El prisionero estudió al difunto.
—Te mataré —musitó.
—No muero fácilmente —repuso el cadáver, con una sonrisita aleteando en los labios. Estaba sentado enfrente de Dazen, en su pared, con las rodillas dobladas, las manos en el regazo, imitando burlón la postura de Dazen. De soslayo, echó un somero vistazo al trapo cuidadosamente tejido que cubría el regazo de Dazen—. ¿Quién se lo iba a imaginar? —musitó el difunto—. Gavin Guile, tan paciente, tan callado, tan contento haciendo labores de mujer.
Dazen observó su obra. Tejida con sus propios cabellos tan firmemente como le era posible, con la fría serenidad azul fluyendo por su cuerpo, ni siquiera estaba seguro de cuánto tiempo había invertido en ella. Semanas, quizá. Parecía casi una gorra, un pequeño cuenco. Inspeccionó el interior reluciente. Tras encontrar, tal vez, un defecto, utilizó una uña larga pero perfectamente redondeada para rasparse la nariz y la frente con gestos metódicos. Tras hacer acopio de la piel acumulada y, lo más importante, del preciado aceite con otra uña, Dazen cubrió escrupulosamente la tara con la mezcla.
Solo dispondría de una oportunidad. Después de tantos años, no estaba dispuesto a pifiarla.
Con mano firme y la piel rebosante de azul, reunió más aceite y embadurnó la pared directamente sobre el rostro del difunto, que dijo:
—Esto no cambia nada, Gavin.
—No, todavía no.
Se puso de pie y trazó una cuchilla. Se cortó un mechón de pelo grasiento. Escupió sobre él y lo restregó contra su piel mugrienta para ensuciarlo tanto como fue capaz.
—No tienes por qué hacer esto —dijo el difunto—. Es una locura.
—Es una victoria —replicó Dazen. Deslizó el filo de luxina azul contra su pecho.
—Si quieres matarte, deberías probar con la muñeca o el cuello —dijo el cadáver.
Dazen no prestó atención a sus palabras. Con los dedos mugrientos, ensanchó el corte y hundió la pútrida masa de pelo y suciedad bajo la tira de piel. Una cascada de sangre se derramó por su torso, el rojo lo tentaba a intentar trazar directamente, pero no sería suficiente, lo sabía por experiencia. Se llevó una mano al pecho y presionó contra la herida, sosteniéndola cerrada, frenando la hemorragia.
Dentro de unos cuantos sueños, la celda se purificaría con el baño semanal de Dazen. Poco después, dependiendo de la exactitud de sus planes y sus suposiciones, conseguiría escapar o moriría.
Descubrió que, mientras mantuviera el azul dentro de su ser, tampoco le importaba gran cosa cuál fuera el resultado.