—Cuánta… suciedad —dijo Kip. Tras admirar la riqueza del Gran Jaspe y los edificios mágicos de la Cromería, Garriston ofrecía un aspecto decididamente deslustrado.
—La suciedad es lo de menos —repuso Gavin.
Kip no sabía exactamente a qué se refería con eso, pero lamentó haber estado inconsciente la primera vez que atravesó flotando la ciudad en compañía de Gavin. Si hubiera visto Garriston entonces, sin duda le habría parecido impresionante. Habría sido la mayor congregación de seres humanos que hubiese visto en su vida, al menos, ya que no la más limpia. La alcaldesa de Rekton jamás hubiera consentido que se acumularan los montones de inmundicias que Kip podía ver apiñados en los callejones adyacentes a los muelles, irguiéndose junto a cajas que a menudo contenían alimentos. Repugnante.
El muelle albergaba unas cuarenta embarcaciones, mal guarecidas por un rompeolas repleto de grandes boquetes. Liv vio que Kip contemplaba las brechas, preguntándose si cumplirían tal vez alguna función.
—A los ocupadores nunca les apetece deslomarse ayudando a los primitivos tyreanos —explicó la muchacha—. Los amarraderos que quedan frente a los huecos del rompeolas se reservan para los nativos. Tendrías que ver a los capitanes poniendo pies en polvorosa en cuanto se cierne una tormenta de invierno. Los soldados se reúnen en las torres y hacen apuestas sobre qué barco terminará yéndose a pique.
El deslizador, propulsado por Liv y un Kip al que apenas le quedaba resuello, se cruzaba con galeras, galeazas, corbetas y areneras repletas de nativos enfrascados en la reparación de sus redes. Los hombres y las mujeres dejaban lo que estuvieran haciendo al divisar la modesta trainera, mucho menos modesta a causa de su exótica tripulación. El mero hecho de volver a ver tantos rostros tyreanos juntos bastaba para levantar el ánimo de Kip. Le hacía sentir como en casa. Lástima que al pasar detectara tanta hostilidad en sus rasgos.
Ah, los trazadores extranjeros no son bien recibidos. Supongo que no debería extrañarme.
—¿Adónde vamos? —preguntó Kip.
El comandante Puño de Hierro señaló el edificio más alto y majestuoso de la ciudad. Desde su posición, Kip solo podía ver el óvalo perfecto de una torre rematada por una aguja que apuntaba al firmamento. La parte más ancha de la torre estaba ceñida por una amplia franja tachonada de diminutos espejos redondos, ninguno de ellos más grande que el pulgar de Kip. Con el sol del atardecer, la torre daría la impresión de estar en llamas. Por encima y por debajo de esa franja de espejos había otras bandas parecidas, también con cristales de colores incrustados.
—Me lo figuraba —dijo Kip—. Me refería a dónde deberíamos amarrar la trainera.
—Aquí mismo —dijo Gavin, señalando una pared lisa en el punto más cercano a la puerta. No se trataba de ningún embarcadero, y las calles quedaban unos buenos cuatro pasos por encima del nivel del agua.
A pesar de todo, Kip y Liv viraron (con bastante destreza, en opinión del muchacho) hacia la pared. El morro de la trainera se hundió en el agua cuando un haz de luxina azul brotó de la proa de la embarcación y voló hacia delante siguiendo una trayectoria sinuosa. Se solidificó nada más tocar la pared y creó una serie de escalones que aseguraron el deslizador en su sitio y les facilitarían el desembarco.
—Sigo sin acostumbrarme a esto de la magia —dijo Kip.
—Yo tengo treinta y ocho años —dijo el comandante Puño de Hierro— y tampoco me he acostumbrado. Tan solo he aprendido a reaccionar un poco más deprisa. Coged los petates.
Así lo hicieron, y subieron por la escalera hasta el nivel de la calle mientras los nativos los observaban sin disimular su curiosidad. Cuando todos hubieron llegado a tierra firme, Gavin tocó una esquina de la escalera. Toda la luxina de la trainera perdió coherencia y se disolvió, hundiéndose en el agua en forma de polvo, arenilla o pasta viscosa, según su color. El amarillo llegó incluso a destellar un poco cuando la mayor parte de su masa se tradujo en luz, y el agua burbujeó por unos instantes, súbitamente libre del peso de la embarcación. Gavin, por supuesto, no prestó la menor atención al proceso.
Esto era algo normal para él. ¿En qué clase de mundo me he metido? Si Gavin estuviera cenando y no encontrase el cuchillo, trazaría uno en vez de levantarse e ir a buscarlo. Si su copa estuviera sucia, trazaría una nueva en vez de limpiar la vieja. Eso le dio una idea a Kip.
—Gavin… esto, lord Prisma, ¿por qué no se visten con luxina los trazadores?
Gavin esbozó una sonrisa.
—Lo hacen, a veces. Las corazas amarillas y cosas por el estilo se valoran mucho en combate, naturalmente, pero deduzco que te refieres a prendas de tela.
—Tú usas la magia para todo.
—Yo sí —dijo Gavin—. Un trazador normal no va a acortarse la vida tan solo para no tener que amarrar su barca cincuenta pasos más lejos. Bueno, algunos sí, claro. Lo cierto es que hubo una temporada durante la cual estuvo de moda vestirse con luxina, cuando yo era pequeño. Si se aplica la fuerza de voluntad necesaria, incluso algunos tipos de luxina sellada pueden volverse bastante maleables. No tardaron en proliferar los sastres trazadores especializados en esa clase de prendas. Pero casi nadie podía permitírselas, y al confeccionarlas uno mismo se puede incurrir en numerosos errores. Algunos completamente inofensivos, como dejar las perneras de los pantalones demasiado rígidas. Pero si el trazo no es perfecto, tu camisa podría convertirse en polvo en el momento menos esperado. O algún muchacho travieso —Gavin carraspeó— podría aprender a desellar la luxina tejida por los sastres trazadores. Dicho muchacho podría sembrar el caos en el transcurso de una fiesta memorable, donde las damas que habían llegado al extremo de procurarse incluso ropa interior de luxina se encontraran de improviso en un apuro muy poco convencional. —Apretó los labios para disimular la sonrisa que amenazaba con provocarle el recuerdo—. Por desgracia, la moda tocó abruptamente a su fin después de aquello.
—¿Fuiste tú? He oído hablar de esa fiesta —dijo Liv.
—Seguro que se trata de meras exageraciones.
—No —intervino Puño de Hierro—. Seguro que no.
Gavin se encogió de hombros.
—Era un niño malo. Por suerte, he mejorado mucho desde entonces. Ahora soy un hombre malo. —Sonrió, pero el gesto no se reflejó en sus ojos—. Vamos allá —dijo mientras un trío de ruthgari se acercaba a ellos.
Los tres se cubrían con lo que a Kip le parecían unas mantas de lana con un agujero para sacar la cabeza, escrupulosamente dobladas para que quedaran plisadas a ambos lados de sus grandes cinturones de cuero. La prenda (¿una túnica?) caía hasta las rodillas de los hombres. Si bien tenían las piernas desnudas, la lana parecía del todo inapropiada para el clima de Tyrea, y los tres estaban sudando. Todos ellos calzaban sandalias de cuero, aunque las de los guardias estaban anudadas en torno a unas espinilleras metálicas. Los guardias empuñaban sendos pilos, más un gladio y una tosca pistola al cinto. El hombre que encabezaba la comitiva, aparentemente al mando, lucía bordados en el ribete del dobladillo de la túnica y encima de cada pecho. Portaba asimismo un pergamino enrollado, una bolsa grande cruzada al hombro y un pesado monedero en el cinturón. Un par de anteojos transparentes se sostenían en la punta de su nariz.
¿Anteojos transparentes? ¿Qué clase de trazador querría ponerse algo así?
Pero al acercarse, Kip comprendió que el hombre no era ningún trazador. Sus ojos eran de color castaño claro. Todos ellos tenían la tez muy blanca, una característica común entre los ruthgari, dedujo Kip. Apenas bronceados, aun sin la palidez ni las pecas propias de los bosquesangrientos, ofrecían un aspecto fantasmagórico. Sus cabellos eran de un oscuro natural, entre castaño y moreno, pero liso y muy fino. Caminaban bien con autoridad o con altanería. Kip miró a Liv de reojo. La muchacha definitivamente había decidido apostar por lo último. Casi estaba enseñándoles los dientes. Kip temió que se dispusiera a escupirles a los pies.
—Soy el secretario del capitán de puerto —anunció el hombre—. ¿Dónde está su embarcación? La tarifa se calcula en función del tamaño y la duración de la estancia.
—Me temo que el tamaño de nuestra embarcación es irrelevante en estos momentos —repuso Gavin.
—Eso lo decidiré yo, muchas gracias. ¿Dónde ha amarrado?
—Más o menos por ahí —dijo Gavin, señalando con el dedo.
El secretario del capitán de puerto miró en la dirección indicada y entrecerró los ojos para escudriñar la pared de arriba abajo. No había ninguna embarcación en un radio de cincuenta pasos. Cruzó los brazos y apretó las mandíbulas como si pensara que Gavin intentaba burlarse de él.
—La tarifa no es muy elevada, pero le aseguro que la multa por intentar evadirse de ella sí lo es.
Uno de los guardias le dio unos golpecitos en el hombro, pero el secretario del capitán de puerto no le hizo caso.
—Como tiene que ser —dijo Gavin, sin perder la compostura. Le entregó una carta.
El hombre la sostuvo a la altura de la cintura mientras la contemplaba fijamente a través de las gafas, como si se dispusiera a trazar las letras en forma de palabras.
—Oh —musitó—. ¡Oh, oh!
El hombre levantó la cabeza de golpe y observó a Gavin a través de los anteojos.
—¡Oh! ¡Mi señor Prisma! ¡Mil perdones! Por favor, mi señor, permitid que os escoltemos hasta la fortaleza. Sería un gran honor para nosotros.
Gavin inclinó la cabeza.
—Pensé que ibas a levantarlos a todos por los aires con magia y zarandearlos o algo —dijo Kip cuando empezaron a seguir a los guardias y al secretario del capitán de puerto.
—En ocasiones se encuentra uno con idiotas que se merecen un escarmiento —replicó Gavin—, pero este hombre se limita a hacer su trabajo. —Se adentraron en la sombra de la fortaleza, cuya cara septentrional prácticamente flotaba sobre el puerto. Los dos miraron hacia arriba. Los arqueros que recorrían los adarves los observaban desde las alturas—. Además, cuando empiezas a disparar luxina sin ton ni son, nunca se sabe quién podría responder con otro tipo de proyectiles.
El secretario habló con los hombres que vigilaban la puerta. Numerosas miradas furtivas se posaron en Gavin. Kip estaba ocupado contemplando la fortaleza. La puerta, al igual que el resto de la fortaleza, era de travertino labrado. La piedra, de un color verde claro, estaba cubierta de surcos entrecruzados que le conferían una apariencia más textil que rocosa. Había varias buhederas talladas en la puerta. Cuando los soldados la abrieron, Kip vio que conducía a una estrecha liza, completamente cerrada, con buhederas por todas partes, y después a otra puerta. Los guardias de la segunda puerta, que estaba abierta, empuñaban unos mosquetes de cañones abocinados. Las armas eran más cortas que los mosquetes de los guardias de la Cromería.
Aprovechando que ahora estaba al lado de Puño de Hierro, Kip preguntó:
—¿Por qué son tan cortos esos mosquetes?
—Trabucos —dijo el comandante de la Guardia Negra—. En vez de usar balas, los cargan con clavos o eslabones de cadenas. A corta distancia pueden alcanzar hasta a cuatro o cinco hombres. O practicar un buen boquete a uno solo. Resulta muy práctico para sofocar los disturbios. Un hombre partido por la mitad no está menos muerto que otro con un pequeño agujero en el corazón, pero disuadirá mucho más al resto de la turba.
—Caray —dijo Kip, tragando saliva.
Tras superar unos cuantos puntos de control más, en los cuales se unieron a la comitiva varios guardias veteranos, iniciaron el ascenso. Al llegar a la tercera planta, pasaron frente a una puerta abierta que daba a una cámara con vistas al mar. Gavin se detuvo en seco. Sus escoltas no se percataron de inmediato. Ignorándolos, Gavin entró en la habitación.
Puño de Hierro, Kip y Liv lo siguieron. La estancia consistía en una serie de cuartos repletos de cuadros, cojines, biombos decorados con minuciosas escenas de caza, chimeneas, numerosos candelabros y flabelos para que los esclavos abanicaran a sus amos. Allí donde se posaba la mirada de Kip, encontraba algo que brillaba, relucía o rutilaba.
—Esto —anunció Gavin cuando sus escoltas acudieron corriendo— será suficiente…
—Sí, lord Prisma, por supuesto, esta es la habitación reservada para los invitados de honor. Buscaremos…
—Sirvientes —concluyó Gavin—. Kip, Liv, ¿podréis evitar meteros en problemas mientras ultimo los preparativos de nuestros aposentos?
—Sí, desde luego, mi señor Prisma —respondió Liv, con una formalidad y una madurez a las que Kip no estaba acostumbrado.
—Empieza las clases de trazo de Kip. Vendré a veros cuando haya terminado unos asuntos.
—Por supuesto —dijo Liv, con una reverencia. Kip intentó imitarla, y de inmediato se sintió tremendamente ridículo. No sabía cómo hacer una reverencia. Nadie hacía reverencias donde se había criado.
—¿Puño de Hierro? —dijo Gavin.
Puño de Hierro enarcó una ceja. Ah, conque ahora quieres que te acompañe.
—No volverás a disfrutar de una oportunidad igual de ver cómo sacan a un pomposo gobernador ruthgari a patadas de sus aposentos. Más de uno, si tienes suerte. Quizá se trate incluso de algún conocido.
Una sonrisa aleteó en las comisuras de los labios del comandante.
—Los pequeños placeres hacen que la vida valga la pena, ¿verdad?