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Esto no auguraba nada bueno. La nota, el anuncio de «tienes un hijo», no estaba sellada. Gavin estaría dispuesto a jurar que los esbirros de la Blanca leían toda su correspondencia. Pero Karris se había reído tras entregarle la nota, lo que significaba que ella no lo había hecho. Así que no lo sabía. Aún. Pero había ido a informar a la Blanca. La cual esperaba a Gavin.

Giró los hombros y torció el cuello a un lado y al otro. Satisfecho tras obtener sendos chasquidos, empezó a caminar. Los Guardias Negros se pusieron en marcha tras él, portando mosquetes de mecha, yataganes u otro tipo de armas. Subió las escaleras que conducían al tejado abierto de la Cromería. Como siempre, reparó primero en Karris. Era menuda, con una figura de natural curvilíneo en la que los años de riguroso entrenamiento habían esculpido planos y venas excesivamente prominentes. Hoy llevaba el cabello largo, liso y rubio platino. Ayer era de color rosa. A Gavin le gustaba el rubio. El rubio generalmente indicaba que estaba de buen humor. Los cambios de color de su pelo no tenían nada de mágico. Le gustaba variar con frecuencia, eso era todo. O puede que pensara que sobresalía tanto que ni siquiera merecía la pena intentar pasar desapercibida.

Al igual que los demás Guardias Negros que protegían a la Blanca, Karris lucía unos elegantes pantalones y blusa de color negro, cortados para el combate y sin más adornos que el distintivo de su rango bordado en el hombro y el cuello con hilo de oro. Al igual que los demás, portaba un estilizado yatagán negro, una espada curvada con delicadeza en la punta y recorrida en su práctica totalidad por un solo filo, y en lugar de escudo, un bastón de combate metálico con un punzón en el centro. Al igual que los demás, estaba adiestrada en el uso de ambos, así como de varias armas más. Al contrario que los demás, sin embargo, su piel no compartía el negro intenso de los parianos o los ilytianos.

Tampoco era negro su talante, al parecer. Un rictus travieso aleteaba en sus labios. Gavin enarcó una ceja en su dirección, fingiéndose discretamente ofendido por la anterior jugarreta de Karris con las sombras de su habitación, y se presentó ante la Blanca.

Orea Pullawr era una anciana apergaminada que cada vez se levantaba menos de la silla de ruedas en la que estaba sentada ahora. Sus Guardias Negros procuraban que cada cambio de turno contuviera al menos un hombre fornido en caso de que hubiera que transportarla escaleras arriba o abajo. Pero a pesar de su decrepitud, hacía más de una década que Orea Pullawr no tenía que vérselas con ningún aspirante al manto blanco. Muchas personas ni siquiera eran capaces de recordar su verdadero nombre; era la Blanca, a secas.

—¿Preparado? —preguntó. Incluso después de todos estos años, seguía costándole aceptar que esto no entrañara la menor dificultad para él.

—Me las apañaré.

—Siempre lo haces. —Sus ojos eran claros y grises, salvo por los dos amplios arcos de color que rodeaban sus iris, azules en la parte superior y verdes en la inferior. La Blanca era un bicromo de azul y verde, pero esos arcos de color se diluían en sus ojos, desaturados tras tanto tiempo sin trazar. Cada arco, sin embargo, era tan grueso como resultaba posible y se extendía desde la pupila hasta el borde mismo de cada iris. Si alguna vez volvía a trazar, rompería el halo: el color penetraría en el blanco de sus ojos y ese sería su final. Por eso no llevaba anteojos tintados. Al contrario que otros trazadores retirados, ni siquiera perpetuaba la farsa paseándose con sus anteojos sin usar para recordar a todos lo que había sido en su día. Orea Pullawr era la Blanca, y con eso bastaba.

Gavin se dirigió al estrado. Sobre él, montado en unos rieles arqueados para poderse ajustar en cualquier momento del día o mes del año, colgaba un enorme cristal pulido. No lo necesitaba. Nunca lo había necesitado, pero todo el mundo parecía más tranquilo pensando que requería algún tipo de ayuda para controlar tanta luz. Tampoco se mareaba nunca. Qué injusta era la vida.

—¿Algún deseo en especial? —preguntó.

El modo exacto en que el Prisma percibía los desequilibrios en la magia del mundo seguía constituyendo un misterio. El tema, envuelto en misticismos según los cuales el Prisma estaba conectado de forma directa con Orholam y, por consiguiente, con todas las satrapías, ni siquiera había sido objeto de estudio antes de que Gavin se convirtiera en el Prisma. Incluso la Blanca se mostraba amedrentada cuando preguntaba al respecto, y era la mujer más temeraria que Gavin hubiera conocido en su vida.

No es que hubieran hecho grandes progresos, pero hacía tiempo que la Blanca y él habían llegado a un acuerdo: ella lo estudiaría pormenorizadamente y él cooperaría, y a cambio ella le permitiría viajar sin Guardias Negros siguiendo cada uno de sus pasos. Funcionaba, por lo general. A veces Gavin no podía evitar tomarle el pelo, pues parecía que no habían aprendido nada en los dieciséis años de su nombramiento como Prisma. Claro que, cuando se excedía en sus provocaciones, la Blanca lo llevaba allí y decía que necesitaba examinar urgentemente cómo se desplazaba la luz por su piel. Así que Gavin hacía equilibrios. A cielo descubierto. En invierno. Desnudo.

No era agradable. Por ser como era, Gavin había aprendido con exactitud dónde estaba el límite. En el emperador de las Siete Satrapías, ni más ni menos.

—Me gustaría que empezaras permitiendo que la Guardia Negra haga su trabajo, lord Prisma.

—Me refería al equilibrio.

—Entrenan toda su vida para servirnos. Se juegan la vida. Y tú desapareces, todas las semanas. Acordamos que podrías viajar sin ellos, pero solo en ocasiones urgentes.

¿Servirnos? Es un poco más complicado.

—Vivo peligrosamente —dijo Gavin. Era su sempiterno tema de discusión. Sin duda la Blanca creía que, si no montaba el espectáculo en ese momento, Gavin presionaría para obtener más libertad. Sin duda estaba en lo cierto. Gavin miró fijamente a la Blanca. La Blanca miró fijamente a Gavin. Los Guardias Negros permanecían callados.

¿Es así como los hubieras manejado tú, hermano? ¿O te habrías limitado a someterlos por medios sortílegos? Mi vida está marcada por el poder.

—Nada especial hoy —dijo la Blanca. Gavin puso manos a la obra.

Un Prisma, en esencia, hacía dos cosas que nadie más era capaz de hacer. Primero, Gavin podía dividir la luz en sus colores fundamentales sin ayuda de accesorios externos. Un trazador rojo corriente solo podía trazar un arco de rojo, algunos un arco más amplio, algunos un arco menor. A fin de trazar, debían ver algo rojo: piedras rojas, sangre, una puesta de sol, un desierto, lo que fuese. O, como los trazadores habían descubierto hacía tiempo, podían llevar gafas rojas para filtrar la luz blanca del sol y verlo todo de color rojo. De este modo se obtenía un poder mucho menor, pero era preferible a depender por completo del entorno.

Las mismas limitaciones se aplicaban a todos los trazadores: los monocromos solo podían trazar un color; los bicromos podían trazar dos colores. Se trataba por lo general de colores colindantes, como el rojo y el naranja, o el amarillo y el verde. Los policromos, quienes controlaban tres o más colores, escaseaban, pero incluso ellos debían trazar a partir de los colores que tuvieran a la vista. El Prisma era el único que nunca necesitaba anteojos. Solo Gavin era capaz de dividir la luz dentro de sí mismo.

Eso era ventajoso para Gavin, pero a los demás no les servía de nada. Lo que sí les servía era eso: de pie en lo alto de la Cromería, con la luz atravesando sus ojos, inundando su piel con todos los colores del espectro, rezumando por cada uno de sus poros, podía sentir los desequilibrios de la magia en todo el mundo.

—Al sureste, igual que antes —dijo Gavin—. En el corazón de Tyrea, casi con toda seguridad en Kelfing, alguien está utilizando subrojo, y en grandes cantidades. —El calor y el fuego solían ser indicativos de magia de combate. Era el primer lugar al que acudían la mayoría de señores de la guerra no trazadores o los sátrapas cuando querían matar a alguien. Nada sutil. La cantidad de subrojo empleado en Tyrea sugería que, o bien estaban librando una guerra secreta, o el nuevo sátrapa Rask Garadul había fundado su propia escuela de adiestramiento para trazadores de combate. No era algo que a sus vecinos les alegrara oír. El gobernador ruthgari que ocupaba Garriston, la antigua capital de Tyrea, se alegraría menos que nadie.

Además del exceso de subrojo, se había empleado más magia roja que azul desde el último equilibrio de Gavin, y más verde que naranja. En teoría, el sistema se regulaba por sí solo. Si los trazadores rojos repartidos por el mundo usaban demasiado rojo, trazar comenzaría a volverse más difícil para ellos, al tiempo que se volvía más fácil para los azules. La luxina roja sellada se fragmentaría antes, mientras que la azul duraría más. A ese nivel, era inoportuno e irritante.

Las leyendas hablaban de una era anterior a la llegada de Lucidonius, quien instaurara la verdadera fe de Orholam cuando los centros de magia estaban desperdigados a lo largo y ancho del mundo: verde en lo que ahora era Ruthgar, rojo en Atash, y así sucesivamente, todos ellos adoradores de dioses paganos e inmersos en la superstición y la ignorancia. Algún señor de la guerra había masacrado a casi todos los azules. En cuestión de meses, decían, el mar Cerúleo se convirtió en sangre, la vida se asfixió en sus aguas. A ambos lados del mar, los pescadores sucumbían a la inanición. Los escasos trazadores azules supervivientes se habían esforzado heroicamente por restaurar el equilibrio por sí solos… empleando tanta magia azul que habían terminado matándose en el proceso. Pero esta vez no quedaban trazadores azules. Todo lo que utilizara luxina roja fallaba, los mares volvieron a teñirse de sangre, el hambre y la enfermedad se abatieron sobre la tierra.

Y así una y otra vez. Casi todas las generaciones sufrían algún desastre natural que exterminaba a miles de personas que creían haber hecho algo para ofender a sus caprichosas deidades.

Los Prismas evitaban que la historia se repitiese. Gavin podía presentir los desequilibrios mucho antes de que se manifestara ningún indicio físico, y corregirlos trazando el color opuesto. Cuando los Prismas fallaban, como sucedía inevitablemente tras siete, catorce o veintiún años, la Cromería debía evitar los desastres por la vía difícil; además de correr de un lado a otro sofocando incendios (en ocasiones literalmente), enviaban misivas a todos los rincones del mundo, tal vez urgiendo a los azules a no trazar a menos que se tratara de una emergencia, y a los rojos a trazar más de lo normal. Puesto que todo el mundo podía trazar tan solo una cantidad finita a lo largo de su vida, eso equivalía a precipitar la muerte de los rojos y restringir la utilidad de los azules en las Siete Satrapías. Por eso, en ocasiones así, la Cromería ponía todo su empeño en buscar un sustituto para el Prisma. Y Orholam, en su misericordia, enviaba un nuevo Prisma con cada generación, o eso rezaban las enseñanzas.

Salvo con la generación de Gavin, cuando en su inefable sabiduría Orholam de alguna manera había enviado dos… y el mundo se había hecho pedazos.

Gavin giró lentamente sobre los talones, extendiendo los brazos en cruz y liberando surtidores de luz supervioleta para equilibrar el subrojo, después rojo para contrarrestar el azul, y por último naranja para anular el verde. Cuando el mundo dio la impresión de volver a estar en orden, se detuvo.

Miró a la Blanca con una sonrisa. La expresión de la anciana, como de costumbre, era un enigma. Sus Guardias Negros (trazadores hasta el último de ellos, y por tanto conocedores del inmenso poder que acababa de manejar Gavin) se mostraban igual de impertérritos. O puede que ya estuvieran acostumbrados. Después de todo, era el Prisma. Su trabajo consistía en conseguir lo imposible. Se limitarían a adoptar una pose algo más relajada, a lo sumo. Su trabajo consistía en proteger a la Blanca, incluso de él, llegado el caso.

Gavin era el Prisma y por tanto, en teoría, el emperador de las Siete Satrapías. En la práctica, sus deberes solían ser de índole religiosa. Los Prismas que se convertían en algo más que meros mascarones de proa terminaban retirándose antes de tiempo, por la fuerza. A menudo con carácter permanente. La Guardia Negra daría la vida por protegerlo de cualquier otra persona, pero la Blanca era la máxima autoridad de la Cromería. Llegado el caso lucharían por ella, no por él. Sabían que lo más probable era que muriesen todos, pero, por otra parte, para eso los habían adiestrado. Incluida Karris.

Gavin se preguntaba a veces, si se diera la circunstancia, ¿sería Karris la última en intentar eliminarlo, o la primera?

—¿Karris? —dijo la Blanca—. Te aguarda una nave con destino a Tyrea. Coge esto. Podrás leerlo cuando icéis las velas. Emplead los remos siempre que podáis. El tiempo apremia. —Entregó a Karris una nota doblada, sin sellar siquiera. O bien la Blanca confiaba en que Karris no la abriría antes de zarpar, o bien sabía que la leería inmediatamente, con sello o sin él. Aunque Gavin se preciaba de conocer bien a Karris, no sabía qué haría en este caso.

Karris cogió la nota y realizó una honda reverencia ante la Blanca, sin mirar ni tan siquiera de reojo a Gavin. Acto seguido, dio media vuelta y se fue. Gavin no pudo por menos de observar su retirada, su figura esbelta, grácil y poderosa, pero mantuvo el escrutinio al mínimo. La Blanca se percataría de todas formas, pero si se quedaba embobado, lo más probable era que le dijera algo.

La Blanca agitó una mano mientras Karris se perdía de vista escaleras abajo, y el resto de la Guardia Negra se alejó a una distancia prudencial.

—Bueno, Gavin —dijo la anciana, cruzando los brazos—. Un hijo. Explícate.