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A los cinco minutos de su captura, Karris supo que estaba aún en más aprietos de lo que se había temido en un principio. Los Hombres Espejo del rey Garadul la condujeron a una carreta a punta de pistola. No la maniataron, lo que le pareció curioso y reavivó sus esperanzas por unos instantes. Los Hombres Espejo la dejaron en manos de un grupo de trazadoras. Dos de ellos se quedaron apuntándole a la cabeza con sus armas, sin parpadear apenas.

Las mujeres (dos rojas, una verde, una azul y una supervioleta) la desnudaron y registraron su cuerpo y sus ropas, donde enseguida encontraron las fundas oculares. Los dos Hombres Espejo no dirigieron más que un somero vistazo a sus curvas, y aunque a lo largo y ancho del campamento había quienes se esforzaban por atisbar algo entre las trazadoras que la rodeaban, no se oyó ni un solo comentario lujurioso.

Disciplinados. Maldita fuera su suerte.

Karris cruzó los brazos sobre los pechos y agachó la cabeza con fingido azoramiento. Bueno, tal vez no fuera enteramente fingido.

—¡La vista al frente! —ordenó una de las rojas.

Karris levantó la cabeza. Querían ver sus ojos para saber si se proponía trazar. Inteligentes, también. Mil veces maldita.

En rápida sucesión examinaron todas sus prendas de vestir, reventando todas las costuras en busca de bolsillos ocultos. A continuación vaciaron su petate; una de las mujeres anotó todo cuanto encontraron en un códice. Cuando terminaron, Karris esperaba que le devolvieran la ropa.

La suerte no estaba de su parte. En vez de eso, abrieron la puerta del carro y arrojaron dentro un vestido y una combinación de color violeta.

—Adentro —le indicó el mismo que había hablado antes.

Karris obedeció, y la puerta se cerró de un golpe a su espalda. Se oyó el estrépito de una barra de madera al bajar y unas cadenas al colocarse en su sitio. El interior de la carreta era bastante espacioso. Contenía un catre, un orinal, una taza con agua, varias mantas y cojines; todo de color violeta, el más oscuro que se podía encontrar en el espectro azul. Todo ello había sido pintado recientemente, a juzgar por la pestilencia que flotaba en el aire. Unos barrotes protegían las ventanas de cristal violeta, cubiertas desde el exterior por telas del mismo color. Al parecer se tomaban muy en serio su aptitud para el trazo, y del interés que habían demostrado en sus ojos y las bengalas de magnesio se desprendía que sabían que podía trazar verde y rojo. En lugar de arriesgarse a elegir un color que estuviera situado entre los suyos, se habían decantado por el más lejano del espectro de los que Karris no podía trazar.

Era una deferencia extraña. Podrían haberse limitado a vendarle los ojos, por supuesto, pero las vendas resbalan. Cualquier otro captor, sin embargo, habría pintado la carreta de negro y la habría encerrado en la oscuridad. Esto era igual de eficaz, pero conllevaba mucho más trabajo. Si un trazador no veía su color, o no disponía de lentes y luz blanca, no podía trazar. Karris estaba prácticamente indefensa. Detestaba esa sensación con toda su alma.

Se puso la combinación y el vestido violeta sin forma definida, y comenzó a rascar la pintura de inmediato. Un subrojo había acelerado el proceso de secado. Conseguiría desportillarla, a la larga, pero con las cortinas y el cristal violeta filtrando toda la luz, tampoco le serviría de nada. Aun así, lo intentó. No podía evitarlo. Bajo la capa de pintura violeta había otra de color negro, y debajo de esta, la madera era de caoba oscura. Mala suerte.

Transcurridos unos minutos, el carromato se puso en marcha.

Esa noche, tras una cena consistente en un mendrugo de pan negro y agua contenida en una taza de hierro ennegrecido, entraron dos trazadoras con la piel resplandeciente de luxina roja y azul, respectivamente. Tras ellas apareció, inesperadamente, una costurera. Se trataba de una mujer diminuta cuya cabeza apenas si llegaba a los hombros de Karris. Le tomó las medidas rápidamente, memorizándolas en lugar de apuntarlas. A continuación se quedó observando fijamente el cuerpo de Karris, estudiándola como haría un granjero con una ladera pedregosa que tuviera que arar. Volvió a comprobar las medidas de las caderas de Karris y se marchó sin decir palabra.

Karris averiguó pocas cosas en el transcurso de los cinco días siguientes. Su carro debía de estar cerca de los que contenían las cocinas, pues el traqueteo que producían las cazuelas con cada bache del camino era incesante. Las figuras sombrías de unos jinetes, Hombres Espejo tal vez, en ocasiones pasaban lo bastante cerca de sus ventanas cubiertas para permitirle ver sus siluetas. Si hablaban, no obstante, nunca logró distinguir sus palabras. Por las noches le servían la cena en un cuenco de hierro ennegrecido, con una cuchara del mismo material, pan negro y agua, nunca vino; maldición, incluso habían pensado en el vino tinto. Un Hombre Espejo acompañado de una trazadora retiraba el orinal, el cuenco, la cuchara y la taza todas las noches tras la puesta de sol. Cuando se guardó la cuchara una noche, oculta bajo uno de los cojines, nadie dijo nada. Tampoco le trajeron agua al día siguiente. Cuando entregó la cuchara, volvieron a darle de beber.

El tedio era lo peor. Las flexiones que se podían hacer en un día tenían su límite, y practicar cualquier otra actividad física más exigente era tarea imposible. No tenía instrumentos musicales, ni libros, ni mucho menos armas, y tampoco podía distraerse trazando.

A la sexta noche entraron dos azules.

—Elije una postura que te resulte cómoda —dijo una de ellas. Karris se sentó en el pequeño catre, con las manos recogidas encima del regazo y los tobillos cruzados. Emplearon aproximadamente cinco veces más luxina de la necesaria para inmovilizarle los brazos y las piernas. Se marcharon tras cubrirle los ojos con unas lentes de color violeta.

El rey Garadul entró en el carromato portando una silla de campamento plegable. Llevaba puesta una holgada camisa negra sobre otra de un color que Karris no podía precisar, y unos voluminosos pantalones negros encima de los que vestiría normalmente. Karris entendía que tuvieran cuidado en su presencia, pero esto rozaba lo absurdo. El rey se acomodó en la silla y la miró fijamente, en silencio.

—Supongo que no te acuerdas de mí —dijo, al cabo—. Nos vimos una vez, antes de la guerra. Yo era tan solo un muchacho, por supuesto, tres años más joven que tú, y tú ya bebías los vientos por… en fin, por uno de los Guile, no recuerdo cuál. A lo mejor tú tampoco. Durante una temporada parece que hubo algo de confusión al respecto, ¿verdad?

—Eres un auténtico seductor, ¿eh? —repuso Karris.

—Te sorprenderías. —El monarca sacudió la cabeza—. Siempre te consideré bonita, pero las historias sobre ti cobraron vida propia. Un trágico triángulo amoroso entre los dos hombres más poderosos del mundo prácticamente exige que la protagonista sea una belleza, ¿verdad? Quiero decir, ¿por qué arrasarían esos dos hombres el mundo entero, de lo contrario? ¿Por tus conocimientos de historia? ¿Por tu aguda conversación? No. Eras una chica bonita embellecida por los bardos en un intento por explicar lo que desencadenaste. No me malinterpretes —añadió—, estaba tan loco por ti que me pasaba las noches en vela. Fuiste mi primer gran amor no correspondido.

—Seguro que has tenido muchos. ¿O fingen las mujeres que te encuentran atractivo, ahora que eres rey?

Calma, Karris, tranquilízate. Aunque, a decir verdad, no era el rojo lo que ponía esas palabras en su boca. Siempre había detestado actuar para los demás, bailar al son que le marcaban.

Garadul frunció el ceño.

—Parece que los panegíricos omitieron mencionar la lengua acerada. ¿O se trata acaso de un añadido reciente?

—De un tiempo a esta parte me siento más libre para decir lo que pienso. Ya he destruido el mundo, ¿qué más da el ego de un hombre?

—Karris, me disponía a hacerte un cumplido antes de que nos arrastraras a este pozo de descortesías.

—Ay, cielos. Pues adelante, por favor, nada me colmaría de más felicidad que escuchar los halagos del Carnicero de Rekton.

Garadul restregó las palmas de la mano, contemplativo.

—Me apena que tuvieras que ver eso, Karris. —No dejaba de usar su nombre. No le gustaba ni un pelo—. Espero que sepas que dar esa orden no me produjo ningún placer, pero también espero que entiendas que esa pequeña monstruosidad prevendrá otras mayores en el futuro. ¿Estás familiarizada con un manuscrito que lleva por título El consejero de los reyes?

—Sí —dijo Karris—. Un compendio de recomendaciones aborrecibles y crueldades para las que ni siquiera él tenía estómago cuando gobernaba. —El consejero se preguntaba qué le convenía más a un regente, si ser amado o temido. Decidía que ambas cosas, en el mejor de los casos, pero si había que escoger, la elección más acertada sería el miedo.

—Sus consejos eran buenos, pero él era débil. No se lo tengo en cuenta. La cuestión, Karris, es que cuando los reyes no son temidos desde el principio, acaban teniendo que infundir temor tarde o temprano, con desastrosas consecuencias. Eso es lo que ocurrió en Ru. Eso es lo que ocurrió en Garriston. Esos hombres a los que amabas… o con los que te acostaste, al menos… aprendieron la lección al final, pero puesto que ya era demasiado tarde, se vieron obligados a hacer algo peor que destruir una insignificante aldea. Así que dime, ¿cómo puedes echarme en cara la muerte de mil personas sin recriminarles a ellos la de decenas, cientos de miles?

A Karris no le habían permitido ver los escalones reales de Ru, cubiertos con la sangre y los excrementos de centenares de cuerpos asesinados fríamente y arrojados uno por uno a los boquiabiertos y horrorizados espectadores que se agolpaban al fondo. Incluso al término de la guerra le habían impedido acudir a Garriston, donde decenas de miles de personas (ni siquiera sabían con exactitud cuántas) habían perdido la vida entre las llamas de luxina roja que devoraron la ciudad asediada. Era obra de Gavin y Dazen. De alguna manera, siempre se había resistido a creer que unos hombres a los que conocía tan bien pudieran hacer algo así. Unos hombres a los que creía conocer tan bien.

—Este es mi pueblo. No soy un mero sátrapa, el guardián de las tierras de otro. Soy rey. Estas gentes me pertenecen. Asesinar a mil de los míos fue como arrancarme un pedazo de carne. Pero los cánceres deben extirparse. Yo soy esta tierra. Mis súbditos la trabajan y extraen sus cultivos con mi beneplácito. Yo los protejo y velo por ellos, y ellos a su vez deben rendirme sus frutos y sus hijos. Quienes me desacatan son rebeldes, traidores, ladrones, herejes y apóstatas. Se oponen al Pacto sagrado, y desafiarme equivale a desafiar la voluntad de los dioses. Me vi obligado a obrar así porque mi padre se negó. Si hubiera sustituido a media docena de alcaldes la primera vez que lo desafiaron y se negaron a enviar soldados para la leva, esos mil aún seguirían con vida. Era débil y aspiraba a ser amado. Quizá nadie lo reconozca ahora, pero al acabar con ese millar de vidas en Rekton, salvé muchas más. En eso consiste ser rey.

—Con qué pasión defiendes la decapitación de bebés y la exhibición de sus cabezas clavadas en picas. —¿La voluntad de los dioses, no la de Orholam?

—Karris, estás consiguiendo que entienda por qué hay hombres que pegan a sus mujeres. —El rey Garadul se atusó la barba negra, pero no hizo ademán de agredirla—. Al ordenar un espectáculo tan atroz, me aseguré de que se grabase a fuego en la mente de todo el que lo contemplara. ¿Crees que a los muertos les importa lo que ocurra con sus cuerpos? Que su ejemplo salve a los vivos es preferible a que los entierre a todos en un agujero y mis descendientes tengan que matar a los suyos. Ese monumento perdurará una docena de generaciones. Ese es mi legado para los hijos de mis hijos, un gobierno seguro que eliminará la necesidad de cometer de nuevo una masacre parecida. Y el motivo por el que te cuento todo esto, Karris, es que esperaba que tú lo entendieras mejor que nadie. Ahora eres una mujer, no una niñita asustada rodeada de grandes hombres. Eres una mujer que ha visto las atrocidades que son capaces de cometer esos hombres. Esperaba que comprendieras la carga que conlleva la grandeza. Siquiera un poquito. Quizá te haya sobrevalorado.

Karris tragó saliva con dificultad, temblando de rabia y puede que también un poco de temor. Las palabras de Garadul entrañaban una lógica enfermiza, pero ella había visto los cadáveres. La sangre. Las cabezas amontonadas.

—Como quería decir antes —continuó el rey Garadul. Respiró hondo, conteniendo la frustración con un esfuerzo visible—, eras una muchacha muy bonita, pero solo eso, a pesar de las historias. Para mi enorme sorpresa y satisfacción, eres una de las pocas mujeres que conozco cuya belleza ha aumentado con la edad. Tienes mejor aspecto a los treinta del que tenías a los veinte, y no me extrañaría que a los cuarenta tuvieras mejor aspecto que ahora. Por supuesto, estoy seguro de que ayuda el hecho de que no hayas tenido que parir seis o diez mocosos. La mayoría de las chicas bonitas consiguen encontrar un marido antes de envejecer tanto, pero a caballo regalado, no le mires el dentado.

Menudo seductor. ¿Qué le pasaba a este imbécil, tenía que decir todo lo que se le pasaba por la cabeza?

—Tu rostro es, sin duda, de los que inspiran a los poetas. Esto, sin embargo —gesticuló vagamente, sin que Karris supiera a qué se refería—, esto tiene que cambiar. Tus hombros son demasiado masculinos. —¡Hijo de perra! ¿Cómo sabía que Karris detestaba sus hombros? Siempre que la moda le permitía esconderlos, dejaba sus brazos al descubierto, y viceversa. Eso mismo se decía ella al menos una vez a la semana: Tus hombros son demasiado masculinos. Pero el monarca aún no había terminado—. Tienes el culo de un niño de diez años. Tal vez sea el vestido. Esperemos. Y tus tetas. Tus magníficas tetas, las pobres. ¿Adónde se han ido? ¡Eran más grandes cuando tenías quince años! A partir de ahora, se acabó el ejercicio. Te permitiré bailar y montar a caballo de nuevo cuando dejes de parecer una pigmea raquítica del Bosque Oscuro.

—No me quedaré tanto tiempo. —Karris frunció el ceño. ¿Acababa de reconocer que parecía una pigmea raquítica?

—Karris, querida. Te he esperado durante quince años. Y aunque no lo supieras, tú también estabas esperándome. Ni tú ni yo nos conformamos con segundas opciones. ¿Por qué si no seguirías estando soltera? Así que podemos aguardar unos pocos meses más. Vendré a visitarte cuando tu vestido esté listo. —Miró de reojo a su alrededor—. Ah, y me he dado cuenta de que no tienes nada con lo que entretenerte. Debe de ser muy aburrido. Una mujer debe destacar en las nobles artes. Ordenaré que te traigan el salterio de mi madre. Es lo que tocas, ¿verdad? —Se marchó con una sonrisa.

Lo peor de todo era que Karris realmente se sentía agradecida. Un poco. Hijo de perra.