53

Kip y Liv se dirigieron directamente a los Guardias Negros que vigilaban el elevador.

—Tenemos que ver al Prisma —dijo la muchacha.

—¿Y quiénes sois vosotros? —preguntó el hombre. Era bajito, pariano, naturalmente, con la constitución de una piedra angular. Miró a Kip—. Ah, tú eres el bas… —Tosió—. El sobrino del Prisma.

—Sí, soy su bastardo —repuso Kip, enfadado—. Tenemos que verlo ahora mismo.

El Guardia Negro se giró hacia su paisano, un tipo igual de musculoso, pero extraordinariamente alto.

—Nadie nos ha indicado cómo debemos tratar al… sobrino del Prisma —dijo el hombre.

—Se ha acostado hace menos de veinte minutos —añadió el otro—. Después de pasarse toda la noche en vela.

—Se trata de una emergencia —insistió Liv.

Los guardias, inconmovibles, adoptaron sendas expresiones de «¿y quién diablos es esta cría?».

—Alguien acaba de intentar asesinarme —dijo Kip.

—Retaco, ve a buscar al comandante —dijo el alto. ¿Retaco? ¿El Guardia Negro bajito se llamaba Retaco? Puesto que ambos eran parianos, quienes tradicionalmente ostentaban nombres tan descriptivos como Puño de Hierro, Kip no sabía si se trataba de un apodo o de su nombre real.

—Anoche se encargó de la tercera guardia —dijo Retaco, haciendo una mueca.

—Retaco. —Haciendo valer su rango.

—Vale, vale. Ya voy.

Retaco se fue, y el Guardia Negro más alto se giró y llamó a la puerta con los nudillos, tres veces, una pausa, dos veces. Luego, transcurridos cinco segundos, lo repitió.

Una esclava de cámara abrió la puerta casi antes de que el Guardia Negro terminara de llamar. Una mujer atractiva, con la perturbadora tez pálida y el cabello rojo de los bosquesangrientos, completamente vestida y alerta pese a lo intempestivo de la hora y la oscuridad de la habitación a su espalda.

—Marissia —dijo Liv—. Me alegro de volver a verte. —Su voz no sonaba del todo sincera.

La esclava no parecía alegrarse especialmente de ver a Liv. Kip se preguntó por qué la habría llamado Liv por su nombre. Creía que solo debía hacerse con aquellos esclavos con los que existiera una relación de amistad.

Oyeron la voz de Gavin procedente del interior de la estancia, ronca y entrecortada tras acabar de despertarse.

—Ummgh, dadme un… —El resto de sus palabras se perdió entre las almohadas. Instantes después, todas las contraventanas se abrieron de golpe y la luz entró a raudales procedente de todas direcciones, cegando prácticamente a todo el mundo. El Prisma emitió un gemido estridente desde la cama.

—¡La magia es asombrosa! —exclamó Liv—. ¡Fíjate, Kip! —Señaló una franja de cristal negro purpúreo que se extendía por las paredes de cristal que rodeaban toda la cámara.

—Pero ¿qué…? ¿Se te ha olvidado por qué estamos aquí?

—Ay, perdona.

Gavin los observaba con los ojos entrecerrados.

—Marissia, kopi, por favor.

La mujer asintió con la cabeza.

—En el primer armario, el tercer cajón por la izquierda. —Y se fue.

—¿El kopi está en el armario? —preguntó Gavin—. ¿Qué diablos? ¿Quién guarda el kopi… y por qué no me lo sirves? —La puerta se cerró detrás de la esclava—. ¿Y dónde está mi camisa favorita…? Ah, el armario. Condenada mujer.

—Está claro que le gusta madrugar —musitó Liv entre dientes.

A Kip se le escapó un resoplido antes de que pudiera dominarse.

Gavin, que hasta entonces había mantenido la cabeza agachada como si se sintiera acorralado, miró al muchacho de repente.

—Más te vale que sea importante. —Apartó las mantas y se encaminó hacia el armario. No llevaba puesto absolutamente nada.

Kip había visto los antebrazos de Gavin, con cuerdas de cáñamo por músculos, y sabía que su padre era nervudo, pero contemplar todo su cuerpo al natural era entre sobrecogedor y mortificante. Los hombros de Kip eran tan anchos como los de Gavin, y también sus brazos tenían probablemente el mismo diámetro, pero incluso ahora (sin que acabara de realizar ningún ejercicio, sin la tensión consustancial al esfuerzo físico), recién levantado de la cama, el cuerpo de Gavin contenía un músculo terso y curvo tras otro, en interminable concatenación, sin el menor rastro de grasa. Al parecer, ese era el efecto que surtía el surcar las aguas y los cielos de las Siete Satrapías de uno a otro confín.

¿Cómo he podido salir yo de eso?

Kip se dio cuenta de que Liv, a su lado, también estaba observando fijamente al Prisma, boquiabierta. No apartó la mirada ni siquiera mientras Gavin registraba el armario.

—Liv —susurró Kip.

—¿Qué? —preguntó la muchacha, observándolo de soslayo, con las mejillas encendidas—. Es el Prisma. Concederle mi atención incondicional es prácticamente un deber religioso.

Gavin, que parecía ajeno a la presencia de ambos, agarró un puñado de prendas al azar y, sin mirar en su dirección, dijo:

—Ana, es de mala educación quedarse mirando.

Liv se ruborizó más aún y se encogió, horrorizada.

—Se llama Liv —dijo Kip.

—Ya lo sé. Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó Gavin mientras se ponía una deslumbrante camisa de seda blanca con ribetes dorados.

La puerta se abrió detrás de Kip, y Marissia y el comandante Puño de Hierro aparecieron en el umbral. Puño de Hierro se detuvo en la puerta mientras Marissia entraba con una bandeja con cubiertos de plata y tres tazas. Sirvió un líquido oscuro, cremoso y humeante en una de ellas y se la entregó a Gavin, cuyos pantalones y mangas seguían sin anudar.

—¿Comandante? ¿Kip? —preguntó Gavin, indicando las tazas restantes—. Me parece que Liv ya está suficientemente despierta.

Liv puso cara de querer que se la tragase la tierra. Kip sonrió.

Puño de Hierro se sirvió una taza de kopi mientras Marissia se encargaba de terminar de vestir a Gavin. Kip cogió una taza a su vez. Pero al ir a levantar la jarra, sus manos comenzaron a temblar tan violentamente que ni siquiera intentó llenarse la taza.

—Alguien ha querido tirarme por el balcón —dijo.

Fue como si las palabras imprimieran una capa de realidad a lo que hasta entonces parecía tan solo una pesadilla. Hacía un instante estaba bromeando con Liv, pensando en lo poco que se parecía a su padre, sonriendo ante la turbación de la muchacha. Ahora, la certidumbre de cuán cerca había estado de perecer despachurrado cayó sobre él como un mazazo. Podía verse cayendo, retorciéndose en el aire, impotente, como en un sueño espantoso, antes de que su cuerpo reventara como una uva madura.

¿Y quién hubiera sospechado nada? La mujer podría haberse colado en su habitación, podría haberlo lanzado por el balcón y podría haber vuelto a salir con la misma facilidad. Aunque descubrieran quién estaba en la planta en ese momento, ¿quién tomaría a esa mujerona por una asesina? La gente creería que Kip había sucumbido a la tensión de la prueba y había saltado. Nadie habría averiguado nunca la verdad.

¿Y a quién le habría importado?

Kip sintió que se abría un vacío espantoso en su pecho.

Nunca había formado parte de nada. Ni siquiera en Rekton había encajado en ninguna parte. Demasiado gordo y torpe para Isa, demasiado listo como para sentir alguna afinidad con Sanson, demasiado simplón, víctima de las incesantes chanzas de Ram, demasiado joven para Liv. Esperaba que ingresar en la Cromería le haría ser parte de algo por primera vez en su vida. Pero también aquí desentonaba. Siempre sería distinto de los demás, siempre estaría solo, no importaba adónde fuera.

Por Orholam, ¿por qué había impedido que esa mujer lo arrojara al vacío? Un par de momentos de terror, sin duda, y un estropicio de Kip despanzurrado contra las rocas. Pero el terror acabaría, todo terminaría, y el mar se encargaría de limpiar el estropicio.

Alguien le pegó una bofetada. Kip se tambaleó. Se masajeó el mentón.

—Habla, Kip —dijo Gavin.

Kip se lo contó todo. Liv clavó la mirada en el suelo como una estatua cuando Kip relató cómo la muchacha se había marchado después de que él le dijera que creía que su padre había muerto.

—¿El general Danavis llevaba todo este tiempo viviendo en una aldea remota? —preguntó el comandante Puño de Hierro. Miró a Liv de soslayo—. Lo siento, sabía que había una Danavis en la Cromería, pero no esperaba que estuvierais emparentados. —Carraspeó y cerró la boca.

—No me sorprendería que se hubiera librado —observó Gavin—. El general siempre fue un hijo de perra con recursos, y lo digo en el mejor de los sentidos.

Liv esbozó una sonrisa, débil y fugaz. Kip les contó el resto.

Cuando terminó, Gavin y Puño de Hierro cruzaron las miradas.

—¿El Ojo Fragmentado? —preguntó Puño de Hierro.

Gavin encogió los hombros.

—Es imposible saberlo. Por otra parte, de eso se trata.

—¿De qué se trata? —preguntó Kip.

—Los magísteres nos han explicado que se trata de una leyenda —protestó Liv. El Prisma y el comandante de la Guardia Negra se giraron para observarla. La muchacha tragó saliva con dificultad y fijó la mirada en el suelo.

—Los magísteres tienen razón en parte —dijo Puño de Hierro—. La Orden del Ojo Fragmentado es un reputado gremio de asesinos. Se especializan en matar trazadores. Han sido erradicados y aniquilados al menos en tres ocasiones, si no más. A ningún sátrapa ni satrapesa le hace gracia perder a los trazadores que tanto dinero les han costado antes de lo que dicte su esperanza de vida natural. Creemos que cada vez que la orden se ha reformado, ha sido sin la menor conexión con ninguna de sus encarnaciones anteriores.

—En pocas palabras —terció Gavin—, un puñado de matones recluta a otro puñado de matones con la esperanza de llenarse los bolsillos apuñalando por la espalda a unos cuantos trazadores, y se autoproclaman la nueva Orden del Ojo Fragmentado para poder exigir unas tarifas desorbitadas. Es una farsa.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kip.

—Porque si existieran realmente, harían mejor su trabajo.

Kip frunció el ceño. Su asesina había sido bastante buena.

—Eso no significa que todos sean igual de incompetentes, Kip —matizó Gavin—. Ese es el quid de la cuestión. Ni siquiera deberíamos haberlo mencionado. Eso no nos acerca al verdadero problema. Tanto si la orden es real como si no, el caso es que alguien ha contratado a un asesino para atentar contra ti. Puesto que no llevas aquí tanto tiempo como para haberte granjeado la enemistad de nadie, es evidente que el enemigo es mío. Solo podemos hacer una cosa.

Kip picó el anzuelo.

—¿Qué cosa? —No quería reconocer que sí se había granjeado ya la enemistad de alguien. Pero ese examinador, el magíster Galden, no intentaría asesinarlo, ¿verdad?

—Huir. —Gavin sonrió de oreja a oreja como un chiquillo travieso, iluminados los ojos.

—¡¿Cómo?! —exclamaron Kip y Liv al unísono.

—Reuníos conmigo en los muelles dentro de una hora. Liv, esto también va por ti. Serás la tutora de Kip. Nos vamos a Garriston.

—¿A Garriston? —preguntó Liv.

—Daos prisa en preparar el equipaje —añadió Gavin—. Nunca se sabe dónde podría estar la orden al acecho. —Sonrió de nuevo, burlón.

—Vaya, gracias —dijo Liv.

—¿Qué equipaje? —preguntó Kip mientras Gavin salía de la estancia como una exhalación—. ¡Pero si no tengo nada!