59

Corvan Danavis llegó a las afueras de Garriston con la puesta de sol. Las murallas exteriores de la ciudad habían sido demolidas tiempo atrás, por supuesto. Durante la Guerra de los Prismas (Corvan nunca se refería al conflicto como la Guerra del Falso Prisma), había ordenado su reconstrucción, pero el tiempo más bien escaseaba. Las murallas exteriores estaban diseñadas para proteger una ciudad de miles de habitantes. Aproximadamente noventa mil, en el momento que estalló la guerra. Protegerlos a todos había sido una tarea imposible.

Los canales de riego que deberían abastecer de agua a los terrenos que mediaban entre las murallas exteriores y las interiores estaban destruidos, salvo uno o dos. Pero las murallas interiores aún se mantenían en pie, al igual que las Damas.

Las Damas, despojadas ya prácticamente de cualquier posible asociación con la diosa Anat, guardaban cada una de las puertas. Se trataba de colosales estatuas blancas incorporadas a la misma muralla. Todas ellas representaban una faceta distinta de Anat: la Guardiana era el coloso cuyas piernas flanqueaban la entrada a la bahía; la Madre vigilaba la puerta del sur, visiblemente embarazada, desafiante, daga en ristre; la Vieja guardaba la puerta occidental, apoyándose con dificultad en un cayado; la Amante se encontraba frente a la puerta del río, hacia el este. Por motivos que Corvan nunca había entendido, la Amante aparentaba tener unos treinta años, mientras que la Madre se mostraba muy joven, tal vez adolescente, incluso. Todas las efigies estaban esculpidas en el mármol blanco más caro, un poco traslúcido, un material que solo se encontraba en Paria. Solo Orholam sabía cómo habían conseguido transportarlo hasta aquí. Las estatuas, afortunadamente, se habían recubierto con una fina capa de luxina amarilla sellada, de una sola pieza. Un trabajo asombroso. La ciudad había sufrido al menos tres invasiones, y aun así las Damas se erguían intactas, indemnes incluso tras los estragos de la última y devastadora conflagración.

Anat, la Dama del Desierto, el Ama Llameante, la subroja, había sido la diosa de todas las pasiones fogosas: la ira, la protección, la venganza, el amor posesivo y el acto sexual impetuoso. Cuando Lucidonius ocupó la ciudad en nombre de Orholam y eliminó el culto, sus seguidores intentaron derribar todas las estatuas, tarea para la que, sin duda, hubieran hecho falta unos trazadores muy poderosos. Eran famosas las palabras de Lucidonius, que los detuvo diciendo: «Destruid tan solo lo que sea falso». A lo largo de los siglos transcurridos desde entonces habían sido varios los prismas que, llevados por el celo, se propusieron arrasar aquellas reliquias paganas, pero la ciudad había amenazado con ir a la guerra todas las veces. Hasta el estallido de la Guerra del Prisma, Garriston había poseído la potencia militar necesaria para disuadir a cualquiera con ese ultimátum.

Corvan nunca había visto a la Amante a la luz del ocaso. Al igual que las demás Damas, su cuerpo formaba parte de la puerta. Estaba tumbada boca arriba, con la espalda arqueada sobre el río, los pies plantados con firmeza, las rodillas formando una torre en una orilla, las manos enredadas en los cabellos, los codos elevándose para formar la torre de la ribera opuesta. Se cubría únicamente con velos, y antes de la guerra existía un rastrillo que podía descender hasta las aguas desde su cuerpo arqueado, moldeados el hierro y el acero que lo componían para dar la impresión de ser una prolongación de sus velos. Pero el rastrillo había sufrido desperfectos durante el conflicto, y nadie lo había reparado.

Su visión arrebató el aliento de Corvan. Al ponerse el sol, la fina luxina amarilla que sellaba la estatua, apenas visible por lo general, se había encendido. El amarillo era como una piel dorada, broncínea, que perdía intensidad lentamente mientras Corvan caminaba y el sol seguía ocultándose, hasta dejar tan solo una silueta invitadora: una esposa que esperaba en el lecho a su marido, ausente después de tanto tiempo.

Sintió una punzada de anhelo. Era incapaz de ir allí sin acordarse de Qora, su primera mujer. La madre de Liv. Qora lo había recibido así en una ocasión, acostada, cubierta tan solo por velos, imitando intencionadamente a la Amante cuando Corvan regresó a su lado. Incluso ahora, dieciocho años más tarde, el dolor, el deseo, el gozo y el amor se aliaron para oprimirle el pecho. Corvan había contraído segundas nupcias en Rekton, dos años después del fallecimiento de Qora, pero casarse con Ell había sido un acto más destinado a proporcionarle una madre a Liv que impulsado por el amor. Transcurridos tres años, Ell perdió la vida a manos de un asesino que había logrado seguir la pista de Corvan hasta el final. Corvan había contemplado la posibilidad de mudarse, pero la alcaldesa le imploró que no se marchara, y aquel era el hogar de Kip, de modo que se quedó. Pero no había vuelto a casarse, ni siquiera con el abrumador número de mujeres por hombre que había en Rekton y los incesantes tejemanejes de innumerables alcahuetes. Era incapaz de amar como había amado antes. Perder a otra mujer a la que quisiera tanto como había querido a Qora acabaría con él, y no era justo pedirle a otra mujer que fuera la madre de su hija cuando él no estaba dispuesto a amarla con todo su corazón. El corazón de Corvan no estaba intacto.

Apretó el paso penosamente, dejando atrás granjas con sus ralas pero maduras cosechas de espelta y cebada, esforzándose por no mirar a la Amante que se desperezaba exuberante ante él. Tras llegar a la puerta, la cual se perdió entre la cascada de mechones de la figura al abrirse, se sumó a la columna de hombres y mujeres que regresaban a la ciudad, abriéndose paso entre quienes salían de ella para pasar la noche. Mantuvo la mirada fija en el suelo al pasar entre dos guardias ruthgari que debían de haber visto la guerra desde los regazos de sus madres. Sin embargo, apenas si prestaban la menor atención al caudal de personas que desfilaban ante ellos. Uno de los guardias estaba reclinado en la cascada de cabellos de la Amante, con un pie apoyado en la piedra ondulante y el petasos de paja, el característico sombrero de ala ancha de los ruthgari, echado hacia atrás y colgado de su cuello ahora que el sol había dejado de caer a plomo sobre ellos.

—¿… crees que habrá venido? —estaba preguntando.

—Que me quemen en la hoguera si lo sé, pero cuentan que lanzó al gobernador Crassos a la bahía. Supongo que nos…

Corvan no podía seguir escuchando sin detenerse, y eso significaría llamar la atención. Llamar la atención, a su vez, podría conducir a establecer contacto visual, y con los halos rojos que ceñían los iris de Corvan, eso era desaconsejable.

De modo que alguien muy poderoso había llegado a Garriston, pero ¿quién era tan poderoso como para lanzar a un gobernador a la bahía? Corvan no conocía de nada al tal Crassos, pero la familia real ruthgari comprendía al menos media docena de jóvenes príncipes. Probablemente alguno de ellos habría venido para ayudar a supervisar la retirada de Garriston. Nadie más se atrevería a arrojar a un gobernador ruthgari al mar.

De hecho, un príncipe impulsivo podría servir a los fines de Corvan mejor que un gobernador acomodaticio. Más complicado de persuadir, al principio, pero también más predispuesto a hacer preparativos de guerra y, tanto si le gustaba como si no, eso era lo que traía Corvan consigo: la guerra.

Mientras cruzaba la ciudad, se descubrió analizándola como el general que había sido en su día. Puede que el rey Garadul fuera un monstruo, pero los ocupantes eran ruthgari. ¿A quién se unirían las gentes de Garriston, y lo harían de buen grado o a regañadientes? Mientras caminaba, Corvan prestó especial atención a los soldados ruthgari. A veces iban en solitario, haciendo recados para sus comandantes o sencillamente regresando a los barracones o saliendo de alguna taberna. Vio cómo un vendedor de alfombras que se disponía a cerrar el puesto empujaba sin querer a un soldado y se apresuraba a disculparse. El soldado prosiguió su camino con gesto de contrariedad, aunque sin volver la vista atrás. El comerciante, oriundo de Tyrea, se mostró respetuoso pero no parecía asustado.

Esta no era una ciudad que se tambaleara al filo de la sublevación. Los tyreanos se habían acostumbrado a la ocupación. Ruthgar era la cuarta satrapía que asumía el mando, y lo hacía por segunda vez. No todas las naciones se repartían la ocupación y el botín de la guerra. Paria había disfrutado de los dos primeros años, y si bien habían podido robar los despojos más suculentos, también habían tenido que sofocar más revueltas que nadie. Los ilytianos habían combatido del bando de Dazen, como todo el mundo sabía, y de todas formas carecían de un gobierno central, por lo que quedaban fuera de la rotación. Los aborneanos habían preferido comerciar con ambas partes, y solo se habían sumado al combate tras la Batalla de la Roca Hendida. También ellos se habían quedado fuera. Eso dejaba a los parianos, los atashianos, los bosquesangrientos y los ruthgari. En ese orden, si a Corvan no le fallaba la memoria. Era comprensible que los habitantes de Garriston tuvieran sus ocupantes favoritos, o menos odiados que los demás.

A Corvan le bastó con un sencillo cálculo mental para deducir que, con los ruthgari sustituidos por los parianos, estos se habrían impuesto ya hasta en tres ocasiones a Garriston. Los ocupantes más fáciles de tolerar estaban a punto de ceder el testigo a los más aborrecidos.

Pero la pregunta que sus observaciones dejaban sin respuesta era cuánto temor se mezclaba con el odio a los parianos. Estos habían ajusticiado rebeldes las dos veces que habían gobernado. Tal vez su crueldad obligara a los tyreanos a pensárselo mejor antes de volver a levantarse en armas. Tal vez los animara a sublevarse más deprisa. Corvan no lo sabía, ni podría saberlo sin pasar una temporada en la ciudad. No disponía de tanto tiempo.

La ciudad parecía más cosmopolita de lo que era cuando la visitó por última vez, hacía aproximadamente diez años. Antes de la guerra, el número de habitantes y la diversidad de Garriston no tenían nada que envidiar a cualquier otra ciudad portuaria. Después de la guerra, todos aquellos que podían marcharse lo hicieron, sobre todo quienes por su aspecto fueran susceptibles de ser tomados por extranjeros. Los nervios estaban crispados. Durante aquella época, los únicos pobladores de Garriston eran nativos tyreanos y los ocupantes de turno. Al parecer, con cada nueva ronda de ocupación, unos pocos comerciantes y soldados habían decidido quedarse y se habían casado con los locales. Corvan vio a dos tenderas conversando mientras barrían sus puestos abiertos con escobas de paja. Una de las mujeres exhibía la piel tostada, las pobladas cejas oscuras y el cabello ondulado tradicionales de Tyrea, mientras que la otra tenía la tez melosa y el pelo rubio como la ceniza, rasgos infrecuentes incluso entre los ruthgari. Sus atuendos eran prácticamente idénticos, ambas lucían pulseras en las muñecas y largas faldas de lino, y se recogían el pelo con sendas pañoletas.

Corvan pasó por delante de un callejón en el que un grupo de niños estaba jugando al gada, pateando y pasándose una pelota de correas de cuero. Los muchachos con sangre tyreana en las venas parecían más numerosos, pero los equipos eran mixtos. Unas cuantas madres se habían reunido para ver el partido, y se mantenían cerca entre sí con independencia del origen que la intuición de Corvan les adjudicara, chismorreando o profiriendo gritos de aliento.

Ni un solo barril de pólvora a la vista. Buena señal. Con el desgobierno y la anarquía rampantes en una ciudad cuyos vecinos se odiaban entre sí, se podría producir un baño de sangre en el momento menos pensado. Garriston había visto suficientes.

El mercado fluvial, básicamente una versión sobredimensionada del de Rekton, se encontraba vacío a excepción hecha de unos pocos puestos de comida ambulantes que ofrecían un bocado rápido a los soldados de paso y a quienes, por el motivo que fuera, se hubiesen saltado la cena. Corvan compró un par de brochetas de conejo y pescado, marinadas en una salsa picante de guindillas ilytianas, y prosiguió su camino.

Antes de dirigirse al Palacio de Travertino, Corvan se acercó a la Puerta de la Vieja. En esta, al igual que en la de la Guardiana y la de la Amante, la figura estaba adosada a la muralla. Pero en esta ocasión no era la estatua lo que interesaba a Corvan. Había ido a observar a los soldados. Las puertas se habían cerrado para pasar la noche, aunque sin duda hacía mucho desde la última vez que algún grupo de saqueadores se había atrevido a atacar la ciudad. Los soldados que montaban guardia en lo alto de la muralla estaban bromeando, riendo, conversando a voz en grito e incluso bebiendo en ausencia de sus superiores. Corvan había visto arqueras apostados en lo alto de la Corona de la Vieja y el Cayado de la Vieja (las dos torres que flanqueaban la puerta), pero cuando las dos mujeres se acomodaron, posadas en el suelo las aljabas, destensados los arcos, no se alejaron ni un solo paso de sus respectivos puestos.

Soldados poco disciplinados, bien. Soldados relegados al papel de meros guardias de la ciudad, sin haber hecho nada para merecerse ese castigo. Durante el primer año de una ocupación, los soldados podían verse obligados a repeler asaltantes, perseguir bandidos o patrullar el río de punta a punta. Después de eso, se retiraban al interior de la ciudad y se convertían en guardias. Sus antiguas responsabilidades adquirían un carácter superfluo, y la disciplina se deterioraba. Montar guardia en unas torres en las que jamás sucedía nada pronto degeneraba en una simple excusa para dedicarse a apostar y beber.

Corvan encaminó sus pasos hacia el Palacio de Travertino. Por supuesto, de ninguna manera permitirían que un plebeyo cualquiera entrara procedente de la calle y se reuniera con el príncipe, de modo que al llegar a las inmediaciones de la puerta principal se refugió en un callejón. Tras la captura de Karris, Corvan había vigilado el campamento del rey Garadul hasta decidir que cualquier intento de rescate sería un suicidio. Tras encontrarse con otros generales y engrosar las filas de su ejército, probablemente con levas forzosas, se habían dirigido hacia el sur. Corvan regresó al interior de una cueva en las afueras de Rekton.

Se sintió ligeramente decepcionado al comprobar que ningún ladrón había descubierto su refugio. Cuando la alcaldesa de Rekton le dijo que su hija y él podían quedarse, Corvan había escondido todo cuanto pudiera relacionarlo con la guerra, tanto por el bien de su nuevo hogar como el suyo propio. Se había afeitado el distintivo bigote ensartado de cuentas y había cambiado sus elegantes ropajes y sus armas por unos pantalones de lino y una tintorería. Lo que entonces le había parecido una miseria de oro en sus bolsillos era ahora una fortuna a sus ojos, pero en el transcurso de esos años no había podido gastar nada. En Rekton nadie poseía monedas de oro, y menos acuñadas con la efigie de un sátrapa del Bosque de Sangre.

Sacó ahora la larga túnica de satén doblada, barrió una porción del suelo con la mano y la extendió encima. Cogió a continuación un ancho cinturón de cuero labrado con cocodrilos con diminutos ojos de rubí que nadaban en pantanos salpicados de esmeraldas donde anidaban garzas reales con diamantes por ojos. Por último, desenvainó el Heraldo, la espada que solo había llegado a sus manos cuando murió el último de sus hermanos mayores. En la acera de enfrente había un muchacho sentado, observándolo en silencio, con expresión intrigada. Corvan se esforzó por no hacerle caso. Se quitó la camisa de largos faldones y sacó un espejo. Con ayuda de este y un pellejo de agua, se acicaló en la medida de lo posible. Luego se secó con la camisa sucia y se puso los elegantes ropajes. Ni las botas ni los pantalones tenían remedio, pero de todos modos, la túnica de satén y la tensión no tardarían en dejarlo empapado de sudor. Tras recoger sus pertenencias y ceñirse el Heraldo al cinto, utilizó los dedos para imponer un remedo de orden a sus cabellos, respiró hondo y dobló la esquina, camino de la puerta.

—Necesito ver a quien esté al mando —dijo Corvan a los guardias, adoptando la expresión de quien tiene una misión importante que cumplir.

—Ah… —repuso uno de los guardias, desconcertado, mirando de soslayo a su compañero. Al parecer no sabían si se refería al gobernador o al príncipe.

—A quienquiera que sea el que ha arrojado al gobernador a la bahía —dijo Corvan—. Se trata de una emergencia.

Los guardias cruzaron las miradas.

—No veo por qué «no» tendría que perder el tiempo —dijo uno de los guardias al otro—. Tampoco es que nos haya dado motivos para hacer una criba exhaustiva con sus invitados.

El otro soldado ruthgari esbozó una sonrisa.

—Lo llevaremos con él de inmediato, señor.

Ni siquiera le preguntaron cómo se llamaba. Corvan los siguió, asombrado por su buena suerte. Al parecer el príncipe (presumiblemente joven, o los ruthgari no se atreverían a actuar así) no había sabido congraciarse con la soldadesca. Más increíble aún, lo condujeron directamente a la sala de audiencias. Hacía dieciséis años que Corvan no pisaba ese sitio. El hombre llamó a la puerta con los nudillos, marcando un breve código, y los guardias del interior la abrieron. Susurró algo acerca de una emergencia, parece importante, al guardia, y se apresuró a poner pies en polvorosa.

El guardia de la sala de audiencias, un ruthgari alto y serio, franqueó el paso a Corvan.

—¿Nombre? —preguntó discretamente.

Corvan entró en la sala. El príncipe ruthgari estaba inclinado sobre una mesa, de espaldas a él.

—Corvan Danavis —respondió, con voz igualmente queda. Había un enorme guardia de ébano, alto y musculoso, en pie frente al príncipe; sus ojos acerados, que no dejaban de estudiar a Corvan, repararon en la espada que portaba al costado. Vestía por completo de negro. El príncipe debía de ser muy osado para fingir que la mismísima Guardia Negra velaba por su integridad. Cuando la Cromería se enterara de esto, alguien lo pagaría muy caro.

—¡Corvan Danavis! —anunció el guardia—. Dice que trae un mensaje urgente, lord Prisma.

Fue como si un rayo alcanzara a los tres hombres a la vez. El Guardia Negro (un Guardia Negro real, de carne y hueso, por el amor de Orholam) desenfundó dos pistolas y se puso las gafas azules un suspiro después de que se anunciara el nombre de Corvan.

El Prisma (no un príncipe de tres al cuarto, sino Gavin Guile en persona) se irguió y giró sobre los talones. Sus labios se curvaron.

—General Danavis, cuánto tiempo.