56

—No lo dirás en serio —protestó Puño de Hierro—. Mi señor Prisma —añadió, a destiempo y sin demasiado entusiasmo.

—Vayamos de caza —dijo Gavin.

—¡Mi señor! No puedo permitir que te expongas a semejante peligro. Podemos dejar atrás a esa escoria ilytiana. No suponen ninguna amenaza para nuestra misión, ni para nosotros.

—¿Sabes qué verano es este, comandante? —preguntó Gavin.

—No entiendo a qué te refieres.

—Es el verano en que los ruthgari cederán Garriston —dijo Liv, como si las palabras le dejaran un regusto amargo en la boca.

—¿Y sabes por qué le entusiasma tanto esa idea a esta muchacha? —preguntó Gavin a Puño de Hierro.

—Nunca he servido a este lado del mar Cerúleo —respondió el comandante.

—Sin duda sabrás que todos los territorios que se aliaron conmigo durante la Guerra del Falso Prisma han ido turnándose la hegemonía sobre Garriston.

—Dos años para cada nación, para que nadie haga planes a largo plazo para Tyrea. ¿Podemos tener esta conversación a una distancia más segura? —Puño de Hierro miró de reojo en dirección a los piratas. Avanzaban a gran velocidad, empujados por la brisa del atardecer.

—Esa era la idea original —dijo Gavin—. En lugar de eso, sin embargo, cada nuevo gobernador ha aprovechado la ocasión para lucrarse. Los parianos obtuvieron la primera rotación y despojaron Garriston de todo cuanto había sobrevivido a las llamas. Desde entonces, todos los gobiernos han seguido su ejemplo.

Liv tomó la palabra.

—Durante el primer año, la mayoría de los gobernadores intentan mantener el río Umbro libre de bandidos para que las cosechas puedan abrirse paso. Pero la mayoría de las cosechas se retrasan al segundo año. A los gobernadores no les apetece perder más hombres matando bandidos para que el siguiente gobernador de cualquier otra satrapía se enriquezca, de modo que se repliegan en Garriston. Únicamente los campesinos más optimistas se molestan en sembrar sus cultivos durante el segundo año.

—Si bien el repetido saqueo de Garriston y las tierras circundantes es trágico —dijo Gavin—, no tiene mucho que ver con estos piratas. El relevo se produce tradicionalmente tras el solsticio de verano, para el que faltan dos semanas. Los mercaderes, los artesanos, las esposas y las rameras ruthgari se afanan en cargar sus barcos para llevarse a casa todo el botín que les haya dado tiempo a acumular esta vez. O sencillamente aquello que se trajeron consigo. Supongo que el simple hecho de que todos los gobernadores hasta la fecha hayan demostrado ser unos corruptos no significa que los herreros que calzan sus caballos también deban serlo por fuerza.

—Todo esto es fascinante —observó Puño de Hierro—, pero ¿no hay cañones de largo alcance capaces de disparar a mil ochocientos o mil novecientos pasos?

—E incluso a más distancia —dijo Gavin—. La cuestión…

—Por fin, alabado sea Orholam —masculló Puño de Hierro.

—Ejem. La cuestión es que, dentro de dos semanas, toda una armada levará anclas y zarpará con rumbo a Ruthgar. Los piratas se abalanzarán como lobos sobre cualquier nave que se separe del grueso de la flota.

—Les está bien empleado —dijo Liv.

Gavin la miró fijamente. La muchacha frunció el ceño, desafiante, pero fue incapaz de sostener el contacto visual y volvió el rostro hacia las olas.

—Algunos mercaderes intentan adelantarse a la estampida y partir antes que el resto de la flota, con la esperanza de eludir a los piratas.

—Pero ya están aquí —dijo Liv.

—Exacto —continuó Gavin—. Y si estalla la guerra este verano, especialmente… Orholam no lo quiera… si la perdemos, reinará el caos. Decenas de barcos, quizá cientos, huirán en todas direcciones. Muchos de los ocupantes de esas naves serán tyreanos, Aliviana.

La muchacha compuso un gesto de arrepentimiento.

—Humo —dijo Kip.

La conversación cesó de repente a bordo de la pequeña trainera. Todos miraron a su alrededor.

—Haría falta un artillero sumamente hábil para acercarse a menos de cien pasos de nosotros a esta distancia —dijo Gavin, pero Kip vio que él tampoco apartaba la mirada de la corbeta.

—A lo mejor era una salva de advertencia, tan solo para indicarnos…

Un surtidor de agua se elevó de improviso a veinte pasos de la proa del deslizador. El sonido del disparo llegó a sus oídos muy poco después.

—Menuda puntería —observó Gavin—. La buena noticia es que muy pocas corbetas poseen más de un cañón montado a proa, por lo que deberíamos disponer al menos de treinta segundos antes de que…

—¡Humo! —exclamó Kip.

—Cómo detesto esta parte —dijo Gavin. Puño de Hierro y él regresaron a sus puestos en el cuadro de remos.

En esta ocasión, el surtidor de agua se elevó a cincuenta pasos de su proa.

—Es un consuelo saber que el primero fue cuestión de suerte —comentó Liv.

—A menos que el segundo haya tenido mala suerte —dijo Kip.

Gavin miró a Puño de Hierro. Una arruga de preocupación se cinceló momentáneamente entre sus cejas.

—Vamos.

—¡En marcha!

Comenzaron a remar y no tardaron en ganar velocidad.

—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Kip. Aborrecía sentirse inútil.

—¡Pensar! —fue la respuesta de Gavin.

¿Pensar? Kip miró a Liv para ver si esta sabía a qué se refería Gavin. La muchacha se encogió de hombros.

—¡Humo! —exclamó.

Transcurrieron unos segundos interminables antes de que Kip oyera un extraño zumbido. El agua explotó cincuenta pasos a sus espaldas.

—¡No esperaban que los embistiéramos de frente! —celebró Gavin—. ¡El próximo caerá más cerca! —Soltó una risita.

Había perdido la cabeza.

Humo. Esta vez, Kip contó para sus adentros. Uno. Dos. Tres. Aguzó la vista. Debería ser capaz de ver algo tan grande como una bala de cañón. Cinco. Se… ¡Bum! El agua explotó a menos de quince pasos a la izquierda (¿a babor?) de la trainera. Kip sintió las salpicaduras.

—¿Lo veis? —dijo Gavin—. ¡Eso es un artillero con talento!

Loco. De remate.

—Da tiempo a contar hasta seis entre el humo y el chapuzón —anunció Kip.

—¡Bien! —gritó Gavin—. Puño de Hierro, todo a estribor en cuanto…

—¡Humo! —dijo Liv.

Los hombres viraron bruscamente a estribor y el siguiente disparo impactó inofensivo a buena distancia, si bien tal vez peligrosamente cerca de la que hubiera sido su posición.

Otro cañonazo, y de nuevo a estribor. El disparo volvió a impactar al menos a treinta pasos de su objetivo. Kip echó un vistazo a las velas de la nave ilytiana, hinchadas por el viento. Acortaban distancias siguiendo una trayectoria fuertemente sesgada, con las velas atirantadas por la brisa constante. Daba la impresión de ser una plataforma idónea desde la que apuntar. Kip no sabía cómo podría ayudarles a sobrevivir esa información. Sencillamente, no tenía ni idea de navegación. Continuaban acercándose, no obstante. El lapso que mediaba entre el humo y las detonaciones ya había bajado de los cinco segundos.

La trainera viraba bruscamente a un lado y a otro, a veces llegaba incluso a detenerse por completo, y si bien los temores de Kip en ningún momento llegaron a disiparse por completo, comprendió que Gavin tenía razón. El deslizador era demasiado veloz, pequeño y maniobrable como para constituir un blanco fácil, a menos que la suerte y la pericia se aliaran con el artillero. Aunque disponían de menos tiempo para avanzar entre los disparos del cañón y el impacto de las balas cuanto más se aproximaban a la nave ilytiana, también los artilleros debían modificar el ángulo de tiro cada vez más.

Después del último cañonazo se produjo una pausa prolongada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kip.

—¿Se habrán hartado de malgastar la pólvora? —dijo Liv, esperanzada.

Obtuvieron la respuesta diez segundos más tarde, cuando los cañones escupieron dos columnas gemelas de humo.

—¡A babor! —exclamó Gavin.

Su intuición demostró ser acertada. Se elevaron dos surtidores del agua, tanto donde habrían estado si hubieran seguido en línea recta como donde habrían estado si hubieran virado a estribor. Aunque las descargas se habían vuelto más espaciadas entre sí, ahora los piratas disponían de dos intentos para adivinar la trayectoria de la trainera en vez de uno solo.

—¡Esos hijos de perra no son tontos! —dijo Gavin—. ¡Ha llegado el momento de hacer trampas! Kip, relévame.

Se apeó del cuadro de remos, y Kip ocupó su lugar.

—Todo recto —ordenó Gavin. Con la piel teñida de azul, trazó un tubo de propulsión y lo introdujo en el agua. La trainera dio un salto adelante. Kip y Puño de Hierro estuvieron a punto de perder el equilibrio cuando el Prisma recortó sus remos. Pero de no haberlo hecho, comprendió Kip, el inexorable rodar de los engranajes les habría arrancado los brazos de cuajo.

Gavin rechinó los dientes ante la presión resultante de impulsar toda la embarcación él solo, sus músculos se abultaron y las venas sobresalieron en su cuello, pero transcurrido un momento, cuando ganaron velocidad y se volvió más fácil, dijo:

—Puño de Hierro, coloca granadas de fuego en todas las troneras y en las velas. Liv, corta las jarcias. Kip, tú… —Se interrumpió, como si no se le ocurriese nada que pudiera hacer Kip el Inepto—. Avísanos de todo lo que creas que se nos pasa por alto. Coge mis pistolas. —Gavin sacó la mano de uno de los tubos, trazó una palangana y la llenó de luxina roja en cuestión de momentos. Puño de Hierro empezó de inmediato a trazar proyectiles azules que rellenó con la sustancia inflamable.

Cubrieron los últimos quinientos pasos antes de que los hombres que correteaban por la cubierta tuvieran tiempo de recargar los cañones de proa. Solo una figura permanecía impertérrita ante su imposible velocidad.

—¡Mosquetero! —gritó Kip. Uno de los artilleros, Kip no sabía si el mismo que había demostrado poseer una puntería asombrosa u otro, se erguía a proa, prensando tranquilamente la pólvora en el cañón de su mosquete con ayuda de una baqueta. Con movimientos rápidos y precisos extrajo un trozo de tela, metió la mano en un bolsillo del que sacó una bala, e introdujo ambos objetos en el cañón. Entre los dientes sostenía una cerilla de combustión lenta.

Al acercarse, Kip vio que el artillero era un ilytiano de piel negra como la pólvora, rasgos aborígenes, la barba rala y oscura, con unos pantalones holgados cortados a la altura de las rodillas y una chaqueta azul marino incongruentemente elegante bajo la cual no se apreciaba ninguna camisa. Llevaba el pelo, moreno y atiesado, recogido en una gruesa coleta. Sus rodillas flexionadas compensaban el balanceo de la cubierta con tanta naturalidad como el respirar. Colocó la mecha encendida en su sitio.

—¡Mosquetero, he dicho! —exclamó Kip. Cortaron las aguas justo junto a la corbeta mientras las troneras se abrían y la nave viraba bruscamente para alejarse de ellos.

Gavin se limitó a imitar su maniobra. Nadie iba a hacer nada. Kip amartilló los percutores de las pistolas con puñales de Gavin, intentando no ensartarse en las largas cuchillas.

El mosquetero giró ágilmente sobre los talones, apuntando a Gavin. Kip levantó ambas pistolas.

El pirata disparó primero. Su arma le estalló en las manos, lanzándolo por los aires. Kip apretó ambos gatillos. El pedernal de la pistola que empuñaba en la mano derecha arañó el rastrillo, pero no saltó ninguna chispa. No ocurrió nada. La pistola que empuñaba en la zurda soltó un rugido. El retroceso coceó a Kip con mucho más ímpetu de lo que esperaba.

Kip se giró, tropezó y resbaló hacia la popa de la trainera, gateando y rodando por el suelo. Vio que Liv extendía las manos y se daba la vuelta, con las pupilas convertidas en diminutas cabezas de alfiler mientras trazaba supervioleta. Se abalanzó sobre él.

Kip rodó bocabajo y perdió de vista a Liv, la corbeta, los trazadores y la batalla. Lo único que veía era el azul lustroso de la cubierta de la trainera, deslizándose debajo de él. Su rostro asomó por el borde. Su frente rebotó en el agua que discurría veloz a sus pies, provocando que toda su cabeza se elevara de golpe, estirándole el cuello. Al segundo rebote, no tuvo tanta suerte. Su nariz se sumergió, y posicionado fuera de la popa de la trainera como estaba, las ventanas de su nariz se convirtieron en cucharones gemelos que le inundaron las fosas nasales de agua a gran velocidad.

Liv debía de haberle agarrado, pues no se produjo un tercer rebote, pero Kip no podía ver nada, ni pensar en nada. Estaba tosiendo, sufriendo arcadas, llorando, cegado, escupiendo agua salobre.

Cuando se incorporó, la corbeta ilytiana quedaba ya doscientos pasos a su espalda. Sus velas ondeaban sin fuerza, desgarradas y en llamas. Penachos de humo escapaban de todas las troneras a estribor, y el fuego era visible en sus cubiertas. La nave entera comenzaba a hundirse en el agua. Los hombres saltaban por la borda en todas direcciones.

El comandante Puño de Hierro, que apenas si había pronunciado dos palabras en todo este tiempo, dijo:

—Que los hombres se den tanta prisa por abandonar el barco significa que el fuego debe de dirigirse a… —El centro de la corbeta explotó, proyectando astillas, cuerdas, barriles y hombres en todas direcciones—… la santabárbara —concluyó Puño de Hierro—. Pobres diablos.

—Esos hombres asesinan, violan y esclavizan. No merecen compasión —dijo Gavin, frenando la trainera. Hablaba para Liv y Kip, que se habían quedado sentados con los ojos como platos—. Pero Puño de Hierro tiene razón. Ser la mano de la justicia no es fácil. —Dejó que el tubo se hundiera en el agua—. Remaremos el resto del trayecto. A propósito, buen tiro, Kip.

—¿Le di?

—El capitán salió disparado del timón.

—El timón está en la… esto, en la parte de atrás, ¿no? —El mosquetero estaba delante.

—¿La popa? —sugirió Liv.

Gavin adoptó una expresión suspicaz.

—No estabas apuntando al capitán, ¿verdad?

—¿Apuntar? —preguntó Kip con una sonrisa.

—Orholam misericordioso, de tal palo, tal astilla —dijo Puño de Hierro—. Sin embargo, la suerte es…

—La «suerte» es no soltar las pistolas de tu padre, únicas y de un valor incalculable, en el mar —sentenció Gavin.

—¿Solté tus pistolas? —preguntó Kip, abatido.

—Es atrapar dichas pistolas en el último momento —dijo Gavin, sacando las armas de detrás de la espalda. Sonrió.

—Ay, gracias a Orholam —suspiró Kip.

—Has estado a punto de perder mis pistolas —dijo Gavin—, y por eso te toca remar. Liv, tú también.

—¡¿Qué?!

—Eres su tutora. Es responsabilidad tuya. Deberás responder de todo lo que haga mal.

—Estupendo —refunfuñó la muchacha.