6

El Puente Verde distaba menos de una legua de Rekton, corriente arriba. El cuerpo de Kip lo instaba con vehemencia a dejar de correr, pero cada vez que aminoraba el paso se imaginaba a los soldados apareciendo en la orilla opuesta del río. Tenía que llegar allí antes.

Aproximadamente doce pesadillas sobre esclavitud y muerte más tarde, lo hizo. Isabel, Ramir y Sanson estaban apoyadas contra el puente, pescando. Isabel estaba encogida a causa del frío, observando mientras Sanson intentaba engatusar a una trucha arco iris y Ram le decía por qué estaba haciéndolo mal. Todos miraron a Kip cuando se agachó delante de ellos, resoplando. Ni rastro de soldados por ninguna parte.

—Tenemos que irnos —jadeó Kip—. Se acercan soldados.

—¡Oh, no, oh, no! ¡Soldados, no! —se burló Ram, adoptando una expresión aterrada.

Sanson se puso en pie de un salto, creyendo que Ramir hablaba en serio. Sanson, con sus dientes saltones, crédulo y bienintencionado, siempre era el último en pillar los chistes y la víctima más probable de ellos.

—Tranquilízate, Sanson. Era una broma —dijo Ramir, propinándole un puñetazo en el hombro a Sanson, con demasiada fuerza.

La primera vez que oyeron que los reclutadores estaban imponiendo la leva obligatoria habían tardado aproximadamente un segundo en concluir que, si alguno de ellos terminaba al servicio del rey Garadul por la fuerza, ese sería Ram. A los dieciséis era un año mayor que los demás, y el único cuyo aspecto recordaba remotamente al de un soldado.

—Yo no bromeaba —dijo Kip, agachado todavía, con las manos en las rodillas, respirando con dificultad.

Vacilante, Sanson empezó:

—Mi madre dice que la alcaldesa tuvo una pelea gorda con el hombre del rey. Dice que la alcaldesa le dijo que se metiera las órdenes por la oreja.

—Conociendo a la alcaldesa —terció Isa—, seguro que no dijo «oreja». —Sonrió con picardía, y Sanson y Ram se rieron. No comprendían la gravedad de la situación.

Kip vio que Isa miraba a Ram, tan solo un vistazo de reojo, buscando su aprobación. Al encontrarla, Kip percibió que su placer se redoblaba, y se sintió mareado. Otra vez.

—¿Qué ocurre, Kip? —preguntó la muchacha. Grandes ojos castaños, labios carnosos, curvas voluptuosas, piel inmaculada. Era imposible hablar con ella sin sucumbir al hechizo de su belleza. Era aún más guapa que Liv, la verdad, e infinitamente más «palpable».

Kip intentó encontrar las palabras adecuadas. Alguien viene a matarnos, y yo me preocupo por una chica a la que ni siquiera le caigo bien.

Desde el Puente Verde hasta el naranjal más próximo había trescientos o cuatrocientos pasos. Entre el puente y los árboles había pocos lugares en los que ponerse a cubierto.

—Es… —comenzó Kip, pero Ram lo interrumpió sin miramientos.

—Si me capturan, me presentaré voluntario para convertirme en trazador de combate —dijo Ram—. Es peligroso, lo sé, pero si tengo que dejar atrás todo lo que amo, me esforzaré para que valga la pena. —Perdió la mirada en el horizonte, en un futuro exultante. Kip se contuvo para no estrellar el puño contra sus apuestas y heroicas facciones.

»¿Por qué no huís Sanson y tú? —preguntó Ram—. Ya sabes, del temible ejército. Isa y yo queremos despedirnos.

—¿Por qué no podéis despediros delante de nosotros? —quiso saber Sanson.

Isa se ruborizó.

Los ojos de Ram relampaguearon.

—En serio, vosotros dos, no seáis capullos, ¿eh? —dijo, fingiendo que bromeaba.

—Ram, escucha —insistió Kip—. El ejército se dispone a utilizarnos para dar un castigo ejemplar. Tenemos que irnos. Ahora mismo. Maese Danavis ha dicho que querrían capturar el puente. —De hecho, el Puente Verde era una reliquia del último ejército que lo había cruzado. Estaba recubierto de luxina verde, la más resistente: una vez sellada, se disolvía más despacio que las de cualquier otro tipo. Decían que cuando Gavin Guile pasó por aquí a la cabeza de su ejército, dispuesto a aplastar al de su malvado hermano Dazen, el mismísimo Prisma había trazado este puente. Sin ayuda. En cuestión de segundos. El ejército había continuado la marcha sin aminorar el paso, aunque sus forrajeadores habían robado toda la comida y el ganado que aún quedaba en la ciudad. Todos los hombres de la zona habían sido obligados a alistarse en uno u otro bando.

Ese era el motivo de que todos se hubieran criado sin padres. Ninguno de los habitantes de Rekton debería tomarse a la ligera el hecho de que hubiera un ejército a sus puertas. Ni siquiera los niños.

—Hazme un favor, Gordito. Te lo compensaré.

—Si te vas con los soldados, no podrás compensarme nada —dijo Kip. Le daban ganas de estrangular a Ram cuando le llamaba Gordito.

Una nube que no presagiaba nada bueno ensombreció las facciones de Ram. Se habían peleado antes, y Ram siempre ganaba. Pero nunca con facilidad. Kip podía encajar bien los golpes, y en ocasiones se volvía loco. Los dos lo sabían.

—Bueno, hazme ese favor, ¿eh?

—¡Tenemos que irnos! —poco menos que gritó Kip. Aunque tampoco sabía de qué se extrañaba. Cuando se lo proponía, Ram podía ser insufriblemente obstinado. Escogía su objetivo e iba derecho a por él, arrollándolo todo a su paso, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda. Hoy su objetivo era cobrarse la virginidad de Isabel. Así de simple. Ningún ejército invasor de tres al cuarto iba a detener al muy alcornoque.

—De acuerdo. Ven, Isa, nos vamos al naranjal —dijo Ram—. Y no creas que olvidaré esto, Kip.

Ram cogió la mano de la muchacha y tiró de ella hasta que empezó a caminar. Isabel lo siguió con las mejillas encendidas, mirando a Kip por encima del hombro, como si esperase que hiciera algo.

Pero ¿qué podía hacer él? Lo cierto era que se alejaban en la dirección correcta. Si se plantaba delante de Ram y le daba un puñetazo en la cara, Ram lo machacaría… y peor aún, ambos estarían a cielo descubierto. Si Kip seguía sus pasos, Ram podría asumir que buscaba pelea aunque no fuera así, con el mismo resultado.

Isabel seguía mirándolo. Era tan bonita que dolía.

Kip podía quedarse donde estaba. Sin hacer nada. Y esconderse debajo del puente.

¡No!

Kip profirió una maldición. Isa volvió la vista atrás cuando el muchacho salió de la sombra del Puente Verde. Abrió los ojos de par en par, y a Kip le pareció que una sonrisa se insinuaba en sus labios. ¿Alegría sincera al ver que Kip la seguía y se comportaba como un hombre, o malsana vanidad por ser el objeto de una disputa? La mirada de la muchacha se desvió entonces arriba y a la izquierda, hacia la orilla opuesta del río. Sorprendida.

Un hombre gritó algo desde lo alto, pero el siseo de las aguas impidió que Kip distinguiera las palabras. Ram tropezó al llegar a lo alto de la ribera. No hizo nada por recuperar el equilibrio. En vez de eso, cayó de rodillas, se tambaleó y se desplomó de espaldas.

Fue solo cuando el cuerpo inerte de Ram rodó por sí solo que Kip vio la flecha que sobresalía de su espalda.

Isa también la vio. Miró de frente a quienquiera que estuviese en la orilla, miró a Kip de soslayo, y echó a correr en la otra dirección.

—Matadla —ordenó un hombre con voz alta y clara, aunque sin rastro de emoción, en el puente justo sobre la cabeza de Kip.

Kip se sentía mareado, impotente. Había desperdiciado demasiado tiempo. Su mente rechazaba lo que veían sus ojos. Isa corría por la orilla del río, deprisa. Siempre había sido veloz, pero no había donde esconderse ni ponerse a cubierto del flechazo que Kip sabía que era inminente. El corazón martilleaba en su pecho, rugía en sus oídos, y entonces, de improviso, su ritmo se duplicó, se triplicó.

Una sombra imperceptible aleteó en la periferia de su visión: la flecha. El brazo de Kip sufrió un espasmo como si le hubiera alcanzado a él. Un destello azul, apenas visible, fino y flexible, brotó de él para surcar el aire.

La flecha se hundió en el río, a unos buenos quince pasos de Isa. El arquero maldijo. Kip se miró las manos. Estaban temblando… y teñidas de azul. Un azul dolorosamente brillante, como el cielo. Su asombro era tal que se quedó paralizado por un momento.

Volvió a mirar a Isa, ahora a más de cien pasos de distancia. Detectó la misma sombra oscilante cuando otra flecha cruzó la periferia de su visión hasta alojarse entre los omoplatos de Isa. La muchacha cayó de bruces sobre las piedras de la orilla, pero ante los ojos de Kip se irguió lentamente de rodillas, con la flecha sobresaliendo de la parte inferior de su espalda, empapadas de sangre las manos y la cara. Casi había logrado ponerse de pie cuando la siguiente flecha impactó en su espalda. Su rostro se hundió en las aguas poco profundas del río, y no volvió a moverse.

Kip se quedó plantado como un pasmarote, atenazado por la incredulidad. Su vista se clavó en el punto donde la vida escapaba de la espalda de Isa en remolinos carmesíes que se diluían en las aguas cristalinas del río.

Unos cascos de caballo golpetearon con fuerza en el puente sobre sus cabezas. El caos se adueñó de los pensamientos de Kip.

—Señor, los hombres están preparados —anunció alguien encima de ellos—. Pero… señor, esta es nuestra ciudad. —Kip levantó la mirada. La luxina verde del puente sobre su cabeza era traslúcida, y pudo ver las sombras de los soldados; lo que significaba que si Sanson o él se movían, los soldados podrían verlos a su vez.

Tras unos instantes de silencio, el mismo oficial que había ordenado la muerte de Isa dijo con voz glacial:

—¿Deberíamos permitir que los súbditos decidan cuándo obedecer a su rey? Tal vez obedecer mis órdenes debería ser también opcional.

—No, señor. Es solo que…

—¿Has terminado?

—Sí, señor.

—Pues incendiadla. Matadlos a todos.