60

Gavin mantuvo la expresión escrupulosamente neutral. Después de dieciséis años, Corvan Danavis aún parecía estar en forma, sano como un roble y más alerta que nunca. Su piel lucía un intenso bronceado, sin duda en un intento por disimular las pecas que la cubrían y ofrecer un aspecto lo más tyreano posible, y no quedaba ni rastro de su célebre bigote con cuentas. El halo rojo de sus ojos azules abarcaba aproximadamente la mitad de sus iris, no mucho más que la última vez que Gavin lo había visto. Las arrugas, tanto las debidas a la risa como las que eran fruto de más hondas preocupaciones, sin embargo, eran nuevas. Vio cómo su mirada saltaba a Puño de Hierro y la desolación se cincelaba en sus rasgos.

Un acto consumado, Corvan Danavis.

—Comandante Puño de Hierro, por favor, desarme a este hombre y reprenda a los guardias. Con tacto, ¿sí? —Puño de Hierro lo entendería de inmediato. Los guardias ruthgari no podían recibir un trato excesivamente riguroso, so pena de avivar el enfado generalizado contra la nueva autoridad. Pero si Gavin consentía que semejante laxitud (tal vez insolencia) quedara sin corregir, los soldados ruthgari le perderían el respeto. Puño de Hierro les metería el miedo en el cuerpo sin darles pie a convertir a Gavin en el blanco de sus iras.

—¿Quiere que lo deje a solas con este traidor, lord Prisma? —Puño de Hierro sabía tan bien como Gavin que los guardias que habían facilitado el acceso de Corvan al palacio se habrían batido ya en retirada, lo que implicaba que tendría que seguirles el rastro y no estaría cerca si las cosas se salían de su cauce.

Gavin asintió con la cabeza, sucinto.

Puño de Hierro bajó el percutor de una de las pistolas y guardó el arma en su cinto sin apartar la mirada ni el otro cañón de Corvan. Avanzó y cogió la espada de Corvan; un destello fugaz se reflejó en sus ojos en señal de admiración. Tras guardar la espada y el petate de Corvan en un pequeño armario frente a la sala central, enfundó la otra pistola y registró a Corvan sin miramientos.

Antes de irse, Puño de Hierro miró a Gavin una vez más. ¿Estás seguro? Sabes que es mala idea, ¿verdad?

Gavin asintió imperceptiblemente. Vete.

La puerta se cerró detrás de Puño de Hierro. Gavin paseó la mirada alrededor de la estancia. No llevaba aquí tanto tiempo como para saber si había mirillas ocultas o túneles para los fisgones tras las paredes. Corvan se mantuvo en pie, con las manos recogidas, aguardando pacientemente.

—Salga al balcón, general.

—Por favor, hace muchos años que no soy general —dijo Corvan, pero siguió a Gavin al exterior. Gavin cerró la puerta de doble hoja tras ellos. La balconada era espaciosa, con varias sillas y mesas distribuidas para que el gobernador y sus visitantes pudieran disfrutar de la vista sobre la bahía. Gavin se alegró de haber arrojado lejos al gobernador. Tirarlo desde el tejado hasta aquí no hubiera tenido la misma gracia… y no recordaba que el balcón sobresaliera tanto. Suerte, Gavin.

Es curioso que siempre lo llame suerte, en vez de Providencia.

Corvan se asomó a la barandilla.

—La bahía parece bastante profunda en este punto —dijo, con la sombra de una sonrisita adusta en la comisura de los labios.

Gavin se apoyó en la balaustrada. El sol que acariciaba apenas el horizonte arrancaba destellos al mar e imbricaba rosas y naranjas entre las finas nubes. De improviso, los años perdidos rodaron por sus mejillas y se agarró a la barandilla como si estuviera borracho, tan solo para poder mantenerse en pie.

—El precio fue demasiado elevado, Corvan.

Corvan miró de reojo a su alrededor en busca de espías, observando los muelles y la sala de audiencias a su espalda, hasta el tejado. Dijo:

—Yo también me alegro de verte. Pero déjalo ya o conseguirás que me emocione de veras.

Gavin le lanzó una mirada de soslayo. Corvan sonreía con socarronería, pero sus ojos lo traicionaban. La sonrisa era un mero intento por mantener sus facciones ocupadas e impedir que la intensidad de sus emociones lo abrumara.

De pronto, las apariencias carecían de sentido. Gavin abrazó a su viejo amigo.

—Me alegra verte… Dazen —susurró Corvan. Sus palabras abrieron de par en par las compuertas. Ambos rompieron a llorar.

La monumental farsa había sido idea de Corvan desde el principio, hacía dieciséis años. Cuando lo propuso, fue una observación de pasada. Nadie creía realmente que Dazen pudiera derrotar a Gavin. Una noche, durante uno de los raros respiros entre una batalla y la siguiente, tras compartir demasiados odres de vino, Corvan dijo:

—Podrías vencer y limitarte a ocupar el lugar de Gavin.

—Ese es el objetivo de la Guerra de los Prismas, ¿no? Solo puede quedar uno —repuso Dazen—. Solo puede brillar uno.

Corvan hizo oídos al chiste. Dazen estaba ligeramente más achispado que él.

—No, me refiero a que podrías ser Gavin. Los dos sois casi idénticos. Durante años, cada vez que os enzarzabais en una pelea, lo único que os distinguía eran los ojos prismáticos de Gavin. Ahora tú también los tienes.

—Gavin es un presumido. Y yo soy más alto.

—La ropa se puede cambiar. Y usa zapatos con calzas para aparentar que es igual de alto que tú. Lo cual podría facilitar las cosas.

—Tiene una cicatriz. Obra tuya, añadiría —dijo Dazen.

—Podría dejarte una también a ti. Bonita simetría, ¿eh?

Ahora Dazen comenzaba a tomárselo en serio.

—Hace tiempo que no me corto el pelo. La cicatriz queda justo en la línea del nacimiento de los cabellos. Podría disimular el corte mientras sana.

—Si consigo recordar en qué lado le hice la herida —dijo Corvan—. Pásame la bota, que me estoy quedando seco.

Transcurridos unos días, Dazen le pidió a Corvan que se quedara al término de otra asamblea de campaña. Cuando todos los demás hubieron salido de la tienda, entregó a Corvan una hoja de papel. Contenía una descripción minuciosa de la cicatriz de Gavin.

—Lo decía en broma —protestó Corvan, sosteniendo la grave mirada de Dazen.

—Yo no. Fuera de la tienda hay un cirujano esperando para remendarme. Si alguien se fija, diremos que estábamos practicando y se produjo un accidente. Avergonzado por mi torpeza, te pedí que no dijeras nada al respecto.

Corvan tardó en abrir la boca de nuevo.

—Dazen… ¿Te has parado a pensar en lo que supondría esto? Tendrías que mantener la farsa durante años, tal vez mientras vivas. Todas las personas que te quieren te darán por muerto. Karris…

—Perdí a Karris cuando maté a sus traicioneros hermanos.

—¿Estás dispuesto a convertirte en Gavin a sus ojos? —preguntó Corvan.

—Corvan, fíjate en nuestros aliados —respondió Dazen, crispado, bajando la voz—. Prácticamente he jurado entregar un puerto en cada satrapía a los ilytianos. He prometido el trono atashiano a Farid Farjad. Los sectarios se unieron a nosotros con la esperanza de que su fuerza nos ayudara a destruir la Cromería. Cuando venzamos, se rebelarán contra nosotros. Y los Demonios de Ojos Azules han demostrado ser demasiado valiosos como para conformarse con un sueldo de mercenario. Espero que Horas Vatídico venga a verme en la víspera de la batalla con alguna exigencia escandalosa: tierras, títulos, bases permanentes. Tendré que claudicar. Cuando venzamos, podría enemistarme con un grupo, pero no con todos. No sé cómo hemos llegado a esta situación, pero da igual cómo empezara todo. Lo importante es que ahora nos hemos convertido en los malos.

—Nosotros somos los malos. Después de lo que hicieron ellos en Garriston —dijo con amargura Corvan.

—¿En términos de lo que sucederá con las Siete Satrapías si vencemos? Sí.

El silencio se prolongó.

—Te descubrirán tarde o temprano —dijo Corvan—. Debes tenerlo en cuenta. No puede durar eternamente.

—No necesito engañarlos durante mucho tiempo. Unos cuantos meses. Lo suficiente para consolidar la victoria. Aunque el Espectro lo descubriera, no me delatarían antes de que nuestros adversarios estuvieran aniquilados. Una mañana no me levantaría de la cama. Puedo aceptarlo.

—No nos faltan opciones —dijo Corvan—. Quiero decir, si vencemos. Estos problemas tienen solución. Nadie sabe qué ocurrirá si ganamos. Si conseguimos imponernos al ejército de Gavin relativamente intactos y obligar a la Cromería a capitular enseguida, podríamos contra…

—¿Te imaginas a la Blanca capitulando?

Corvan abrió la boca. Volvió a cerrarla.

—No.

—El plan deja mucho que desear —dijo Dazen—. Lo sé. Pero quizá no sea el peor de todos.

—Supongo que aún podríamos perder.

—Tú siempre tan optimista.

Ahora, Corvan apartó a Gavin mientras se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano.

—Te he echado de menos, amigo.

—Y yo a ti. Dime, ¿qué diablos haces aquí? —preguntó Gavin.

El regocijo del rencuentro se esfumó de las facciones de Corvan.

—Venía a advertir al gobernador de que el rey Garadul se dirige hacia aquí. Su ejército llegará dentro de cinco días, una semana a lo sumo. Y han capturado a Karris Roble Blanco.

Gavin contuvo la respiración. ¿Karris? ¿Capturada?

Ahora no podía hacer nada al respecto, aunque abriera un abismo sin fondo en su estómago.

—Estaba al corriente de las intenciones del rey Garadul —dijo—. No sabía… lo otro.

—Me lo figuraba. ¿Por qué si no estarías aquí?

—¿Crees que atacará justo después del solsticio de verano?

—El día después —dijo Corvan—. Los ruthgari se habrán retirado ya, pero los regimientos parianos todavía no habrán desembarcado.

Tal y como Gavin había supuesto. Prácticamente no le quedaba más tiempo.

—Me cuesta creer que el gobernador Crassos no tuviera noticia de la amenaza del ejército de Garadul.

—No te lo creas. Lo sabía —repuso Corvan—. Los ruthgari han empezado a replegarse con antelación. Han dejado atrás una representación simbólica, para asegurarse de que todos salgan de la ciudad antes de que Garadul lance su ataque. ¿Por qué tendrían que luchar y salvar la ciudad para los parianos?

—Malnacidos —gruñó Gavin.

—Y cobardes, y oportunistas. —Corvan se encogió de hombros—. ¿Qué piensas hacer al respecto?

—Pienso defender la ciudad.

—¿Y cómo esperas conseguirlo? —preguntó Corvan.

—Poniendo al mando a alguien con experiencia en causas perdidas —fue la respuesta de Gavin.

Tras unos instantes de silencio, Corvan levantó las manos.

—Ah, no. No puedes. Imposible. ¡Lord Prisma, soy un general enemigo!

—¿Y desde cuándo no se unen a veces los conquistados al bando vencedor? —preguntó Gavin.

—Pero no como generales. Ni de buenas a primeras.

—Han pasado dieciséis años. El tuyo es un caso especial —dijo Gavin—. Corvan Danavis, tenido en alta estima por los dos bandos de la Guerra del Falso Prisma. El hombre que terminó la guerra con honor. Una persona de integridad e inteligencia impecables. Ha pasado mucho tiempo, ¿por qué no podría creer la gente que hemos dejado atrás nuestras diferencias?

—Porque soy yo el que te dejó esa cicatriz en la frente, y no te hizo ni pizca de gracia. Y los hombres de Gavin asesinaron a mi mujer.

Gavin arrugó el entrecejo.

—Eso es verdad.

—No me necesitas —dijo Corvan—. No carecéis de dotes de mando, lord Prisma.

Era cierto. Gavin había sido testigo de grandes muestras de liderazgo, y lo había practicado lo suficiente como para reconocer sus propias aptitudes. También sabía cuáles eran sus puntos débiles.

—Con unos ejércitos igualados, en el mismo terreno, sin mi magia, ¿cuál de los dos ganaría, Corvan?

Corvan se encogió de hombros.

—Si dispusieras del respaldo de un equipo competente y tus comandantes de campo te dijeran la verdad, creo que…

—Corvan, soy el Prisma. Nadie me dice la verdad. Pregunto, ¿podéis hacer esto? Y todos responden que sí, sin importar de qué se trate. Les gusta pensar que el mero hecho de obedecer al mismísimo Prisma les ayudará a superar todos los obstáculos por arte de magia. Cuando solicito objeciones aun a mis planes más disparatados, solo obtengo silencio. Hicieron falta meses e innumerables desastres para que nuestros ejércitos depusieran siquiera en parte esa actitud durante la guerra. Ahora no tenemos tanto tiempo. —Era preciso un tipo de mentalidad especial para comprender exactamente cuál podía ser la reacción de cada una de las ramificaciones de sus fuerzas, a qué situaciones de combate podían enfrentarse con garantías de éxito y cuáles les convendría rehuir. A Gavin se le daba bien eso. Tenía buen ojo para juzgar a los comandantes enemigos, sobre todo si los conocía en persona, y para anticipar sus movimientos.

Pero tomar decisiones espontáneas acerca de la disposición de las fuerzas enemigas a partir de los fragmentarios informes de los exploradores y asignar sus puestos a miles de hombres repartidos entre numerosas divisiones eran dos cosas completamente distintas. Dividir las fuerzas y ordenar que siguieran caminos diferentes para confluir sobre un mismo objetivo, cada una de ellas con su propio comandante, y conseguir que llegaran a la vez… pocos hombres poseían ese talento. Inculcar disciplina a los soldados para que no dejaran de maniobrar durante la batalla, conseguir que se replegaran sin perder tiempo cuando podrían aniquilar al adversario con tan solo una acometida más, que estuvieran tan compenetrados que las líneas pudieran abrirse una fracción de segundo antes de que una carga de caballería atravesara sus filas… eso era prácticamente imposible. A Gavin se le daban bien las personas y la magia. Corvan comprendía las cifras, la oportunidad y la estrategia. Y hacía dieciséis años había sido para Gavin el maestro indiscutible de las artes del engaño. Juntos habían sido imparables.

—Por otra parte, Rask masacró mi aldea. —Corvan lo dijo con total tranquilidad. No estaba enfrentándose a la ira que le producía haber perdido todo lo que conocía; estaba enfrentándose a la historia que contaría la gente: ¡Pensaba que el Prisma y el general Danavis no se podían ni ver! En efecto, pero el Prisma necesitaba un general, y el general Danavis quería vengarse del rey Garadul, que acababa de arrasar el lugar donde vivía.

Funcionaba. Parecería extraño, pero no increíble. Habían pasado dieciséis años.

—Así que ambos nos utilizamos mutuamente —dijo Gavin—. Yo necesito tu genio para la estrategia, y tú necesitas mi ejército para consumar tu venganza. Podría investigarte abiertamente, para dejar claro que no me fiaba por completo de ti.

—Y yo podría refunfuñar acerca de tus afrentas delante de los hombres. Sin pasarme para no socavar su confianza, tan solo lo suficiente para que quede claro que no me sentía cómodo contigo.

—Podría dar resultado.

—Podría —dijo Corvan. Dejó de contemplar la bahía y se dio la vuelta—. Parece que mentir se te da mejor que antes.

—Demasiada práctica —dijo Gavin, reponiéndose del júbilo que le producía la oportunidad de volver a colaborar con su amigo—. ¿Sabes?, si esto funciona, podremos volver a ser amigos dentro de uno o dos años. Incluso en público.

—A menos que os sea más útil como adversario, lord Prisma.

—Ya tengo de sobra. Pero te lo concedo. Y ahora, te espera una sorpresa.

—¿Una sorpresa? —preguntó Corvan, con recelo.

—No puedo dejarme ver dándote ningún motivo de alegría, así que tendrás que bajar las escaleras sin mí. La habitación queda directamente debajo de esta. —De regreso al interior de la sala de audiencias, Gavin se detuvo—. ¿Cómo está?

Corvan sabía a quién se refería y cuál era la verdadera pregunta.

—Hubo un tiempo en que Karris parecía una flor marchita, sometida al menor capricho de su padre. Pero consiguió ingresar en la Guardia Negra y convertirse en la mano izquierda de la Blanca. Si alguien es capaz de salir de esta, será ella.

Gavin respiró hondo y, restauradas ya sus máscaras de seriedad y desconfianza, entraron en la sala de audiencias. El comandante Puño de Hierro había vuelto ya. Se erguía junto a las puertas principales con la actitud relajada pero alerta de quien dedica la mayor parte de su tiempo a estar en guardia, expectante y atento. Estaba acostumbrado a la inactividad y listo para la violencia.

—Comandante —dijo Gavin—. Corvan Danavis y yo nos enfrentamos a un enemigo en común. Ha accedido a ayudarnos a coordinar las defensas de Garriston. Tenga la bondad de notificar a los hombres que el general Danavis se encargará de supervisarlos, con efecto inmediato. El general responderá únicamente ante mí. General, ¿puede seguir usted solo a partir de aquí?

Corvan lucía la expresión de quien acaba de tomar un trago de vino avinagrado y no sabe muy bien cómo disimularlo.

—Sí, mi señor Prisma.

Gavin lo despidió con un ademán. Abrupto, ligeramente imperioso. Que el comandante Puño de Hierro lo interpretara como una muestra de autoridad por parte de Gavin. Corvan apretó las mandíbulas, pero hizo una reverencia y se fue.

Ve, amigo mío, y que el rencuentro con tu hija te resarza siquiera mínimamente de las penurias que has tenido que padecer por mi culpa.