62

—Despierta, Kip —dijo una voz.

Kip tenía el sueño profundo, por lo general, pero se sentó de golpe al escuchar esa voz.

—¿Mi señor Prisma? —preguntó, parpadeando. Se sentía como si hiciera apenas diez minutos que se había acostado.

—Vístete —dijo Gavin—. Vamos a dar un paseo. —Se giró hacia el comandante Puño de Hierro, de pie junto a la puerta—. Estás invitado.

Una sonrisa centelleó en el semblante de Puño de Hierro, visible tan solo porque sus dientes, tan blancos, resaltaban contra la piel de ébano. Los habría acompañado de todas maneras.

Kip se vistió. Llegaron a las calles de Garriston en cuestión de minutos. Kip volvió a asumir su papel de forastero boquiabierto, aún ligeramente impresionado por encontrarse en una ciudad de este tamaño, si bien no era ni por asomo tan impresionante como los Jaspes. La arquitectura, por supuesto, no consistía solo en altos minaretes. Al igual que en su hogar, los edificios eran cuadrados, con tejados planos donde la gente podía relajarse al atardecer o dormir durante las noches más sofocantes. Aun con la brisa marina, el calor era abrumador. Pero, a diferencia de en Rekton, aquí no todas las construcciones eran de piedra. Intercalados con esta, a menudo en el mismo edificio, había ladrillos de adobe y madera de dátil, todo ello cohesionado con mortero de yeso. Incluso el encalado, imprescindible para mantener el frescor dentro de los hogares y proteger el mortero y los ladrillos de barro del sol, se aplicaba arbitrariamente. Los edificios, no obstante, tenían tres y hasta cuatro plantas de altura. En Rekton, solo un puñado alcanzaba los tres pisos. Los transeúntes parecían sucios y desaliñados, y había basura desperdigada por todas partes.

Gavin, se fijó Kip, llevaba puesta una capa raída y descolorida sujeta al frente por un solo botón. ¿Disimulando su estatus? Lo cierto era que Puño de Hierro era blanco de más miradas de curiosidad que Gavin o Kip.

—Oye, Puño de Hierro, ¿te importaría llamar un poco menos la aten…? —empezó Gavin mientras su mirada ascendía desde los pies del comandante de la Guardia Negra. Hubo de inclinar la cabeza hacia atrás antes de poder abarcar por completo al gigantón musculoso en toda su envergadura—. No tiene importancia.

Kip sonrió.

—¿Adónde vamos? —quiso saber.

—Ya lo verás —dijo Gavin—. ¿Qué tal los estudios?

—No sé si se puede llamar estudiar a lo que he hecho hasta ahora. —Kip frunció el ceño—. Liv estaba empezando a explicarme cómo la dependencia de la fuerza de voluntad puede resultar peligrosa para muchos trazadores cuando apareció su padre.

—¿Qué dijo?

—Bueno, nada. En realidad no lo entendí, y ella no tuvo ocasión de explicarse.

Gavin se adentró en una callejuela para sortear las calles atestadas de gente que rodeaban el mercado fluvial.

—Muy pocos hombres son supercromados, Kip. Ni siquiera yo soy un supercromado, aunque Dazen lo era, de modo que parece que lo llevamos en las venas. Si quieres trazar algo duradero, deberás trazar el centro exacto del espectro con el que estés trabajando. ¿Quieres crear una espada azul que resista durante años después de trazarla? Tendrá que ser perfecta, por supuesto, y tendrás que resguardarla de la luz, pero esa es otra cuestión. Porque los hombres, a excepción de unos pocos, no pueden hacer eso… no pueden trazar en el centro exacto de un color, ni resguardarlo de la luz, evidentemente. Ejem, es decir, si un hombre quiere crear algo permanente, tendrá que añadir fuerza de voluntad. Dicho así suena como si hubiera que añadir carne a la sopa, ¿verdad? Hummm. La enseñanza no es lo mío, está claro. Deja que intente una cosa.

Gavin parecía completamente ajeno a las esquinas oscuras que estaban doblando y las miradas especulativas que los seguían. Por otra parte, en cuanto una de esas miradas especulativas se posaba en Puño de Hierro, no tardaba en encontrar otra cosa con la que entretenerse.

—Cada vez que trazas, usas tu voluntad. Tienes que decidir que algo totalmente inusitado, extraño y en apariencia antinatural va a ocurrir, y conseguirás que ocurra. En otras palabras, decides hacer magia. Ahora bien, cuanto más inusitado sea, más te costará creer que eres realmente capaz de conseguirlo. O, dicho de otro modo, requerirá más fuerza de voluntad. ¿Me sigues?

—De momento tiene sentido —dijo Kip.

—Bien. Ahora, la espada azul. —Gavin sacó una mano de debajo de la capa. La envolvía un azul sólido, y ante la mirada de Kip brotó luxina azul de ella. Se condensó, solidificó y endureció en forma de espada azul. Gavin se la entregó a Kip.

El muchacho la cogió con timidez mientras cruzaban una intersección con otra callejuela. Empuñó la espada como si estuviera siguiéndola hasta su destino.

—Ah —dijo, pero entonces sintió que la empuñadura se tornaba resbaladiza. Instantes después, la hoja se dobló, se separó de la empuñadura empujada por su propio peso y se despachurró contra los mugrientos adoquines del callejón. Se produjo un destello tremolante de azul, y a continuación no quedó nada salvo un montoncito de polvo del mismo color. La empuñadura que Kip sostenía aún en la mano corrió la misma suerte poco después, reduciéndose a una mancha de arenilla azul en el suelo.

—¿Qué es ese polvo? —preguntó Kip.

—Una lección para más adelante —dijo Gavin—. Bastante me está costando enseñarte los rudimentos más básicos. Lo que tienes que imaginarte es que te hubiera trazado un arado en vez de una espada. Estupendo, funcionará mientras el trazador esté en tu granja, pero a los diez minutos de su partida lo único que te quedará es polvo, literalmente. Poco práctico. Por eso todas las satrapías reclutan supercromados como posesas.

—¿Para que les hagan arados?

—No toda la magia es diversión y desmembramiento, Kip. De hecho, la mayoría de los trazadores pasan toda su vida creando objetos prácticos, como arados. Por cada artista hay diez hombres encargados de reparar tejados con luxina verde. En cualquier caso, los hombres… y las mujeres que no tengan la suerte de ser supercromadas… pueden suplir sus carencias con voluntad.

—Esforzándose más, quieres decir.

—Básicamente.

—Eso tampoco suena tan mal. Esforzarse, vaya cosa. Por el modo en que lo explicó Liv, era como si los trazadores varones fuesen esclavos comparados con las mujeres.

—Más bien perros, diría yo —repuso Gavin.

—¿Eh?

—Bueno, son personas de segunda categoría porque recurrir constantemente a la voluntad te consume. Es agotador. Y la voluntad no es solo esfuerzo, sino fe y esfuerzo unidos. Entonces, si necesitas fe para hacer magia, ¿qué ocurre con aquel que pierde la fe en sí mismo?

—¿Que no puede hacer magia? —sugirió Kip.

—Exacto. Eso explica la mitad de lo que representa la jerarquía para los trazadores. Los sátrapas y las satrapesas tratan a los trazadores como si fueran un regalo de Orholam para el mundo, no solo porque lo sean, sino porque a menos que el trazador crea que es especial y puede recurrir a Orholam para hacer magia, será incapaz de hacerla. ¿Un trazador incapaz de trazar? Inservible.

—Nunca lo había visto de ese modo. —Entonces, ¿la jerarquía no era tan rígida por capricho? Kip dedujo que los tutores de Liv le habrían explicado las cosas de forma ligeramente distinta.

—Por supuesto, se trata de un círculo que gira sobre sí mismo. Eres sátrapa, has pagado una fortuna por un trazador bicromo, en fin, has invertido tanto en él que no puedes permitir que te falle, así que debes reforzar sus aires de superioridad y mimarlo, darle esclavos, etcétera. Eso hace que los trazadores más poderosos sean intratables.

Alguien carraspeó detrás de ellos. Puño de Hierro.

—Comandante —dijo Gavin—, ¿tiene algo que añadir a la conversación?

—Se me había metido una mota de polvo en la garganta. Lo siento —dijo Puño de Hierro, que no parecía sentirlo en absoluto.

—Lo malo de la voluntad es que creemos que cuanta más gaste una persona a lo largo de su vida, antes morirá. O quizá se trate tan solo de que las personas poseedoras de una gran fuerza de voluntad tienden a trazar mucho más. En cualquier caso, sus carreras son espectaculares. Y breves. Tal vez ese sea el motivo de que los trazadores varones suelan vivir menos que sus contrapartidas femeninas, al consumir voluntad constantemente a fin de imprimir una mayor utilidad a su trazo. El efecto secundario es que, entre los trazadores más poderosos, se cuentan muchas personas con una fuerza de voluntad titánica. O, por decirlo mal y pronto, un montón de gilipollas arrogantes. Sobre todo varones. Y chiflados. Los dementes suelen creer en lo que hacen. Eso los vuelve poderosos.

—Así que voy a codearme con un hatajo de hijos de perra engreídos que están mal de la cabeza.

—Bueno, muchos de ellos son de la más noble cuna.

Ah, claro, aquí el único bastardo soy yo.

—Pensaba que trazar sería más divertido —dijo Kip.

—Los retacos no pueden remar —dijo Gavin.

—¿Retacos?

—Retacos, medianías, normalos, mangorreros, zoquetes, destripaterrones, melilotos, mocosuenas, piojos, boquirrubios, gurruminos, alelados… hay multitud de nombres. La mayoría de ellos menos amables que esos. Todos significan lo mismo: no trazador.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó Kip mientras dejaban finalmente atrás las callejuelas. Cruzaron un puente de piedra que se extendía sobre el río Umbro.

Gavin lo miró.

—¿Te refieres a qué motes degradantes me han puesto?

—¡No! —Oh, Gavin estaba tomándole el pelo. Kip frunció el ceño—. Tus ojos no… —buscó la expresión adecuada—, no tienen halo. ¿Significa eso que puedes trazar cuanto te apetezca?

—Me canso como el que más, pero sí. Por ahora puedo trazar a diario, tanto como sea capaz, sin consumirme. Algún día, seguramente dentro de cinco años, empezaré a perder los colores. La situación se prolongará durante un año, más o menos, y después moriré.

—¿Por qué dentro de cinco años? —preguntó Kip. Seguía llamándole la atención la tranquilidad con que se referían los trazadores a su muerte inminente. Supongo que disponen de tiempo para acostumbrarse a la idea.

—Ocurre siempre en múltiplos de siete a partir del comienzo del nombramiento de un Prisma. Yo ya he superado los dieciséis años, de modo que tengo hasta los veintiuno. Mucho tiempo para un Prisma.

—Ah. ¿Por qué múltiplos de siete?

—¿Porque siete son los colores, las virtudes, las satrapías…? ¿Porque a Orholam le gusta esa cifra? Lo cierto es que nadie lo sabe.

Caminaban por unas calles abarrotadas de personas que comenzaban sus quehaceres diarios, ansiosas por completar el mayor número de tareas posible antes de que llegara el calor. Se acercaron a la aglomeración de gente que se agolpaba ante la Puerta de la Amante, esperando a cruzarla para acudir a sus puestos de trabajo fuera de la ciudad. Aunque Kip ni siquiera le vio trazar, Gavin se giró y le puso una piedra verde en la mano. No se trataba de ninguna roca, sino de luxina verde. Por su tamaño, encajaba a la perfección en la palma de Kip. El muchacho se quedó mirándola, desconcertado.

—¿Has traído las gafas? —preguntó Gavin. Le dio a Kip una tabla cuadrada, de un pie de lado, perfectamente blanca.

Kip sacó los anteojos y esbozó una débil sonrisa. Tengo un mal presentimiento sobre lo que me va a decir a continuación.

—Te toca. Podrás almorzar… o cenar, o posiblemente desayunar… cuando consigas crear una pelota de luxina verde tú solo. Tienes las gafas, un reflector blanco, sol de sobra y un ejemplo. No podría ponértelo más fácil ni aunque quisiera.

—Pero necesito habilidad, voluntad, fuente y tranquilidad. No tengo ninguna habilidad. Ninguna. En absoluto.

Gavin lo miró con aire burlón.

—¿Y cómo crees que se adquiere la habilidad? Es el requisito más sobrevalorado. La voluntad cubre multitud de defectos.

¿Dónde he oído eso antes? Kip ni siquiera había desayunado, ¿y no iban a dejarle probar bocado hasta que hiciera una bola mágica? Estupendo.

Llegaron al fondo de la columna. Gavin miró de reojo al comandante Puño de Hierro. Sin necesidad de más incentivo, Puño de Hierro dijo:

—Parece que se ha estropeado una carreta. Está bloqueando la mitad de la puerta.

Gavin apuntó con la mano hacia delante, como diciendo: Tú primero. El comandante Puño de Hierro avanzó, y los impacientes campesinos y artesanos le abrieron paso sin rechistar. O, por lo menos, quienes se enfadaron al verse empujados a un lado se apresuraron a disimular su irritación cuando vieron el tamaño de la figura que se cernía sobre ellos.

—Queremos ayudar —anunció Gavin.

—Cómo no, escoria pariana —escupió alguien. Gavin se detuvo y paseó la mirada por la multitud en busca de quien había hablado. Quienes veían sus ojos y reparaban en aquellos orbes prismáticos enmudecían, desconcertados y aturdidos.

—Podéis aceptar mi ayuda o ganaros mi enemistad —declaró en voz alta Gavin. Se desabrochó la humilde capa y la echó hacia atrás por encima de los hombros, exponiendo así el manto y la camisa casi cegadoramente blancos que lucía debajo, bordados con hilo de oro y tachonados de piedras preciosas.

Siguió caminando, y Kip se pegó a él. La muchedumbre se abría a su paso, murmurando preguntas e imprecaciones. En cuestión de un minuto, llegaron al frente de la columna. Al menos una docena de hombres se esforzaban por mover una carreta. Al parecer, los caballos se habían asustado y se habían desviado a un lado al atravesar la puerta. Una de las ruedas había chocado con el pilar, compuesto en este caso por el cabello de la Amante. La rueda se había hecho añicos por completo, al igual que el eje de la carreta, la cual seguía encajonada contra la pared, lo que imposibilitaba cualquier intento por repararla por medios convencionales. Los hombres porfiaban por levantar la carreta a pulso, con unos cuantos usando largas pértigas en un intento por separar la mole de la pared.

—Habrá que traer una carreta vacía y descargar esta antes o no tendremos ninguna oportunidad —estaba diciendo uno de los guardias.

Pese a su confesa inexperiencia, Kip supuso que al hombre no le faltaba razón. Los músculos combinados de todos esos labradores apenas si conseguían que la carreta se tambaleara. Pero la multitud aglomerada emitió un gemido colectivo, y unos pocos protestaron de viva voz.

—¿Traer una carreta vacía? ¿De dónde? ¿A través de todo el lío que tenemos ahí detrás? ¡Tardará horas!

—Hoy todos tendréis que usar las otras puertas —dijo el guardia.

Sus palabras fueron recibidas con idénticas protestas. Con lo congestionada que estaba la calle, ninguno de los hombres del frente de la columna podría salir hasta que todos los del fondo se dispersaran. Les llevaría horas.

—¿Qué? —exclamó el guardia—. Yo no tengo la culpa. ¡Solo intento encontrar una solución! ¿A alguien se le ocurre otra idea?

—A mí —dijo Gavin.

—Ya, claro, listillo… ¡Lord Prisma!

El grito del guardia provocó que una oleada de murmullos se extendiera por toda la columna.

Gavin hizo oídos sordos y, con un ademán, indicó a los hombres que se apartaran. Obedecieron, algunos temerosos, otros contrariados, aun otros con hostilidad. Gavin se acercó tranquilamente al lugar donde la carreta estaba aplastada contra la pared.

—Ya veo dónde está el problema —dijo—. Por suerte tengo unas cuantas herramientas a mi disposición.

Kip, sujetando aún la pelota de luxina verde y la tabla blanca, se dio cuenta de que el comandante Puño de Hierro había desaparecido.

Pero si es gigantesco. ¿Dónde se ha metido? Kip miró a su alrededor y al final lo encontró. El comandante estaba detrás de uno de los integrantes del gentío, cuya mano se había posado en el enorme cuchillo de faena que llevaba en el cinturón. Los inmensos dedos de Puño de Hierro envolvieron tanto la mano como el cuchillo del hombre. A continuación, cerniéndose sobre el hombre, el comandante le susurró algo al oído.

Al escucharlo, el hombre palideció al tiempo que todo su cuerpo parecía quedarse sin fuerza.

El comandante Puño de Hierro le dio una cordial palmadita en el hombro, que a punto estuvo de tirarlo al suelo, y regresó junto a Gavin.

—Siempre te escapas cuando te necesito —dijo este.

El comandante Puño de Hierro soltó un gruñido.

Kip no pudo contenerse.

—Creo que acaba de salvarte el… —Reparó demasiado tarde en la expresión de Gavin. Lo sabía—. Ah. Hum. No tiene importancia. —Bravo, Kip.

Pero Gavin ya había vuelto a poner manos a la obra.

—Necesito cuerdas. —Levantó una mano por encima de la cabeza y creó una barra de luxina amarilla que se extendió en ambas direcciones, hasta alcanzar una longitud tres veces superior a la altura de una persona. Se la entregó a uno de los asombrados trabajadores—. Tú y tú, colocad esto en su sitio, necesitaré que levantéis la carreta de la pared.

El hombre asintió con la cabeza, embobado. El otro hombre y él empezaron a encajar la pértiga entre la pared y la carreta, a tanta profundidad como les era posible.

Gavin rodeó la carreta mientras proyectaba finos chorros de luxina en varios lugares bajo los ejes.

—Ahora —indicó a los hombres de la palanca.

Empujaron y movieron la carreta al menos un palmo. Tras contar hasta tres, se relajaron y tensaron los hombros, listos para intentarlo de nuevo.

—No será necesario —dijo Gavin—. Ya habéis hecho suficiente. Gracias. —Y efectivamente, había luxina incluso detrás de la carreta, envolviendo el conjunto en una telaraña reluciente de varios colores, principalmente verdes y amarillos.

Gavin giró los hombros, se preparó, apuntó al arco de piedra y luxina de la puerta, y disparó un chorro de azul y amarillo. En cuestión de momentos, se materializó en una polea. Aceptó los rollos de cuerda de un granjero que tenía cerca y disparó otro rayo, anclando un extremo de la cuerda en el techo. A continuación, hilvanó el resto de la cuerda en la polea. Dejó que la cuerda colgara floja entre la polea fija y el extremo anclado, y trazó una polea simple en ese tramo, que a continuación sujetó a la red de luxina que rodeaba la carreta. Llamó por señas al campesino, aparentemente el propietario de la carreta, y le lanzó el resto de la cuerda.

—Aún me hará falta toda vuestra ayuda —dijo.

Kip tragó saliva con dificultad.

—Por favor, dime que no está improvisando todo eso —murmuró para el comandante Puño de Hierro, que observaba la multitud en silencio.

—No. Te sorprendería la frecuencia con que se estropean las carretas cuando dos ejércitos se persiguen a través de la mitad de las Siete Satrapías. He visto cómo levantaba cargas más pesadas él solo. Aunque con muchos más aparejos.

Lo que planteaba la pregunta fundamental de por qué no se encargaba Gavin solo de esto. Podía trazar luxina más resistente que cualquier cuerda de cáñamo. Podía trazar otras cuatro poleas y volver la carga tan liviana como para levantar la carreta sin ayuda de nadie. Pero en cuanto Kip se hizo esa pregunta, supo cuál era la respuesta. Gavin estaba ganándose la confianza de la gente. Si irrumpía sin más y lo hacía todo él solo, los demás se sentirían impresionados, pero no formarían parte de ello. De este modo, les permitía ayudarse a sí mismos. Su poder seguiría siendo asombroso, pero estaría al servicio del pueblo.

Los hombres tiraron de los cabos, y Gavin llamó a unos cuantos a su lado. La carreta se alejó de la pared al levantarse del suelo; Gavin y sus compañeros hicieron fuerza para impedir que lastimara a alguien con sus balanceos descontrolados. Al final consiguieron estabilizarla, y Gavin gritó:

—¡Vale, aguantad ahí! —A continuación se deslizó debajo de la carreta, de espaldas, hasta quedar debajo del eje posterior roto.

El peso no era ninguna broma, y los hombres estaban esforzándose por sostenerlo; los habitantes de una ciudad que el ejército de Gavin prácticamente había arrasado hacía dieciséis años. Sin embargo, el comandante Puño de Hierro no parecía preocupado.

—¿No temes la posibilidad de que la dejen caer a propósito? —susurró Kip.

—No.

Kip sí. Pero Gavin tampoco parecía asustado. Agarró los extremos del eje partido y los acercó cuanto pudo. Era un gesto inútil, estaban torcidos y deformados, pero Gavin los juntó tanto como le fue posible y los fusionó gradualmente con luxina amarilla. Pronto le tocó el turno a la rueda de la carreta. Gavin la reparó en la medida de lo posible, y remplazó el resto.

Salió arrastrándose e hizo un gesto. Los hombres bajaron la carreta, que se posó en la calzada, sosteniéndose con facilidad. Quienes habían estado ayudando prorrumpieron en vítores. Gavin dio una palmada en el hombro al campesino.

—El apaño durará unos tres días, después de los cuales tendrás que repararla en condiciones, pero hasta entonces resistirá.

—Gracias, señor, muchísimas gracias. Estaba seguro de que me lincharían. Todas estas personas iban a perder el dinero de una jornada. Me habéis salvado la vida, señor.

—No hay de qué —repuso Gavin, con una sonrisa—. Y ahora, engancha esos caballos.

Solo al ver las sonrisas que los rodeaban comprendió Kip la verdadera magnitud de las acciones de Gavin. Con diez minutos de esfuerzo y una pizca de sutileza, había transformado un contratiempo en la ocasión perfecta para conquistar, no solo a la gente a la que había ayudado directamente, sino también a toda aquella que escucharía la historia repetida. Lo incongruente del mero hecho de que el Prisma en persona se sumara a la tarea flagrantemente física de levantar, mover y estabilizar una carreta, sin importarle que su elegante ropa blanca se ensuciara, arrimando el hombro, era una declaración de principios para estos hombres. Un regente dispuesto a sudar con ellos era alguien capaz de entender a quienes se ganaban el pan con el sudor de su frente. Era más fácil confiar en alguien así que en un dandi refinado cubierto de sedas que, aunque supiera desenvolverse a la perfección en los ambientes más sofisticados, desconocería por completo el mundo real.

—Por eso oirás a muy pocas personas referirse a él como emperador Guile —dijo en voz baja Puño de Hierro, leyendo los pensamientos de Kip—. En el fondo no es un emperador, sino un prómaco. No siempre es la forma más adecuada de combatir, pero es su estilo. Por eso los hombres están dispuestos a dar la vida por él.

—Entonces, ¿por qué no conservó el título de prómaco? —preguntó Kip, temiéndose que se tratara de una pregunta delicada.

—Podría enumerar una docena de razones. La verdad es que no lo sé.

Con una floritura (completamente innecesaria, por supuesto), Gavin liberó toda la luxina y esta se disolvió, tremolando, hasta que no quedó nada más que polvo. Inclinó la cabeza en dirección a sus compañeros de fatigas y, a continuación, le hizo una seña a Kip para que lo siguiera.

Mientras Kip se reunía con Gavin y cruzaban la puerta, Gavin dijo:

—¿Has hecho ya esa bola de luxina verde que te encargué?

—¿Qué? —protestó Kip—. No me lo puedo creer… Pero si ni siquiera he tenido ocasión de…

Oh. Ha vuelto a cazarme. Gavin estaba sonriendo.

—¡Mira, Kip —dijo el muchacho—, alguien ha escrito la palabra inocente en el cielo! —Levantó la cabeza y puso cara de estupefacción—. ¿Eh? ¿Dónde?

Gavin soltó una carcajada, y a menos que le engañaran los ojos, a Kip le pareció ver que incluso Puño de Hierro esbozaba una sonrisa.

—Le cuesta arrancar, pero cuando se lanza no hay quien lo pare. No sé a quién me recuerda. —Su sonrisa no dejaba lugar a dudas sobre la identidad de ese quién. Apoyó una mano en el hombro de Kip.

Una miríada de sensaciones inidentificables sobrevino al muchacho. Ese contacto lo reafirmaba: Este es mi chico, decía. Su madre había pronunciado esas mismas palabras en no pocas ocasiones, siempre después de que Kip cometiera algún estropicio. Nunca las había dicho con orgullo.

Gavin Guile no era solo un gran hombre. También era buena persona. Kip haría cualquier cosa por él.