50

Kip se despertó con el brazo dormido de un sueño en el que su madre le sostenía la cabeza en el regazo. Aunque, más que un sueño, era un recuerdo a medias. Él era pequeño. Su madre, con los ojos hinchados y enrojecidos, le acariciaba el pelo con los dedos. Los ojos rojos solían ser señal de que había estado fumando cencellada, pero esta mañana no olía ni a humo ni a alcohol. Lo siento, estaba diciendo, lo siento muchísimo. Lo he dejado. A partir de ahora será diferente. Te lo prometo.

Entreabrió un ojo incrustado de legañas y soltó un gemido. Qué bien, madre, ¿te importaría quitarte de encima de mi brazo? Rodó de costado. ¿Había dormido en el suelo? ¿Tumbado en una alfombra? ¡Oh! A medida que la sangre fluía lentamente a su brazo, este empezó a dolerle. Se lo frotó hasta que recuperó la sensibilidad. ¿Dónde estaba? Ah, en la habitación de Liv. Comenzaba a despuntar el sol.

Kip se sentó y vio a una mujer que entraba en el cuarto. Puede que le hubiera despertado la puerta al abrirse. Liv debía de haber dormido en otra parte. Las sábanas ni siquiera estaban revueltas.

—Buenos días, Kip —dijo la mujer. Era morena, de cejas grávidas y pelo crespo, y le envolvía el cuello una llamativa bufanda dorada. Era fuerte, inmensamente alta, con grandes hombros pesados y un vestido verde con estampados chillones que la cubría como una sábana a una galeaza—. Ya es de día, hora de tu primera lección. Soy el ama Helel.

—¿Vos sois mi magíster? —preguntó Kip, que seguía frotándose el brazo entumecido.

—Ya lo creo que sí. —La mujer esbozó una sonrisa que no se reflejó en sus ojos—. Y recordarás la clase de hoy mientras vivas. Arriba, Kip.

Kip se levantó. La mujer pasó junto a él y abrió la puerta que daba a un pequeño balcón.

—Ven, date prisa —dijo—. Tienes que ver esto antes de que el sol termine de elevarse sobre el horizonte.

Con el cabello apelmazado, la boca llena de algodón, el aliento maloliente y agujetas en el brazo, Kip se pasó la lengua por los labios secos y se situó frente al ama Helel. Los ojos de la trazadora eran intensos y oscuros, tanto que ni siquiera delataban cuál era su color.

Qué extraño. Heme aquí, supuestamente capaz de distinguir las diferencias más sutiles en tonos indetectables para la mayoría de la gente, y ni siquiera podría decir de qué color tiene los iris. Kip salió al balcón de luxina amarilla pura. Al margen de unas franjas de agua o suciedad, todo se veía sobrenaturalmente nítido.

A pesar de que la experiencia del día anterior le había enseñado que el amarillo era uno de los materiales más resistentes que se conocían, Kip apoyó el peso en el balcón con cautela. Era sólido, por supuesto. Debido al modo en que todas las torres se inclinaban hacia fuera, como los pétalos de una flor, si Kip se caía desde aquí, se estrellaría contra las rocas varios cientos de pies más abajo, al filo del agua. El salto desde los pisos que quedaban sobre sus cabezas, aún más salientes, sería peor. Tragó saliva e intentó concentrarse en el sol naciente.

—No tenemos todo el día, Kip —dijo el ama Helel. Había algo en su voz, una tensión soterrada.

Kip se giró mientras la mujer salía al balcón con él. Al principio pensó que había tropezado, porque se abalanzó hacia delante de improviso. Hizo ademán de atraparla. Si estar gordo tenía alguna ventaja era que podía sostener grandes pesos.

Pero el ama Helel extendió ambas manos como arietes. El movimiento hacia delante de Kip lo situó entre sus brazos. Los pulgares de la mujer le arañaron el pecho al deslizarse por sus costados. Maldijo mientras se enredaban en un torpe abrazo.

—Ya os tengo —dijo Kip—. No os preocupéis, no vais a…

La gigantesca mujer recuperó el equilibrio y se irguió. Era mucho más alta que Kip, y el movimiento aplastó sus grandes pechos aplanados contra las mejillas del muchacho. De alguna manera, la barbilla de Kip se enganchó en el cuello abierto del vestido cuando el ama enderezaba la espalda, y por un fugaz (pero no tanto como le hubiera gustado) momento, el fláccido escote le engulló por completo la cara.

—¡Gah! —farfulló Kip.

El ama Helel ya estaba agachándose, afortunadamente liberando la tela de la barbilla de Kip en el proceso, pero continuó inclinándose, presionando el cuerpo contra él. Tras una experiencia que sin duda reviviría en sus sueños, y no para bien, Kip optó por quitarse de en medio.

Unos grandes dedos carnosos se engarfiaron en las piernas de Kip, cuyo paso a un lado provocó que la mano izquierda de la mujer se soltara de su pierna derecha. A continuación, el ama Helel tiró hacia arriba.

—¿Qué estáis…? —Kip enmudeció al fijarse en sus ojos.

Concentración absoluta, una completa ausencia de emoción. La mujer empujó con fuerza contra Kip, hacia arriba. El muchacho tardó demasiado en encajar todas las piezas.

La intensidad, la historia, la falta de color en sus ojos, el tropezón que en realidad no había sido tal cosa. Había sido una embestida. La indiferencia cuando Kip se aplastó contra sus senos… porque uno no deja que el roce de un poco de carne lo detenga. No cuando alberga intenciones asesinas.

Kip apoyó las manos en la balaustrada a su espalda. Con tan solo una pierna en su poder, el ama Helel tiró violentamente hacia arriba. Era tan fuerte que el peso de Kip no le suponía el menor problema.

Si fuera más valiente, Kip le habría plantado cara. Si fuera más flexible, habría permitido que le levantara una pierna mientras él se sostenía en la otra y la reducía a un montón de pulpa sanguinolenta. En vez de eso, Kip adoptó la estrategia del gordinflón. Se quedó inmóvil, grávido, convirtiendo todo su peso en peso muerto, buscando el suelo como hacía siempre que Ram intentaba alardear izándolo en volandas y lanzándolo por los aires. Si Kip se desplomaba, Ram nunca podría levantarlo, mientras que si mantenía el cuerpo rígido, Ram podría manejarlo a su antojo.

El ama Helel apartó la mano de la pierna izquierda de Kip, buscando asidero en otra parte de su orondo cuerpo. Kip se contoneó como un pez, empujando contra el balcón en un intento por regresar al interior de la torre. La mujer lo inmovilizó contra la esquina del balcón con su peso, nada desdeñable a su vez, y amartilló el brazo izquierdo dispuesta a aporrearlo.

Pero el suelo lo llamaba, y sin un brazo fuerte que lo sostuviera, Kip acudió a su encuentro. El puño de la mujer descendió y logró impactar de refilón, pero Kip seguía cayendo. El ama Helel aflojó su presa y Kip rodó panza arriba. La mujer escupió una maldición e intentó levantarlo tirando de la misma pernera del pantalón que el muchacho le disputaba débilmente.

La tela se desgarró y se resbaló de su cintura. Los pantalones se le enredaron alrededor de las rodillas, pero si bien la prenda holgada le entorpecía los movimientos, tampoco contribuía a afianzar la presa de la asesina. La mujer volvió a maldecir y le propinó un puñetazo en la pierna. Plantó los pies con firmeza en el suelo y se dispuso a darle una paliza. Kip soltó un gritito antes de que el ama Helel le hundiera el puño en el estómago y le arrebatara el aliento.

—Acepta la muerte como un hombre —gruñó.

Kip le pegó un mordisco en el tobillo.

La asesina chilló y se cayó encima de él. Se recuperó lo suficiente para aterrizar encima de su pecho con las rodillas por delante. A continuación se ladeó mientras descendía para aplastarlo e inmovilizarlo. Al parecer Kip no era el único que sabía sacar partido a su peso. Cayó con la cabeza apuntando a sus pies.

Atrapó una de las piernas de Kip con una mano de hierro. Le dio un puñetazo en el muslo. Impactó en el centro exacto. Fue como recibir la coz de un caballo. Kip profirió un alarido. A continuación, la mujer le agarró la otra pierna. No había pataleo capaz de romper su presa. Suponía un esfuerzo incluso el respirar con ella encima de él, aplastándole la cara con las piernas. Le aporreó la otra pierna, que también se quedó muerta. La asesina se incorporó y descargó un puño contra su entrepierna.

Una constelación de estrellas cobró vida con un estallido ante los ojos de Kip. Cualquier pensamiento de contraatacar huyó despavorido. Lo único que quería era hacerse un ovillo. El ama Helel cambió de postura, aplastándolo de nuevo, y se puso de pie. Sostenía los tobillos de Kip en sus manos, y lo levantó con facilidad. Orholam misericordioso, iba a tirarlo por el balcón. No podía hacer nada para impedirlo.

Con los ojos entrecerrados de dolor, pataleando sin fuerza, Kip vio cómo un fino rayo de luxina supervioleta se adhería a la cabeza de la asesina.

—¡Basta! ¡Suéltalo ahora mismo! —gritó una joven desde el interior de la habitación. ¿Liv?

La asesina gruñó una maldición y se giró hacia Liv al tiempo que una bola de luxina amarilla brotaba de las manos de esta, recorría la línea supervioleta y explotaba con un resplandor cegador contra el rostro del ama Helel, que liberó a Kip, levantó una mano para protegerse, demasiado tarde, y trastabilló de espaldas.

Era tan alta que la balaustrada quedaba por debajo de su cintura. La golpeó con fuerza y se tambaleó. Sus manos carnosas aletearon contra la barandilla mientras se ponía de puntillas, buscando asidero con los pies. Kip, tendido en el suelo, deslizó una mano bajo uno de ellos y la impulsó hacia arriba. No mucho (el dolor era tan insoportable que apenas si le permitía moverse), pero sí lo suficiente.

La asesina sintió que empezaba a rebasar la balaustrada y agitó los brazos como aspas de molino. Cayó… y se agarró a la barandilla. A través del prístino amarillo del balcón, se balanceó cara a cara con Kip. Todos los balcones disponían de una abertura a modo de desagüe para no inundarse cada vez que llovía, y el rostro de la gigantesca mujer distaba apenas a un pie del de Kip.

Kip la miró fijamente. Sabía cómo iba a terminar eso. Alguien más cimbreño podría izarse a pulso, pero no una mujer de su tamaño. Kip era fuerte (podía levantar objetos más pesados que Sanson o incluso Ram), pero cuando uno era realmente corpulento, aupar todo tu peso por encima de una cornisa se convertía en tarea imposible. Y esa mujer era mucho más grande que él. El ama Helel tensó los músculos, y por un aterrador momento Kip pensó que se había equivocado. La mujer dobló los codos y su cuerpo se levantó. Impulsó una pierna inmensa de costado, en un intento por estirarla lo suficiente para introducir la punta del pie en la boca del desagüe.

Pero le fallaron las fuerzas y osciló como un péndulo hasta volver a quedarse colgando en vertical. Estaba acabada. Kip podía verlo en sus ojos.

—Nadie puede encadenar la luz, pequeño Guile —dijo—. Que Anat te ciegue. Que Mot te castigue hasta la décima generación. Que Belphegor persiga a tus hijos. Que Atirat escupa sobre la tumba de tu madre. Que Ferrilux corrompa a tu padre…

Kip le pegó un puñetazo a través del desagüe. La nariz de la mujer se aplastó entre salpicaduras de sangre. Debía de haber anticipado el golpe, porque intentó agarrarle la mano… pero falló.

Cayó agitando los brazos, gritando algo que Kip no pudo entender. Se estrelló contra un peñasco afilado a menos de cinco pasos de las rugientes olas del mar Cerúleo, y se hizo literalmente pedazos. Uno de los trozos (¿una pierna?) se separó del resto y voló hasta zambullirse en el agua mientras lo que quedaba de la mujer se convertía en una gran mancha sanguinolenta.

No parecía real. En su fuero interno Kip sabía que podría haber sido él, que debería haber sido él, pero la presencia de Liv en el umbral de sus aposentos lo sacó de sus cavilaciones.

—Kip, Kip, la hemos matado —estaba diciendo la muchacha. A Kip le preocupaba más el dolor que le atenazaba las pelotas, el hecho de estar prácticamente desnudo enfrente de la única chica que conocía, exhibiendo su gordura y su fealdad. Tenía que taparse cuanto antes.

Apenas si tuvo tiempo de subirse los pantalones antes de que Liv se inclinara sobre la barandilla del balcón y vomitara. Kip detestaba vomitar. No le gustaba hacerlo él y no le gustaba que lo hicieran los demás. Pero lo que más detestaba, como descubrió cuando el viento azotó la torre amarilla y sopló a través del desagüe, era que le vomitaran encima. Un rocío viscoso le salpicó la cara y la boca abierta.

Giró de costado escupiendo, tosiendo y manoteándose las mejillas para limpiarse el vómito de Liv. Se puso en pie con dificultad, con las pelotas aún doloridas y las facciones cinceladas en una expresión de asco.

—Oh, no —dijo Liv, pálida y mortificada, al comprender que acababa de vomitarle encima. Bajó la mirada de su rostro a su entrepierna, donde se había roto el pantalón, y luego a las rocas del fondo. Intentó añadir algo más, pero no acertó a encontrar las palabras adecuadas.

—¿Sabes? —observó Kip—, me alegra que tengamos tanta confianza. —¿Realmente acababa de decir eso? Era como si una parte de su ser no pudiera evitar meter la pata en los momentos más delicados. Acababa de matar a alguien, y se sentía tan aterrado, avergonzado, violento, mortificado, agradecido por estar vivo y ni siquiera sabía cuántas cosas más, que sencillamente no podía morderse la lengua.

Liv frunció los labios por una fracción de segundo antes de volver a inclinarse sobre la barandilla y vomitar otra vez.

Siempre tienes algo que decir, pero nunca es lo adecuado. Enhorabuena, Kip.