Liv carraspeó azorada mientras llenaba un petate de ropa.
—Esto… volví esta mañana para disculparme.
—¿Eh? —dijo Kip. La muchacha sostenía algún tipo de ropa interior con encajes en la mano, distrayendo su atención.
—Ya sabes, cuando estabas ocupado intentando conseguir que te mataran.
—Ah, hum… disculpas aceptadas. —¿Por qué le pedía perdón? Dejó en el suelo la mochila que el comandante Puño de Hierro le había dado antes de desaparecer. Puño de Hierro casi no había tardado nada en reunir algo de ropa, un odre con agua, herramientas, e incluso una espada corta para Kip. El muchacho, sin embargo, aún no había averiguado cómo lograr que el petate descansara cómodamente sobre sus hombros. Había ido a la habitación de Liv para ayudarla a hacer el equipaje, pero no se lo estaba poniendo nada fácil. Echó un nuevo vistazo de reojo a las bragas.
—Solo es ropa interior, Kip. —¡Aj, pillado!
—Son transparentes. —¿Cómo podía caber una persona en un trozo de tela tan diminuto?
Liv bajó la mirada y se sonrojó ligeramente, pero no le dio mayor importancia. Lanzó las bragas en dirección a Kip, que las atrapó al vuelo por instinto, e inmediatamente se sintió avergonzado.
—¿Quieres comprobar si están limpias?
Las cejas de Kip salieron disparadas de su rostro y se incrustaron en el techo, tres plantas más arriba.
—Es una broma. Acabo de mudarme a estos aposentos y me han regalado un montón de ropa. Todo lo que hay aquí es nuevo.
—Salvo mi credulidad, por lo visto —dijo Kip. Era la segunda vez en otros tantos días que la muchacha le tomaba el pelo.
Liv se rio.
—Eres genial, Kip. Es como torturar al hermano pequeño que nunca tuve.
Ay, el símil del hermanito. Justo lo que todos los hombres esperan escuchar de labios de una mujer bonita. Me acaban de castrar.
—¿Debería sentirme más o menos turbado con la ropa interior de mi hermana en las manos?
Liv soltó otra carcajada.
—¿Estas arreglarían la situación o la empeorarían? —La muchacha le enseñó un trozo de encaje negro consistente en poco más que dos cordones anudados de forma artística.
A Kip se le desencajó la mandíbula.
Liv se ciñó la prenda contra las caderas y enarcó una ceja en su dirección, provocativa. Kip sufrió un ataque de tos.
—Me parece que tengo que sentarme —dijo. Liv se rio tal y como Kip esperaba que hiciera, aunque no hablaba por completo en broma. Dio unos pasos de espaldas, buscando una silla… y al instante se tropezó con alguien.
—Cuidado —dijo el comandante Puño de Hierro—. No querrás ensartar a nadie con esa espadita.
Kip se sentía tan mortificado que le faltaban las palabras. ¿«Espadita»? Liv reparó en su expresión y se cayó encima de la cama, desternillándose. Se rio con tantas ganas que se le escapó un ronquido, un sonido decididamente impropio de una damisela, lo que tan solo consiguió que le diera otro ataque de risa.
Al girarse, Kip vio a Puño de Hierro apartar con mano firme su petate lejos de él para no pincharse con la espada corta envainada sujeta en lo alto.
Ah, esa espadita. Una oleada de alivio sobrevino a Kip, hasta que vio cómo Puño de Hierro echaba un vistazo de soslayo a las bragas de raso que tenía en las manos.
—¿Quieres que te busque unas de tu talla? —preguntó secamente el comandante.
Liv resopló de nuevo, esforzándose tanto por contener la risa que le faltaba el aliento.
—Aliviana —dijo Puño de Hierro—. ¿Está listo tu equipaje? Porque partimos dentro de cinco minutos.
Las carcajadas de Liv cesaron de inmediato. Se levantó de la cama de un salto y empezó a registrar sus pertenencias como un torbellino. Puño de Hierro dejó que una sonrisita de satisfacción asomara brevemente a sus labios antes de soltar otra mochila en el suelo junto a Kip y salir de la habitación.
—Espabila, genio —dijo el comandante, antes de que Kip pudiera preguntar nada—. Como no hayas averiguado cómo funcionan las correas de tu mochila para cuando regrese…
No completó la amenaza. No era necesario.
Pronto llegaron juntos a los muelles, caminando con brío. Pese a sus amenazas, Puño de Hierro les había ayudado a terminar de preparar el equipaje. Principalmente, trasladando cosas de la mochila de Liv a la de Kip. Cuando este formuló con la mirada la inevitable pregunta (¿por qué me obligas a cargar con sus cosas?), Puño de Hierro respondió: «Ser una chica es más complicado. ¿Algún problema?». Kip se apresuró a decir que no con la cabeza.
Mientras recorrían los muelles, dejando atrás pescadores que descargaban sus capturas, aprendices de distintas profesiones que corrían de un lado a otro, holgazanes, comerciantes que discutían con los capitanes a cuenta del precio de sus productos o sus pasajes (básicamente, la actividad habitual de una jornada cualquiera), fueron varias las personas que dejaron de hacer por unos momentos lo que tuvieran entre manos. No era para observar a Kip, por supuesto, sino para admirar al comandante Puño de Hierro. El hombre era alto, e imponente, y apuesto, y caminaba con una confianza absoluta, pero lo que le deparaba tanta atención no era su mera presencia física. Kip comprendió que era famoso.
Mientras se fijaba en los rostros vueltos hacia el comandante, Kip vio que Gavin llegaba a los muelles. Si el comandante Puño de Hierro conseguía que la actividad aminorara, el Prisma provocó que cesara por completo. Gavin paseaba entre la gente repartiendo sonrisas y saludos con la cabeza automáticamente, pero todos lo trataban como si fuera poco menos que una deidad. Nadie intentó tocar a Gavin directamente, pero abundaban las manos que se extendían para rozar su capa sobre la marcha.
¿Qué hago yo con estas personas?
Hacía una semana, Kip estaba limpiando el vómito de las mejillas y los cabellos de su madre, desfallecida tras otra de sus juergas. En su choza. Con el suelo de tierra. En su recóndita localidad, nadie le había prestado la menor atención. El hijo de la adicta, no era otra cosa. El gordinflón, a lo sumo. Aquí no pinto nada.
Nunca he encajado en ninguna parte. Madre decía que le había arruinado la vida, y ahora voy a arruinar la de Gavin.
Kip no pudo evitar recordar las últimas palabras de su madre, y la promesa que le había hecho en su lecho de muerte. Había jurado vengarla, y apenas si había hecho nada por cumplir su promesa.
Contaban que Orholam prestaba atención personalmente a todos los juramentos. Kip no había conseguido averiguar nada, y ahora se disponían a regresar.
—Oye —dijo Liv—, ¿a qué viene esa cara tan larga? —Le apoyó una mano en el brazo, y el contacto le produjo un escalofrío. Se habían detenido en un rincón despejado del muelle, al pie de una rampa que desembocaba en el agua, en la que el comandante Puño de Hierro estaba trazando una plataforma de luxina, el primer componente de una trainera.
—No… no lo sé. Pensar en Tyrea hace que me acuerde de… —De algún lugar que Kip ni siquiera sospechaba que albergaba en su interior brotó un caudal de lágrimas ante el recuerdo de su madre moribunda. Las alejó de sí, las encauzó hacia alguien cuya muerte era más digna de lamentación—. ¿Sabes?, espero que tu padre esté bien, Liv. Era… siempre se portó bien conmigo. —El único.
Sin embargo, incluso con maese Danavis existía una muralla, un punto más allá del cual Kip tenía el acceso prohibido. ¿Se debía a alguna parte de su pasado que debía mantener en secreto? ¿O se trataba de algo más profundo, algo de lo que solo Kip tenía la culpa?
—Kip —dijo Liv—. Todo se arreglará.
El muchacho la miró sin poder reprimir una sonrisa. Orholam jamás había creado una mujer más hermosa. Liv sería capaz de eclipsar el sol con su resplandor. Se sumergió en sus hoyuelos sin poder remediarlo. Apartó la mirada.
Hermanito, se burló de sí mismo. Alguien con quien bromear, pero no un hombre. La desesperación amenazaba con estrangularlo.
—Gracias —consiguió decir a pesar del nudo que le oprimía la garganta—. ¿Puedo picar algo de comer? —le preguntó a Puño de Hierro.
—Sí, por supuesto —contestó el gigante.
—¡Estupendo!
—Cuando regresemos.
—¡Eh!
—Cierra el pico, ha llegado lord Prisma.
Con todas las miradas aún puestas en él, Gavin se detuvo ante Puño de Hierro. Fijó la mirada en el petate del comandante. El silencio que flotaba entre ambos se eternizó.
—No puedes venir —dijo Gavin, al cabo—, no necesito ningún guardaespaldas.
—No pensaba acompañarte.
—Pues fuera de mi trainera.
—Acompañaré a Kip. Como miembro de la familia del Prisma, tiene derecho a que lo proteja.
—Eres el comandante de la Guardia Negra, no puedes…
—Puedo hacer lo que considere apropiado para cumplir con el cometido de la Guardia Negra. Nadie puede interferir con eso. Nadie.
—¿Sabes que eres un malnacido taimado?
—Por eso sigo con vida —repuso Puño de Hierro—. Y tú probablemente también.
—Tú ganas —refunfuñó Gavin—, pero permite que te recuerde tus juramentos.
Puño de Hierro adoptó una actitud ofendida.
—Pronto lo entenderás —dijo Gavin—. Todo el mundo, adentro.
Con una rapidez fruto de la práctica, Gavin trazó los remos especiales que empleaba para impulsar la embarcación, pero dejó visiblemente espacio para que Puño de Hierro trazara los suyos, cosa que hizo, si bien mucho más despacio. Entretanto, Gavin trazó un banco para que Liv y Kip se sentaran, y unas correas para sujetar el equipaje al fondo de la trainera.
Puño de Hierro arrugó la nariz ante eso, como si se preguntara por qué había que asegurar los petates, pero no hizo preguntas. Zarparon instantes después. Gavin se aplicó a sus remos, Puño de Hierro a los suyos, y se adentraron en la bahía a gran velocidad.
La trainera comenzó a escorarse a babor casi de inmediato. Era el costado de Gavin. Kip vio que Puño de Hierro estaba remando más deprisa que el Prisma, y ese desequilibrio estaba desviándolos a babor. Gavin lanzó una mirada a Puño de Hierro, que le dedicó una sonrisa de oreja a oreja sin dejar de dar poderosos golpes de remo con los brazos y las piernas. Gavin apretó el ritmo. Puño de Hierro también. Y Gavin. No tardaron en comenzar a surcar las aguas a una velocidad portentosa.
Liv miró a Kip.
—¿Te lo puedes creer? ¡Nunca había viajado tan deprisa!
Kip se rio.
—¿Qué?
—Espera y verás.
Los hombres acompasaron el ritmo. Remaban aprisa, compitiendo entre ellos, pero sin intentar anularse mutuamente.
—¿Cuándo llegaremos al barco? —preguntó Puño de Hierro, levantando la voz para imponerse al viento.
—Cruzaremos el mar en esto —fue la respuesta de Gavin.
Puño de Hierro soltó una carcajada.
—Claro que sí. ¡Eres más resistente de lo que pensaba!
Kip sonrió. Era evidente que el gigantesco pariano no creía a Gavin, pero estaba dispuesto a seguirle la corriente.
Transcurridos veinte minutos, perdieron de vista las demás embarcaciones. Sin aminorar apenas la cadencia de sus golpes de remo, Gavin levantó una mano y trazó uno de los grandes tubos que Kip le había visto utilizar para impulsar la trainera en ocasiones anteriores. Puño de Hierro interrogó al Prisma con la mirada.
—A esto me refería cuando hablaba de tu juramento —dijo Gavin—. Discreción.
—Un tubo acoplado a otro tubo. Vuestro secreto está a salvo conmigo, noble Prisma —repuso con una sonrisa el comandante—. Eso sí, espero que esto ponga fin a nuestra inclinación a babor.
Gavin introdujo el tubo en el agua. Un estremecimiento recorrió la cubierta cuando la primera bola de luxina golpeó el agua tras atravesar el tubo a gran velocidad. Poco después, cuando el chup-chup-chup con el que Kip ya estaba familiarizado se estabilizó, la trainera comenzó a devorar la distancia. La embarcación entera se elevó, y Puño de Hierro estuvo a punto de caer por la borda cuando sus remos salieron del agua.
La trainera aceleró gradualmente y empezó a saltar del pico de una ola al siguiente, los saltos continuaron agrandándose, y la plataforma enseguida dejó de rebotar incluso en las olas. Instantes después, un asombrado Puño de Hierro sumó sus esfuerzos a los de Gavin, y se deslizaron más deprisa todavía.
Las aguas eran tan limpias que Kip podía ver cómo el tubo cortaba las olas a sus pies. Gavin había dotado a cada tubo de unas pequeñas alas con las que la embarcación entera sobrevolaba la superficie. El viento era increíble, pero Kip podía oír los gritos de júbilo de Puño de Hierro por encima del estruendo.
Horas más tarde, cuando el sol se encontraba a medio camino del horizonte, Gavin decidió retomar los remos antes de avistar Garriston. Puño de Hierro se apartó de su tubo mientras el deslizador se asentaba de nuevo sobre las olas.
El asombro y el temor reverencial que sentía se hacían patentes en su expresión. Estaba temblando visiblemente. De pronto, ensayó una elaborada reverencia ante Gavin.
—Mi señor Prisma —dijo—, hacéis del mundo un lugar más pequeño.
Gavin asintió con la cabeza en deferencia ante el gesto del comandante.
—Más pequeño, tal vez. Pero no más seguro. ¿Has visto una corbeta en esa dirección?
Puño de Hierro negó con la cabeza. Ahora que la acción de los tubos había dejado de sostenerla en el aire, la embarcación flotaba a ras del agua. Pero antes de que el comandante terminara de trazar un nuevo par de remos apareció una corbeta a una legua de distancia, cortando las olas directamente hacia ellos. Puño de Hierro profirió una maldición.
Una sonrisa temeraria se dibujó en los labios de Gavin.
—Bueno, Kip, Liv… ¿alguna vez os habéis enfrentado a unos piratas?