para conseguirlo. El amarillo solo si eres capaz de crear luxina amarilla sólida, naturalmente, pero vale prácticamente todo.

—¿Por qué no lo mataste?

—Tal vez lo hice —dijo Gavin—. La explosión de un mosquete en las manos no es ninguna broma. —Volvió a encoger los hombros—. Lo reconocí. Actuaba por libre durante la guerra. A veces luchaba por mí, a veces por mi hermano, a veces por el capitán que más le pagara en aquel momento. Es un borracho y una sabandija, además del mayor experto en cañones de las Siete Satrapías. Cualquiera que fuese el nombre que le pusieron al nacer, ahora es conocido sencillamente como el Artillero. Eso es lo que es. Su primer destino como cañonero bajo cubierta fue a bordo de un navío llamado el Aved Barayah, el Escupefuego.

—¿El Escupefuego? ¡¿El Escupefuego?!

—Que se recuerde, el único barco capaz de abatir a un demonio marino adulto. El Artillero debía de contar unos dieciséis años por aquel entonces. —Gavin sacudió la cabeza para exorcizar el recuerdo—. He matado a mucha gente, Kip. A veces titubeo, y por contraproducente y peligroso que sea, me gusta pensar que eso demuestra que aún me queda un ápice de humanidad. Además, sabía que reventarle el arma en las manos lo enfurecería de veras. Conociendo al Artillero, lo más probable es que construyera él mismo ese mosquete, y todavía estará preguntándose quién diablos sobrecargó el arma. —Observó de soslayo a un ruthgari elegantemente ataviado que se dirigía hacia ellos, flanqueado por guardias y esclavos que portaban un pabellón portátil para que la pálida figura estuviese siempre a la sombra—. Te dejaré para que sigas trabajando. Pero date prisa, los sirvientes traerán el almuerzo de un momento a otro.

Justo cuando ya me había olvidado de mi estómago. Gracias.

Kip se empujó las gafas sobre la nariz (no dejaban de resbalarse, y no eran ni remotamente cómodas) y fijó la mirada en la tabla blanca. Naturaleza. La naturaleza, desenfrenada, en constante expansión. El noble ruthgari (Kip dedujo que se trataba del gobernador) se había encarado con Gavin y estaba lamentándose de algo con voz chillona. Por su aspecto, se diría que tenía para rato. Kip intentó bloquearlo.

Verde. Venga, a ver esa naturaleza salvaje.

Salvaje, he ahí la palabra que mejor me describe. Kip el salvaje. Qué salvaje era cuando Ram me llamaba gordito, ¿eh? Qué salvaje era cuando me arrebató a Isa. Si hubiera sido un poquito más salvaje, ella aún seguiría con vida. La naturaleza se opone a que la controlen, y yo me he dejado controlar toda mi vida. Controlado por Ram… ¡por Ram! Por un chulo de pueblo. ¡Un mocoso! No llegaba ni a matón.

Si Kip le hubiera dicho a Ram que se fuera a la noche eterna, si lo hubiera descuartizado con su lengua afilada, ¿qué podría haber hecho Ram aparte de darle una paliza? Los músculos de Ram no eran rival para el cerebro de Kip.

Bueno, ni para nada, ahora que estarán pudriéndose.

Ese pensamiento puso nervioso a Kip. No quería que Ram estuviera muerto. El chico tenía muchas virtudes. O unas pocas, al menos. Aunque Kip no se sintiera espantosamente mal por la muerte de Ram, desearía que siguiera con vida para poder plantarle cara ahora.

He hablado con Gavin Guile. ¡He hundido barcos piratas con él! Bueno, prácticamente me limité a no ahogarme mientras él hundía los barcos, pero aun así.

Kip se miró las manos. La luxina seguía brillando por su ausencia. El gobernador continuaba desgañitándose. Por Orholam, ¿cómo lo aguantaba Gavin? Ese tipo poseía la voz más nasal que Kip hubiera oído en su vida. Daban ganas de aporrearle la cabeza con una enorme pelota de luxina verde. De reojo, volvió a mirarse las manos. Nada.

Voy a decepcionar a Gavin. Otra vez. Igual que a Isa. Igual que a Sanson. Igual que a mi madre en mil ocasiones.

El hambre le roía las tripas. Eso es lo que soy, un gordo fracasado. Me han servido una vida nueva en bandeja de plata. El hijo de Gavin Guile, hijo bastardo, vale, pero ni una sola vez me ha tratado como si se avergonzara de mí. Y ni siquiera soy capaz de conjurar la fuerza de voluntad necesaria para extender la mano y aceptar esa nueva vida. A cambio de todos los favores que me ha hecho, voy a humillar al hombre que me salvó el pellejo, que me ofreció una segunda oportunidad.

Era como si unas bandas de hierro le oprimieran el pecho, cada vez más tirantes. Cada vez le costaba más respirar. Se le anegaron los ojos de lágrimas. Mocoso. Inútil. Fracasado. Las facciones de su madre, distorsionadas, peligrosamente enajenada tras fumar quife mezclado con cornezuelo: ¡Me arruinaste la vida! Eres el peor error que he cometido nunca. ¡Renuncié a todo, me lo arrebataste todo y me dejaste sin nada! Me pones enferma, Kip.

Kip, puedes desembarazarte de esas cadenas. Deja de creer en esas…

—¡Mentiras! —bramó el gobernador. Con el vello de punta, Kip sufrió un estremecimiento. El sol ya prácticamente había alcanzado su cenit. El ojo de Orholam aporreaba la tierra como una maza, pero para Kip era una caricia. Luz, energía, calor, amor, claridad que disipaba las tinieblas. Contempló la tablilla blanca, y en el verde que filtraban sus gafas vio uno de los rostros de Orholam. Kip no lo llamaría naturaleza, sino libertad. Sintió deseos de gritar, de dar saltos de alegría, y al infierno lo que pensaran los demás. Podía liberarse de todo eso, de la prisión que era el interior de su cabeza, de las dudas contumaces, de los cuchicheos sobre todo cuanto hacía y decía. Era acción, tan poderosa como el brote de secuoya que se abre paso entre las grietas de un peñasco. La vida prevalecería. Las raíces ahondarían, porfiarían y se impondrían a la roca.

Kip sintió que las bandas de hierro que le ceñían el peso saltaban en pedazos. Se sentía más vivo que nunca. Lo poseían un vigor y una alegría animales.

De modo que a esto se referían cuando hablaban de la naturaleza.

El gobernador seguía cacareando con voz estridente. Kip creó una bola de luxina verde en la palma de la mano. ¿Así de fácil? ¿Decidiendo hacerlo sin más? Parecía sospechosamente sencillo. La pelota era gruesa, densa, pero también flexible bajo la presión de sus dedos. Kip aumentó su tamaño, ahuecándola, como el doble de grande que su cabeza. Ahora la flexibilidad era exagerada. Lo bastante blanda para no matar a nadie.

Con la mayor de las sonrisas en el rostro, Kip la sostuvo en las palmas de las manos. ¿Cómo disparaba Gavin la luxina? Kip también había visto cómo lo hacía Puño de Hierro. Arrugó la nariz. A lo mejor solo hay que desearlo.

Una diminuta parte de su mente estaba protestando: ¡No puedes agredir al gobernador! Es el gobernador, por el amor de Orholam. ¿Crees que sus guardaespaldas entenderán que en realidad no querías hacerle ningún daño?

Pero inmerso en el verde, las palabras como «gobernador» perdían su significado. ¿Qué era eso? ¿Cuál era la diferencia? Los adornos de los rituales y los títulos humanos parecían artificiales, inanes.

Kip deseó que la bola saliera disparada de sus manos. Todavía sentado, sonriendo como un memo, podía sentir cómo se amasaba la energía tras la pelota. ¿Hasta cuándo debía permitir que siguiera acumulándose antes de liberarla? Bueno, así debería bastar. Con un chasquido apagado, la bolsa despegó de las manos de Kip a gran velocidad.

Sentado aún en el suelo, se cayó de espaldas hecho una madeja de brazos y piernas.

Kip rodó hasta ponerse de rodillas, riendo, y se dispuso a ver qué había ocurrido con el gobernador.

Este yacía boca arriba, y al parecer la bola de luxina verde había rebotado de un lado a otro, porque dos de los esclavos intentaban alejarse como podían del palanquín que amenazaba con desplomarse sobre sus cabezas. El pabellón se cayó justo encima del gobernador. Kip le oyó proferir un gritito, pero dejó de verlo cuando uno de los guardaespaldas cargó contra él, espada en ristre.

Con las gafas torcidas, Kip no podía trazar más verde, pero aún le quedaba una generosa cantidad en el cuerpo. Empezó a trazar otra pelota, más pequeña esta vez. ¡Demasiado lento, demasiado lento!

El aire se estremeció entre el espadachín y él mientras levantaba las manos. Un fuerte restallido precedió al despegue de una diminuta bola verde; el retroceso le empujó dolorosamente las manos hacia atrás.

En un abrir y cerrar de ojos, un muro de luxina azul se desplegó entre Kip y el espadachín. El arma del guardaespaldas se estrelló contra la barrera azul cuando se cernía ya sobre el muchacho arrodillado. El filo chirrió al ser empujado hacia abajo, arrancando virutas azules. Una fracción de segundo después, el espadachín impactó de frente con un gruñido. Se produjo un sonido parecido a la formación de una grieta en una superficie de vidrio, seguido de un lamento estridente.

El guardaespaldas se recuperó y se detuvo. El disparo de Kip había resquebrajado la luxina azul justo delante de sus narices; una tela de araña se extendía por la barrera en el lugar que habría ocupado su cabeza. En el centro, un cráter del tamaño de un proyectil de mosquete rompía la homogeneidad del muro de luxina azul.

—Basta —dijo Gavin. No le hizo falta levantar la voz, se limitó a aprovechar el prolongado silencio. Su pared azul los había salvado a ambos.

Kip se sentía estremecido, sin fuerzas. Ay, mierda. ¿Qué acabo de hacer?

Dos de los guardaespaldas del gobernador estaban sacándolo de debajo del palanquín derribado. Sin dejar de protestar, el hombre se incorporó con la nariz ensangrentada. El rubor abochornado que le teñía las mejillas pronto dio paso a un sonrojo enfurecido, y se dirigió a Gavin con paso airado.

—¡Tu esclavo me ha atacado, exijo una satisfacción! —El gobernador desenvainó la espada decorativa que colgaba de su cadera y apuntó con ella a Kip.

Un músculo se tensó en la mandíbula de Gavin.

—No se trata de ningún esclavo. Kip es mi hijo natural.

—¿Este? ¿Este es tu bastardo?

Tras unos instantes de silencio pétreo, Gavin dijo:

—Kip, discúlpate.

Kip tragó saliva con dificultad y se levantó, incapaz de disimular los temblores que lo sacudían de la cabeza a los pies.

—Lo siento en el alma, señor. Estaba practicando el trazo por primera vez. Le aseguro que no sabía lo que…

—¿Disculpas? No, lord Prisma, ¿primero me agredís y ahora este ultraje? Exijo una satisfacción.

—No estáis en condiciones de exigir nada —dijo Gavin, sin romper en ningún momento el contacto visual—. Sois un corrupto, gobernador Crassos, cuando no un traidor. Os habéis confabulado con el rey Garadul, y como consiga encontrar siquiera un ápice de prueba que lo demuestre juro que a vuestro regreso a Ruthgar habrá una estaca esperando vuestra cabeza. A menos que el sátrapa Ptolos decida entregaros antes a los parianos. Sois incompetente y despreciable, embustero, ladrón y cobarde. Si queréis satisfacción, podéis batiros en duelo conmigo. Espada contra espada. Palabra de honor que no trazaré, pero tendrá que ser ahora mismo.

El gobernador pestañeó y la punta de la espada tembló. Parpadeó otra vez. Enfundó la espada.

—Luchar con espadas es de ignorantes —refunfuñó mientras giraba en redondo sobre los talones y se alejaba con aire indignado.

Kip se dio cuenta de que tenía a alguien justo detrás. Al girarse, vio a Puño de Hierro cerniéndose sobre él.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí?

—El suficiente para protegerte de tu imprudencia, aunque no tanto como para impedir que la cometieras. No sabía que hubieras heredado el talento de tu familia para meterte en problemas a las primeras de cambio.

Oh, el muro azul había sido obra de Puño de Hierro. ¿Significaba eso que el enorme Guardia Negro ya le había salvado la vida en dos ocasiones?

—Comandante —dijo Gavin—, necesito hablar con vos de nuestros espías. Crassos está asustado. Podría darse a la fuga. Aseguraos de que quienes gobiernan los cañones en la entrada del puerto sean hombres dispuestos a obedecer la orden de disparar, llegado el caso. Y de que Crassos no saquee las arcas. Me gustaría ser capaz de pagar a nuestro ejército.

Puño de Hierro frunció el ceño.

—Preferiría no separarme de Kip. Soy un Guardia Negro, lord Prisma, no un mensajero. Mi deber está aquí.

—Yo no puedo encargarme —dijo Gavin—. Kip tampoco. Alguien tiene que hacerlo. Es culpa mía por prohibiros que trajerais más Guardias Negros, pero eso ya no tiene remedio.

El comandante Puño de Hierro solo titubeó un segundo más.

—Muy bien, lord Prisma. —Hizo una reverencia y encaminó sus pasos hacia los caballos que alguien les había traído.

Cuando se fue, reinaba un silencio sospechoso. Docenas de trabajadores habían visto lo ocurrido, y si bien humillar al gobernador sin duda le había ganado a Gavin algo de respeto, nadie parecía dispuesto a acercarse, so pena de incurrir en las iras del Prisma. Gavin se masajeó la frente.

—Probablemente te estarás preguntando por qué vamos a librar una guerra para defender a imbéciles como ese gobernador —dijo.

Lo cierto era que Kip no se había parado a pensarlo, pero ahora que Gavin lo mencionaba, sí que parecía algo extraño.

—Porque Rask Garadul apesta a fanático, Kip. Eso es todo. Cientos, o en el peor de los casos miles de personas perderán la vida porque coincidí con Rask durante unos minutos y pensé que estaba loco. —Gavin exhaló un suspiro—. Quiere esta ciudad y, francamente, está en su derecho. Si pudiera devolvérsela a las gentes de Tyrea, lo haría. Se lo merecen. Han… habéis pagado un precio demasiado alto por una guerra en la que luchasteis en el único bando que podíais. Si fuera cualquier otra persona esperando a asumir el mando tras nuestra partida, se lo cedería encantado, y al diablo con el Espectro. Pero con Rask en el poder… Es un poco más complicado que eso, naturalmente, pero ese es el motivo de que esté aquí, y mi presencia será lo que iguale las cosas. Si nos marcháramos, Rask irrumpiría sin oposición, cerraría el puerto antes de que los parianos pudieran desembarcar y ese sería básicamente el fin de la historia. Los parianos montarían en cólera, pero aquí no hay tantos beneficios que obtener como para justificar la movilización de todo un ejército. Tarde o temprano, Rask les ofrecería un contrato de transporte en exclusiva para todos los cítricos de Garriston durante unos cuantos años y lo aceptarían. ¿Qué te parece? ¿Merece la pena?

Me lo pregunta como si mi opinión tuviera algún valor. Kip no había tratado con muchos adultos a los que les importara su opinión.

—Creo que el rey Garadul debería morirse y ahorrarnos un montón de problemas.

Gavin se rio con desgana.

—Ojalá. A lo mejor Karris obra un milagro y se encarga de ello.

—La echas mucho de menos, ¿verdad? —preguntó Kip, sin poder evitarlo.

Gavin lo fulminó con la mirada. La desvió a continuación. Se aplacó. Transcurrido un minuto, exhaló un largo suspiro y a Kip le pareció ver como si Gavin renunciara a toda esperanza.

—Salta a la vista, ¿verdad?

—¿Crees que la matarán? —preguntó Kip.

La cadena de emociones que aletearon en las facciones de Gavin se concretaron en una resignación y un pesar tan profundos que no podían expresarse con lágrimas.

—Vivirá hasta que Rask compruebe si estoy dispuesto a entregarle la ciudad a cambio de ella. Luego la matará. De una forma u otra.

No. Nada de eso, pensó Kip. Lo juro.