45

Gavin apretó el paso mientras oía a la anciana bicroma decirle a Kip:

—¿Estás listo para ver tus colores?

—¡Yo sí! —exclamó Gavin—. Ama Varidos, con su permiso. —Los familiares de los aspirantes tenían prohibido estar presentes en la cámara de los exámenes por temor a que alguien hiciera trampas. La regla, al menos en teoría, se aplicaba también al Prisma. Hay un motivo por el que la teoría y la práctica son dos mundos distintos.

»Ni siquiera sabía que hubieras comenzado las pruebas. ¿Cuánto han dicho que aguantaste? —preguntó Gavin.

—Cuatro minutos, por lo visto —respondió Kip.

—Cuatro con doce —matizó la anciana.

Gavin se detuvo en seco. En su habitación le había parecido que transcurría mucho tiempo, pero creía que se trataba de una mera impresión. Cuatro minutos era una marca asombrosa. A él, terminar la prueba le había llevado cinco.

El ama Varidos se acercó a Gavin y susurró:

—Se han producido algunas irregularidades de las que creo que te gustaría estar al corriente.

Gavin sonrió en dirección a Kip.

—Bien hecho, será solo un momento. —Se retiró a un lado y dejó a Kip rodeado de personas que le preguntaban qué parte le había parecido más difícil, cómo había conseguido aguantar tanto, tratándolo en general como si fuera el ombligo del mundo. Era sin duda una sensación embriagadora para cualquier trazador novato, como así estaba calculado que fuera.

Sin perder la sonrisa, Gavin encaminó sus pasos hacia la mesa de los examinadores en compañía del ama Varidos. Se situaron justo al lado de la mesa de piedra, en cuyo centro había un agujero cubierto con un paño de satén negro. La piedra de pruebas estaría allí dentro. Gavin intentó recordar cuál era su posición exacta. Solo dispondría de una oportunidad.

—¿De qué irregularidades se trata? —preguntó. El satén impedía que la iluminación del exterior interfiriera con la piedra.

La anciana expulsó lentamente el aire acumulado.

—Lanzó la cuerda fuera del pozo alrededor de los tres minutos y medio. Antes de que pudiera impedírselo, una de las muchachas volvió a dejarla en su mano.

—¿Lo dices en serio?

—Encargan los papeles de la prueba a los niños bonitos. La mitad de ellos apenas si tienen luces suficientes para memorizar el guion, como para pedirles que recuerden las normas tan abstrusas que rigen en unas situaciones que nadie recuerda que se hayan producido jamás. Ni siquiera Dazen tiró la cuerda.

—¿Quién fue?

—La verde.

Por supuesto que había sido la verde. Salvaje, impredecible, rebelándose frente a la menor restricción.

—¡Que venga aquí!

La examinadora verde vio el gesto del ama y se acercó de inmediato. Todos los examinadores eran apuestos, y si la tez clara constituía un inconveniente en el campo de batalla, era un punto a favor para esta y unas cuantas ceremonias más. El efecto visual de una persona con la piel verde, azul o roja perdía fuerza cuanto más oscuro fuese su color natural. Incluso los parianos elegían nativos de la costa, las tierras bajas o mestizos para que los representaran en el Trillador. Esta mujer era ruthgari, y pálida incluso para ellos. Se movía con la gracia de una bailarina. Su fino manto verde, puesto durante la ceremonia para que todos los examinadores lucieran sus respectivos colores cuando emergiera el aspirante (lo cual podía suceder diez o quince segundos después del inicio de la prueba) era, en su caso, una pieza abierta entre sus grandes senos. Llegó caminando con brío, echándose el cabello hacia atrás, con la espalda recta, y se situó justo al otro lado de la mesa.

La desnudez y la semidesnudez que imperaban en algunas de las ceremonias estaban envueltas en un simbolismo religioso y cultual que las despojaba casi por completo de todo erotismo. Casi, porque, daba igual cuán abierto de miras se fuese, uno no podía ignorar totalmente el hecho de que tenía delante a alguien desnudo y asombrosamente atractivo. Pero las fiestas que se celebraban después, sobre todo en las iniciaciones, siempre terminaban recordándose solo a medias. Tantas bellezas, tantos cuerpos a medio vestir, tantos recuerdos recientes de más figuras en cueros… El ambiente era exultante, el vino fluía libremente, y la sobriedad ritual no tardaba en caer en el olvido.

Esta verde sabía exactamente lo que se hacía. Gavin era más alto que la mujer, por lo que apenas si podía contenerse para no clavar la mirada en su manto mal cerrado. En vez de eso, se concentró en el rostro acorazonado y en los ojos castaños, cuyas pupilas presentaban un sutil halo verde. Le recordaba a alguien.

—Por aquí —dijo, señalando a su lado, entre el ama Varidos y él. La trazadora verde rodeó la mesa verde y se situó en el lugar indicado, más cerca de lo necesario.

»¿Quién eres? —preguntó en tono sucinto.

—Me llamo Tisis —fue la respuesta. La sonrisa de la mujer puso de manifiesto sus grandes hoyuelos.

—¿Tisis qué más?

—Ah —dijo ella, como si la idea ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza—. Tisis Malargos.

—¿Qué ha pasado, Tisis? —Gavin fingió no reconocer el apellido. El padre y el tío de la muchacha habían sido amigos suyos… es decir, de Dazen. Habían desaparecido al término de la guerra. Asesinados por los bandidos o esclavizados por los piratas, lo más probable. Tenía los rasgos de la familia. Sin duda le odiaba. Al ver que Kip tenía posibilidades de superar la prueba, lo había saboteado. Valiente. Estúpida e irritante, pero valiente.

—El aspirante hizo trampas. Tiró la cuerda. Se la devolví.

—No se debe tocar al aspirante bajo ningún concepto durante el examen. ¿Cabe alguna duda sobre el significado de esa norma?

—No lo toqué… Con el debido respeto, noble señor de la lux Prisma, dejé la cuerda en su mano sin tan siquiera rozarle la piel. Intentaba preservar la integridad de la prueba.

—Malargos —dijo Gavin—. Eres ruthgari, ¿cierto?

—Sí, lord Prisma.

Gavin volcó una mirada carente de expresión sobre ella.

—Cuando tu bendito sátrapa Rados cruzó el Gran Río para combatir a los bosquesangrientos que lo doblaban en número, ¿recuerdas lo que hizo?

—Quemó el puente de Rozanos al paso de su ejército.

—¿Dirías que hizo trampas?

—No… no lo entiendo.

—Incendió el puente para que sus hombres supieran que no podían huir. No les dejó escapatoria. Hasta el último hombre sabía que debía vencer o morir. De ahí viene la expresión «quemar todos los puentes al paso de uno».

—Pero si vi cómo buscaba la cuerda —protestó débilmente la muchacha. Tragó saliva, nerviosa de pronto por haber contradicho al Prisma en su cara.

—Y tú se la diste.

—Naturalmente.

—¿También habrías construido un nuevo puente detrás del bendito sátrapa Rados?

—Por supuesto que no, eso sería…

—Su ruina. ¿Cuánto duraste tú antes de tirar de la cuerda?

La muchacha se ruborizó y apartó la mirada.

—Diecisiete segundos. —Se arrebujó en su manto, cubriéndose al fin.

—Y destruiste caprichosamente el destino de un joven.

—Podríamos repetir…

—Sabes que eso es imposible. Una vez los aspirantes saben que no es real, el Trillador no surte efecto. Todo el mundo diría que le dispensamos un trato especial por ser mi sobrino…

—No pretendía…

—¡Y tú lo sabes! —sentenció Gavin, dominando la voz a duras penas.

—Lo que pretendieras no tiene importancia —siseó el ama Varidos.

Mientras la anciana hablaba, Gavin extrajo un poco de supervioleta de la luz de las antorchas. Solo un poquito. La ventaja del supervioleta residía en su invisibilidad. Aunque había al menos media docena de personas presentes en la sala capaces de ver la luxina supervioleta si se concentraban, Gavin estaba dispuesto a apostar que ninguna de ellas estaba concentrada en esos momentos. Y aunque así fuera, lo que Gavin se disponía a hacer era tan rápido y sutil que incluso quien estuviera atento podría perdérselo. Un truco de prestidigitador. El supervioleta se asentó en las yemas de sus dedos.

—Has contravenido las normas, Tisis —dijo el ama—. Faltaste a tu deber, y podrías haber destruido el futuro de un muchacho.

—¡Pero si nadie llega hasta el final! —protestó la joven. Resistir tanto tiempo como fuera posible se había convertido en motivo de orgullo. Las conspiraciones, la oscuridad, los espacios cerrados, las alturas, las arañas, las serpientes, las ratas… el Trillador abarcaba todos los temores habituales. Por lo general, convencido de que el fracaso equivalía a perderlo todo, con las pupilas dilatadas por el miedo, los aspirantes trazaban todos los colores antes de tirar de la cuerda. No era un método perfecto, desde luego, pero era el mejor que tenían.

—Fuera de mi vista —dijo Gavin.

La muchacha se marchó resoplando, furiosa, y pasó entre el ama y Gavin, tal y como este esperaba. Sacó una piedra del bolsillo, sosteniendo el pequeño cilindro tras la muñeca, retiró el satén del agujero, produjo unos hilos de supervioleta invisible en las puntas de sus dedos y los empleó para extraer la piedra de pruebas de la oquedad. Devolvió bruscamente la luxina a su muñeca, sujetó la piedra de pruebas a su antebrazo con unas correas de supervioleta y, con los restos de luxina que quedaban en sus dedos, colocó la falsa piedra de pruebas en su sitio.

El proceso completo le había llevado menos de un segundo, y Gavin ni siquiera se había agachado encima de la mesa.

—Bueno, veamos el resultado, ¿os parece? —dijo, tirando aún de la suntuosa tela satinada.

Ante la atenta mirada del ama Varidos, Gavin dejó el paño a un lado e introdujo una mano en el receptáculo. Se agachó, cogió la piedra de pruebas y la levantó. La piedra consistía en una barra de marfil (procedente de algún demonio marino varado en las costas o de los elefantes del interior de Ruthgar) con los extremos de obsidiana. El marfil era un material precioso, pero la obsidiana constituía un verdadero prodigio. Nadie sabía dónde se había recogido, excavado o creado la obsidiana que existía en el mundo. Era más escasa que los diamantes y los rubíes, por lo que después de cada uso se retiraban los extremos de obsidiana de cada piedra de pruebas a fin de reutilizarlos.

Los supersticiosos la llamaban piedra infernal. La mayoría de los trazadores se alegraban de que fuera tan rara, pues se trataba de la única piedra capaz de absorber directamente la luxina de un trazador. Gavin había oído que los reyes y los sátrapas de tiempos remotos (y según las leyendas más disparatadas, también los asesinos del Ojo Fragmentado) fabricaban dagas enteras o incluso espadas de obsidiana. Pero la obsidiana únicamente manifestaba sus propiedades mágicas cuando se cumplían dos requisitos insoslayables. Primero, la oscuridad debía ser absoluta: es decir, una ausencia completa de luz en el espectro visible aunque, por algún motivo, el supervioleta y el subrojo no interferían. Segundo, necesitaba la sangre del trazador, procedente de un corte. Tenía que darse una conexión física directa entre la obsidiana y la luxina para que esta brotara del trazador. Una vez establecida dicha conexión, no obstante, el vínculo resultante era muy fuerte. Si un trazador sufría un corte en el hombro practicado con obsidiana mientras sostenía luxina en la mano y apretaba la piedra contra la herida, la luxina desaparecería en cuestión de segundos. Los eruditos especulaban que, puesto que los trazadores contenían luxina en todo momento, la conexión siempre era directa, con independencia de la distancia que mediara entre una parte del cuerpo y otra.

Dado que la velocidad a la que la obsidiana extraía los colores de una persona variaba según los distintos tipos de luxina, se formaban espectaculares estelas cuando la sustancia salía del cuerpo y entraba en el marfil. Los aspirantes eran considerados dignos de estudiar aquellos colores que se materializaran, se condensaran y se mantuvieran visibles. La presencia de dos colores, como es lógico, cualificaba al trazador como bicromo, y más de dos lo convertían en policromo.

Gavin cogió la piedra de pruebas. Percibió la suave fragancia a clavo que caracterizaba a la luxina supervioleta. Sostuvo la piedra durante un momento, mientras esperaba a que el olor se dispersara, antes de entregársela al ama Varidos. Como examinadora principal, le correspondía a ella anunciar el hallazgo. Entretanto, los demás ocupantes de la sala se arracimaron a su alrededor. La anciana retiró con cuidado las puntas de obsidiana y las guardó en una caja especial antes de levantar la piedra de pruebas por encima de la cabeza. Una barra verde, nítida y gruesa, se ahusaba y azulaba en la punta, y junto a ella había otra de un azul menos intenso. El amarillo era débil. El supervioleta se insinuaba ligeramente. Se trataba de una campana clásica, la pauta más extendida entre los trazadores.

—Me complace anunciar —indicó el ama— que Kip de Rekton goza del beneplácito de Orholam para trazar los colores verde y azul. El supervioleta no se ha decidido aún y deberá someterse a más pruebas en el futuro. Kip, enhorabuena, eres un bicromo.

Los asistentes prorrumpieron en vítores.

Únicamente Kip seguía pareciendo desconcertado.

Gavin rodeó la mesa, pasó un brazo por los hombros del muchacho y le dio un achuchón.

—Bien hecho, Kip.

Kip se dejó abrazar sin mostrar ninguna reacción.

—Entonces… ¿he aprobado? —preguntó con un hilo de voz.

—Has aprobado. Me siento orgulloso de ti.

Se elevaron más vítores, y en un abrir y cerrar de ojos el tropel de esclavos que irrumpió en la cámara repartió vino, brandy, ricos pasteles, frutas, carnes y confituras.

Gavin soltó al muchacho, que lo observaba completamente patidifuso, como si no se creyera las palabras que acababa de escuchar. También eso, en parte, formaba parte de la magia. Los efectos emocionales de todos los componentes del espectro acababan de atravesar a Kip por primera vez. Aún no sabía qué hacer con los residuos. Le llevaría algún tiempo. Gavin hizo un gesto en dirección a la puerta y llamó a Aliviana.

—Kip —dijo el Prisma—, te he traído a alguien muy especial. Quería darte una sorpresa. Será tu mentora. Te explicará cómo funcionan las cosas y te enseñará lo más básico antes de que partamos. Kip, deja que te presente a…

—¡¿Liv?! —jadeó Kip cuando la muchacha salió de detrás de Gavin.

—¡Kip!

—¿Por qué no lo acompañas a su habitación, Liv? —sugirió el Prisma—. Y recuerda lo que te he dicho.

Kip todavía estaba conmocionado, de modo que Liv lo tomó de la mano y se giró para guiarlo a la puerta principal. Habría una multitud agolpada tras ella, sin duda. No había necesidad de que Kip sospechara que ocurría nada extraordinario.

—¿Por qué no salís por la puerta de servicio? —dijo Gavin. Se dio la vuelta y arrojó luxina supervioleta contra la pared opuesta. Una sección de la misma se abatió de improviso sobre unos goznes ocultos hasta ese momento.

Liv se llevó a Kip por la puerta de servicio.

El comandante Puño de Hierro y el señor de la lux Negro entraron por la puerta principal.

—Señor de la lux, ama, comandante, magísteres —dijo Gavin mientras agitaba una mano con expresión cordial, como dando a entender que ahora estaba demasiado ocupado para hablar con Puño de Hierro o el señor de la lux Negro. Encaminó sus pasos hacia la puerta de servicio. Tenía que alcanzar a Kip cuanto antes. Debería haberle ordenado al muchacho que esperara fuera de la sala en vez de enviarlo arriba.

Gavin cruzó la puerta de servicio, componiendo sobre la marcha la carta que dejaría para la Blanca, y a punto estuvo de arrollar a un hombrecillo moreno y recatado, cubierto con el manto propio de los esclavos. Se le paró el corazón cuando lo reconoció.

—Saludos, lord Prisma —dijo el hombre, cuyo turbante estaba tan almidonado que apenas si se movió cuando inclinó la cabeza. Había sido picapleitos en Paria antes de que los piratas ilytianos lo capturaran, esclavizaran y, por último, lo vendieran a Andross Guile. Brillante y discreto, hacía veinte años que era la mano derecha de su amo—. Vuestro padre se aburre de esperaros. Exige que acudáis a sus aposentos inmediatamente.

Tratándose de Andross Guile, «inmediatamente» quería decir para ayer. Gavin hizo una mueca para sus adentros, giró el cuello a izquierda y derecha para liberar la tensión acumulada en las vértebras, y murmuró:

—Llévame con él.